15 de junio de 2009

LA CONVULSION DEL PERÚ PROFUNDO.

Manuel Martínez
Mostrando todavía más la diversidad de pueblos y culturas existentes en el Perú, esta vez no se trata de los/las campesinos/as quechuas o wankas que en décadas pasadas se alzaron y se organizaron contra los expropiadores de sus tierras.


Quienes hoy se han levantado, en este siglo XXI en el que predomina la vida urbana aquí y allá, son los/las awajun y wampis, dos “etnias” amazónicas tributarias de los jíbaros nunca conquistados ni por los incas ni por los españoles y que ahora luchan contra la conquista-expoliación de las transnacionales de hidrocarburos. Junto a ellos/ellas hay otros pueblos en rebelión: shawis, shipibos, cocama-cocamillas, arabelas, matchiguengas, etc. Sus nombres son prácticamente desconocidos, pero también impronunciables, no ya para algún periodista europeo que titula intencionalmente: “Matanza de policías en una protesta indígena en Perú” (El País, 07.06.09) sino para la burguesía y amplios sectores de la clase media peruana –tan mestiza con todos sus mestizajes negados– que imaginan materializar su ridícula occidentalidad en algún shopping de Miami, de esos que no existen en Lima.


Ellos y ellas, hombres y mujeres awajun y wampis, charapas siempre sumidos/as en el olvido, están hoy en el ojo de una tormenta cuyas turbulencias nunca imaginó el otrora “progresista” Alan García. Hombre fuerte de la Alianza Popular Antiimperialista Americana (APRA), se formó muy bien en la felonía histórica de ese partido que sin embargo supo tener mártires, y muchos, cuando luchaba contra tantas dictaduras que ensangrentaron al Perú tanto como finalmente lo hizo él: su primer mandato (1985-1990) tiene en su haber la masacre de presos políticos acusados de terrorismo en las cárceles de Lurigancho y El Frontón. En ese entonces era de centroizquierda, era populista y supuestamente inmaduro para la derecha peruana. Ahora, en su madurez, elegido como “el mal menor” en 2006, no dudó en apretar nuevamente el gatillo para masacrar a los pueblos originarios selváticos que se cruzaron en su camino de entrega y sumisión a las transnacionales petroleras. No como ironía sino como trágica expresión de la crisis de la política, el otro que apretó el gatillo fue Yehude Simon, Primer Ministro del gobierno peruano, ex izquierdista y ex preso político por “apología del terrorismo”: pagó su antigua relación con el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) nada menos que con ocho años y medio de cárcel condenado por un tribunal digitado por el dictador Alberto Fujimori. El rol de Simon: primer escudero de Alan García, es incluso más nefasto que el de su Presidente. Invita a una profunda reflexión sobre el significado del reciclaje de tantas figuras de izquierda: es evidente que la sensualidad del poder puede atropellar –por decir lo menos– tantas posturas combativas y principios esgrimidos. Simon está ahí, a la diestra del siniestro, está para servir, para ser sirviente; es parte fundamental de un gobierno que, al igual que sus antecesores, gestiona un Estado fallido con una acumulación de “hondos y mortales desencuentros”, como bien lo señalaba el antropólogo peruano Carlos Iván Degregori en los años 80. Hoy, cuando ha corrido tanta sangre, está muy claro que la llamada “mesa de diálogo” con los pueblos amazónicos, que debía implementar Simon en nombre del gobierno, era tan sólo una cruel maniobra política mientras se preparaba la balacera.


La magnitud de la masacre del 5 de junio, a la que se suma la vendetta policial, que para saciar su sed de venganza sacó heridos de los hospitales para matarlos, arrojando sus cuerpos al río o cremándolos, tal como dan cuenta diversos medios alternativos, no sólo muestra la fibra genocida –en este caso etnocida– del gobierno aprista sino también el carácter mismo del Estado peruano, efectivamente fallido, roto, que sólo existe para los pueblos originarios cuando se trata de expoliarlos y que descarga sus ráfagas asesinas cuando esas “minorías” enfrentan sus atropellos. Es evidente que la fractura existe, o que nuevamente se manifiesta confirmando el fracaso histórico de las clases dominantes y de sus castas políticas. Tanta es la fragilidad del Estado que una “minoría étnica” –que en sus territorios selváticos no llega a 500.000 personas– puede convulsionar a todo un país de más de 28 millones de habitantes. En la base de esto está la negación de la diversidad real del Perú, donde –como en otros casos de este continente– se pretende igualar todo desde arriba, desde la impostación de una cultura occidental tan necesaria para imponer la devastadora explotación capitalista. Se acusa a esta “minoría” nada menos que de “egoísmo” por defender sus territorios ancestrales y los recursos naturales existentes en el subsuelo. Se ha pretendido una ridícula ingeniería social para “acomodar” a las poblaciones nativas con el fin de que los pulpos multinacionales de hidrocarburos puedan hacer lo suyo, destruyendo la naturaleza y la vida. Pero es evidente que los poderosos, masacre de por medio, agitando además una supuesta “conspiración internacional” contraria al “desarrollo” del Perú, no han logrado imponerse. Al contrario, al intentarlo han desatado una nueva crisis política cuya dinámica es por ahora imprevisible, más aún cuando no ya tal o cual “minoría” sino la inmensa mayoría del pueblo trabajador, en uno u otro lugar del país, se está movilizando en repudio al gobierno. La solidaridad con los pueblos amazónicos se expresó el jueves 11 de junio en una jornada nacional de protesta convocada por diversas organizaciones obreras, campesinas, estudiantiles, barriales y culturales. Los pueblos originarios, de norte a sur, en los Andes y en la Amazonía, nuevamente responderán al mandamás de turno, a su TLC y a sus crímenes. Una vez más se unirán “todas las sangres”, tal como lo soñó José María Arguedas cuando hurgaba en el Perú profundo e imaginaba el socialismo mágico.
(Fuente:Argenpress).

No hay comentarios: