POR DESAPARECIDOS DE LA DICTADURA
Después de casi 40 años de impunidad total, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) decidió denunciar formalmente al Estado brasileño por las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. Hasta ahora, la comisión de la OEA, con sede en Costa Rica, había lanzado alertas y redactado recomendaciones que, muy diplomáticamente, habían sido ignoradas por el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva y la Justicia federal brasileña.
El caso que juzgará la Corte Interamericana será el de 70 militantes del Partido Comunista de Brasil, desaparecidos entre 1974 y 1975. Eran miembros de un pequeño grupo guerrillero de no más de 80 hombres que se llamó Araguaia y fue rápidamente desbaratado por el ejército brasileño durante la primera mitad de los setenta. Uno de los pocos que sobrevivieron fue José Genuino, el ex presidente del Partido de los Trabajadores, fundado por Lula. Según la versión oficial de aquel momento, seis guerrilleros murieron en combate. Más adelante, los gobiernos democráticos elevaron esa cifra hasta 61 desaparecidos. Según la CIDH, fueron al menos 70.
En 1982, los familiares de los desaparecidos presentaron por primera vez una querella ante la Justicia federal. La causa tuvo que llegar hasta el Tribunal Supremo para poder avanzar en las investigaciones. Sin embargo, los obstáculos impuestos por las fuerzas armadas y la falta de una voluntad política contundente como para torcer el brazo castrense llevaron a la causa a una parálisis. En octubre pasado, la CIDH le recomendó al Estado brasileño que determine responsabilidades criminales por los desaparecidos, encuentre los restos para darles sepultura y no permita que la Ley de Amnistía frene los procesos penales.
Desde entonces, la prensa brasileña denunció que el ejército quemó documentos secretos de la dictadura y el ministro de Justicia, quien había pedido anular la Ley de Amnistía, no ha dado ningún paso concreto. Toda esa inacción, aseguró ayer la CIDH en su fallo, justifica el inicio de un juicio ante la Corte Interamericana.
Un mensaje para América latina
Por Juan E. Méndez y Javier Ciurlizza *
La condena a Fujimori representa algo más que el castigo merecido a quien prohijó a violadores de derechos humanos e instrumentalizó las altas esferas del poder para encubrir crímenes y prácticas corruptas. Representa un mensaje ético, jurídico y político al resto de América latina y al mundo. Lo ocurrido el pasado martes en Lima constituye, en resumen, un paso trascendental en la lucha contra la impunidad, cuyo análisis debe trascender fronteras.
Desde el plano estrictamente moral, la lucha de las víctimas de crímenes tan atroces como los de Barrios Altos y La Cantuta, así como el permanente reclamo de organizaciones de derechos humanos quedan reivindicados a partir de las palabras establecidas por el tribunal especial que lo juzgó. De igual manera, queda respaldada la labor de la Comisión de la Verdad y Reconciliación que en 2003 había señalado la responsabilidad personal del ex presidente. Su informe final había sido objeto de polémica, de manera similar al debate en donde muchos negaron con vehemencia las conclusiones del informe de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas en Argentina. Las sentencias judiciales, en este sentido, validan tesis morales y reiteran en ambos casos el mensaje del Nunca Más.
La voluminosa sentencia emitida –contenida en más de 700 páginas– entrega a la comunidad jurídica valiosas enseñanzas que sin duda repercutirán en la manera en que se examinan las posibilidades de un tribunal para sancionar a un superior jerárquico, que se suele excusar en su lejanía personal de los hechos concretos. El Tribunal señala con claridad que el encubrimiento deliberado de un crimen atroz implica la directa participación en dicho delito por parte del encubridor. La teoría de la autoría mediata, que había sido aplicada en el juicio a las juntas militares en 1985 y que es discutida hoy por los tribunales en toda América latina, adquiere una nueva dimensión.
A Fujimori se le condena no sólo en función de declaraciones y testimonios, sino por las consecuencias que tuvo la enorme concentración de poder expresada en el golpe de Estado que condujo personalmente en abril de 1992. El poder ilimitado conlleva responsabilidades ilimitadas y los argumentos de la defensa del ex presidente fueron desechados uno a uno por el tribunal al señalar que Fujimori decidió conducir personalmente las tenebrosas operaciones de su asesor Vladimiro Montesinos, dentro de las cuales se ubica la creación del grupo “Colina”, responsable de más de 50 crímenes contra los derechos humanos.
El proceso es tan importante como el resultado. El tribunal operó con plena transparencia y respetando irrestrictamente el derecho de defensa de Fujimori. Durante un mes, los jueces escucharon a la defensa y recibieron y analizaron debidamente todos los elementos de descargo que se presentaron. La publicidad del proceso contribuyó a que la sociedad peruana recibiera de primera y calificada mano un relato histórico de lo que fue el autoritarismo de los noventa y sus consecuencias nefastas en los derechos humanos.
Y es precisamente el enlace entre derecho e historia el que nos deja el principal mensaje político de la sentencia. Más allá de lo que se resuelva en la instancia de apelación, la condena a Fujimori envía un poderoso mensaje en dos vías. Por un lado, representa un síntoma de madurez del sistema democrático peruano –que enfrenta sin duda muchas dificultades–, llevando a los tribunales la determinación de problemas que antes se resolvían en la calle. Por otro lado, transmite a todos los gobernantes una inquietante pero saludable señal respecto de que el crimen desde el poder termina en sanción y que no hay tiempo que pase ni poder que se imponga sobre la justicia y la ley.
* Presidente del Centro Internacional para la Justicia Transicional y director adjunto para las Américas.
(Fuente:Rdendh).
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