Testigo ofrecido por la defensa
A Alejandro lo sentó en el banquillo Víctor Rei, el hombre que hace treinta años lo llevó a su casa como un paquete o un perrito.
Pero los paquetes o los perritos no creen que son sombreros o tucanes. En cambio, Alejandro vivió veinticinco años creyendo que era hijo de Víctor Rei, oficial de inteligencia de Gendarmería, cuando en realidad era, es, hijo de Liliana Clelia Fontana y Pedro Fabián Sandoval, desaparecidos.
Durante la instrucción del juicio que ahora está en su etapa oral, Rei siguió afirmando que Alejandro era su hijo. Pero en la audiencia de ayer, arrastrado quizás por la marea de su oratoria, se le escapó que “no existen en el derecho comparado antecedentes de un juicio contra una persona que adopta un bebé huérfano”. Ante la pregunta de uno de los magistrados, no tuvo más remedio que admitir que el primer caso, según él, sería éste. Es decir que Alejandro no es su hijo biológico, que lo “adoptó”, según sus palabras, y que, también según sus palabras, al momento de hacerse cargo de él, sabía que sus padres estaban muertos. Cuando la querella quiso repreguntar sobre esto, se negó a declarar. “Sobre Alejandro voy a responder después de que declare él”.
Alejandro era testigo por la defensa.
Como si de un paquete o un perrito se tratara. Así hablaba de los niños Víctor Rei ayer, durante la primera parte de su descargo, ante una audiencia que lo escuchaba guardando las formas de un respeto que no se merece. “A la familia Fontana le dieron una nena”, dijo, refiriéndose a una niña que les fue restituida erróneamente en 1989, “y ahora les quieren dar a Alejandro”. Como si hablara de un paquete. “La familia Fontana va a volver a sufrir”, agregó, cínico, insinuando que otra vez la ciencia y la justicia se equivocan, y aprovechando para deslizar una amenaza, que se concretaría mucho antes de lo que todos los presentes esperábamos.
Víctor Rei dijo que no le interesa el resultado del juicio, que no le importa pasar en prisión el tiempo que le quede de vida. Y parecía verdad. Su imagen no era la de un reo asustado que intenta por todos los medios a su alcance recuperar su libertad. Aunque su camisa abierta y su pelo desordenado quizás buscaban mostrarlo vulnerable, un pobre viejo que equivoca fechas, nombres y circunstancias, y no un Comandante de la Gendarmería Nacional. Por momentos, sufría de lagunas el pobre viejo de la camisa abierta y el pelo desordenado. Como cuando le pedían que precisara si participó o no del Operativo Independencia, o qué hacía en la prisión militar de Campo de Mayo. Pero su declaración había sido preparada cuidadosamente, y así nos lo hizo saber: una primera parte dedicada a repasar su legajo personal y la segunda, sobre Alejandro, es decir, sobre el objeto procesal, como le recordaba la jueza cada vez que en sus “reflexiones” sobre el narcotráfico o el ejército de Estados Unidos, Víctor Rei se apartaba demasiado de aquello que nos había reunido ayer ahí, en ese extremo de la ciudad de Buenos Aires desde donde se ve el río. Ese río que por suerte no tenemos que ver muy a menudo, porque nos recuerda el asesinato cobarde de nuestros seres queridos.
Sobre el ejército de los Estados Unidos, la marihuana paraguaya y el conflicto con Chile por el Canal de Beagle nos habló Víctor Rei toda la mañana. Había un objetivo: presentarse como un gendarme especializado en lucha contra la droga o en hipótesis de conflictos con países vecinos, “nunca destinado a contrainsurgencia ni contrasubversión ni contraguerrilla”. Pero también había algo más. Un goce. Víctor Rei estaba gozando de su momento de notoriedad, de sus quince minutos de fama. Como en los ’70, cuando después de un operativo antidrogas en Formosa, le dieron “la más alta condecoración” y le hicieron una nota de tapa en la revista Gente, que él no presentó en el expediente “por pudor”. Hubo una carcajada general detrás del vidrio que separa a los protagonistas del juicio del público. Éramos muchos hijos de desaparecidos en la audencia, muchos amigos y compañeros, varias Abuelas (entre ellas, la mía), las familias Sandoval y Fontana. Pero fue sólo eso, una carcajada, y también del otro lado del vidrio hubo risitas ahogadas. Víctor Rei hizo uso a placer de su derecho de defensa en juicio y nosotros lo escuchamos. Nunca los jueces tuvieron que llamarnos a silencio durante su declaración.
Sí cuando entró Chela, la mamá de Liliana, con su pañuelo blanco. Ahí no pudimos, ni quisimos, evitar el aplauso. También después la aplaudimos, cuando bajó del banquillo del testigo, después de preguntarle a Víctor Rei, apuntándolo con un dedo que pareció tener poder de fuego, qué había hecho con su hija. Que su hija no era un ladrillo ni un pedazo de palo, sino un ser vivo. Eso dijo Chela.
Ni Liliana era un ladrillo o un pedazo de palo, ni su hijo era un paquete o un perrito. Pero así dispusieron de ellos, como si lo fueran.
Luego de Chela, testigo por la querella, fue llamado Alejandro, testigo ofrecido por la defensa.
La declaración de Alejandro duró una eternidad. Alejandro arrancó sonriente, ironizando sobre todo, sin encontrar un solo cómplice que sonriera con él, o que al menos le copiara esa mueca que de sonrisa tenía nada más que el nombre. O quizás Rei y su abogado sí sonreían. Nosotros, detrás del vidrio, les veíamos las nucas. Todos los ojos, toda la compasión, estaban posados en Alejandro. Y lo que observábamos, a pesar de su sonrisa, o tal vez a causa de esa mueca que a falta de palabra mejor llamo “sonrisa”, no era ninguna comedia, sino la tragedia. La tragedia encarnada en Alejandro. Alejandro, que se presentó con el único nombre que todavía tiene, el que le puso Rei, que dijo que Rei era su padre, que a los Sandoval – Fontana o “la familia” lo unía un vínculo “de afinidad”, que de las Abuelas de Plaza de Mayo era “amigo de la casa”, que el cepillo de dientes del que se extrajo ADN no era de él, sino uno de Víctor Rei que él se había robado en una visita a la cárcel. Por compasión, ni los jueces, ni la querella ni el fiscal le preguntaron entonces cómo se explicaba el resultado del análisis que confirma el lazo de parentesco con los Sandoval – Fontana. Ni esa contradicción ni otras muchas le fueron señaladas. Alejandro no quiso negar a su familia ni a las Abuelas ni a Rei y quedó enredado en ese juego de lealtades cruzadas.
Alejandro dijo que Rei le dio todo: comida, techo, abrigo, educación. Como un perrito, sólo que de los perritos decimos que se adiestran, no que se educan. Rei le dio todo lo que puede dar un padre, repitió Alejandro varias veces. Sin embargo, hay padres que no pueden darles a sus hijos todo eso. No sé bien qué es ser padre, porque soy huérfana y no tengo hijos, pero me parece que no es la previsión de ciertos bienes materiales, sino otra cosa.
Cuando terminó de declarar y pasó por delante de Rei, vaciló. El cuerpo se le fue al mismo tiempo hacia Rei y hacia la puerta detrás de la cual lo esperaba Chela. Y entonces Rei se dio el gusto de su vida, porque Alejandro se abrazó a él con desesperación, con violencia. Así se abrazaron. Como dos osos, como dos luchadores, como dos contrincantes. La jueza los mandó separar, pero los penitenciarios reconocieron la cadena de mandos intuitiva y no los tocaron. Rei lo retuvo todo lo que quiso. Después Alejandro se fue.
Y entonces fue el momento de la verdad. Sin tiempo de pensar ni de ponerse de acuerdo, Rei y su abogado, que es joven como yo, se dieron vuelta hacia nosotros, y fueron dos máscaras gesticulando grotescamente y gritándonos, desde la impunidad del otro lado del vidrio, “¡Aplaudan ahora, hijos de puta!”
Creo que hubo un momento de estupor, de silencio. Y luego sí, toda la bronca, el dolor de ver a Alejandro reducido a eso, nos estalló adentro y los puteamos. Pero ya estábamos en cuarto intermedio, los jueces se retiraban, había que desalojar la sala. Llorando, nos íbamos. Un policía corpulento nos iba empujando hacia la puerta. Y entonces el abogado que es joven como yo, y petiso y flaco, y que vestía un traje cremita que le quedaba grande hasta el ridículo, apareció detrás del policía, levantando la mano como si fuera a pegarnos, desde ahí, desde detrás del policía, y gritándonos quién sabe qué, porque ya no lo escuchamos más, ya todos gritamos y lloramos y no podíamos más.
Porque Alejandro es nuestro hermano, nuestro hijo, nuestro nieto, y le hicieron todo eso. Secuestrarlo en la panza de su mamá, hacerlo nacer en cautiverio, separarlo de Liliana cuando era un bebé, robarlo, mantenerlo engañado y lejos de su familia más de veinticinco años. Y también, ahora, lo ofrecieron como testigo, “ofrecieron” es la palabra, ahí, como en un sacrificio, para defensa de Rei. Pero no para que quede en libertad, eso no va a suceder, no importa lo que Alejandro haya dicho o cuántos minutos haya durado ese abrazo. Para que Rei pueda darse vuelta y gritarnos “¡Aplaudan ahora, hijos de puta!”.
Ése es su logro. Ésa es su victoria.
Ese abrazo.
Ésa es su más alta condecoración. Ese niño que les quitó a sus enemigos y que aún hoy, con la verdad a la luz, hace lo que él le dice que haga. Alejandro tiene que cargar un peso que ni el mismo Rei soporta. Mientras él, Rei, se deja llevar por su oratoria para confesar que Alejandro no es su hijo, Alejandro, adiestrado por él y por su abogado, se arriesga a diez años de prisión por falso testimonio para no negarlo como padre.
No, ni como un paquete ni como un perrito. Víctor Rei recibió a ese niño como una medalla y ayer, en el juicio, la quiso exhibir delante de todos nosotros. Pero Alejandro no es un pedazo de metal inanimado, y mientras Rei y su abogado nos enrostraban su triunfo en la audiencia, adentro, fuera de su mirada, en el lugar reservado a los testigos, Alejandro lloraba su confusión abrazado con Chela.
Mariana Eva Pérez, 28 de febrero de 2009
(Fuente:Rdendh).
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