12 de agosto de 2009

ENTRE RÍOS: LAS VÍCTIMAS DEL REPRESOR VALUSSI.

Una difícil cronología de hechos Horacio Alberto Valussi, uno de los represores que secuestró a Fernando Piérola Gustavo Piérola.


María Julia Morresi y Fernando

El represor Horacio Alberto Valussi falleció la semana pasada en Resistencia. El ex integrante del Servicio de Inteligencia de Ejército estaba detenido con prisión domiciliaria y había sido integrante de la patota que el 20 de octubre de 1976 secuestró en Misiones a los entrerrianos María Julia Morresi y su esposo Fernando Piérola, que luego fue asesinado en la Masacre de Margarita Belén.

–Vamos, te muestro la Universidad. Con Fernando, salíamos de la Embajada de Entre Ríos, su residencia estudiantil, camino a su nuevo lugar de estudios, la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional del Nordeste (UNNE), a unas pocas cuadras de allí.

–No, vayan ustedes –contestó Juan Nin, otro entrerriano, ante la invitación de Fernando
–. ¡Me quedo a terminar un trabajo!
Tirado en su cama aérea, quedó también otro entrerriano Cucho Torrent.Eran cerca de las ocho de la noche, el sol chaqueño comenzaba a caer para el lado del magnífico Impenetrable. Con apenas 17 y 19 años gozábamos de una juventud que desbordaba energías.

Las pocas cuadras que nos separaban de nuestro destino, fueron un torrente de preguntas y preguntas deseosas de saber sobre la nueva vida de mi hermano mayor.
–¡Qué cantidad de mujeres!
–Sí, muchas, demasiadas para poder estudiar.
–¿Alguna en especial?
–Sí, ya la vas a conocer.

La Universidad me pareció enorme. Fernando demostraba cada vez más ansiedad por mostrar a su hermano menor los pormenores de su incipiente vida universitaria.
–Aquella es la futura Biblioteca, Arquitectura está más adelante, por allá, atrás está el club, las piletas, la cancha de rugby.
–Hablando de rugby, ¿ya empezaste a jugar?
–Sí, la semana pasada jugué mi primer partido con los correntinos.
–¿Y?
–Nos mataron.

Caminábamos muy entusiasmados, cuando algo me llamó la atención.
–¿Y eso?

Me salió esa expresión porque parecía eso, un auto solo por las calles internas de la UNNE.Fernando se rió, entendiendo lo que estaba pasando.
–¿No lo ves?
–¿A quién?

En ese instante me di cuenta que apenas asomaba la cabeza de un pendejo al volante.
–¿Cómo lo dejan?
–No lo dejan, pero ya lo vas a conocer, es un enano maldito.
–¿Quién es?
–El hijo de Morresi.
–¿Del amigo del viejo?
–Sí, exactamente.

Al volante iba el Hongo Morresi, que debía tener unos 12 años y le afanaba el Falcon al viejo para iniciarse en las aventuras del manejo.

El padre de semejante pichón de personaje, don Aldo Morresi, era profesor de Historia en la UNNE y un gran amigo de don Héctor, nuestro padre; en Paraná juntos habían vestido las camisetas de Echagüe y de Entre Ríos en los primeros polvos de ladrillo del baloncesto provincial. Cuestiones de trabajo, lo habían llevado a instalarse en las tierras del Quebracho. En ese momento era una de las autoridades de la UNNE y con su familia vivían en una casa ubicada en el corazón del complejo universitario.

Irma, su mujer, Graciela, María Julia y el enano-chofer formaban una de las conocidas familias de la sociedad de Resistencia.
–¿Estudia con vos?
–No, no seas apurado, ya la vas a conocer.
–¿Y la Rusa?
–Bueno, está lejos.

Caminábamos en dirección de la casa de esta familia, que había quedado un poco de tutor de los estudios de Fernando.

En esos momentos, metros antes de llagar, aparece en la galería de la casa, una petisa con un lomito de muñeca, con muy poca ropa, propia de la edad y el clima chaqueño.

Cuando vi la cara de Fernando, sonriendo pícaramente, me di cuenta, que a ese cuerpito, apuntaban sus hormonas.
–Fer…
–Callate, hola María Julia, ¿está tu viejo?
–No, debe estar en su oficina.

La enana me miraba como diciendo y este bicho quién es. Para esa altura, mis hormonas estaban en una pelea a muerte con las de Fernando. Pero enseguida me di cuenta, por como le movía el culo al flaco, que era una batalla perdida.
–Este es mi hermano, el Pato.

Aquel brillo en los ojos de ambos, aquel coqueteo primaveral, los llevó a la unión definitiva en un hermoso matrimonio que más adelante la barbarie humana rompería, como rompió con todo lo hermoso que pudieron destruir.

Aquellas aulas, aquella energía juvenil, aquella vida estudiantil, fue gestando un profundo amor que aún perdura aunque no estén juntos.

De toda esta pasión acumulada, fue madurando una rebeldía creciente, la necesidad urgente de pelear por un sueño, la sana y explosiva fuerza de quienes quieren entregar todo por los demás. Así fueron ellos, y así crecieron políticamente, junto a toda una generación, desde las bases mismas del amor.

Fue pasando el tiempo, una difícil cronología de hechos que no les impidió seguir el camino elegido, fue duro, muy duro, Juventud Universitaria Peronista (JUP), Montoneros, dejar sus estudios, replegarse sin dejar la militancia a Corrientes, luego a Misiones.
–Chicos, tienen que irse a zonas más alejadas, la cosa viene cada vez más pesada, el golpe está muy cerca, en el nordeste los conocen demasiado.
–No podemos, si nos vamos, varios compañeros quedarán desenganchados y eso sería peligroso para ellos.

Aquel 20 de octubre, una patota militar comandaba el operativo conjunto con Gendarmería, las policías chaqueña, correntina y misionera, e irrumpía en un barrio de la ciudad de Posadas. Rodearon la casa donde residía esta pareja de jóvenes militantes.

El capitán Amado Miguel Hornos, detrás de un camión del Ejército, daba las órdenes. “Nunca se sabe las armas que tienen estos zurditos”, gritaba.

Junto a él, estaba un tal Valussi, un paramilitar que mascaba odio y la bestialidad de quien se cree un Dios todopoderoso al frente de cientos de mercenarios del Ejército sanmartiniano. El enemigo, una pareja de revolucionarios.
–Dale Valussi, dale la orden a los tuyos.

Pasaron las torturas, la cárcel y el macabro fusilamiento de esa peligrosa juventud en Margarita Belén.

Se quebraron amores, sueños, esperanzas, jardines y muchas flores.

Los Piérola, seguimos llegando al suelo chaqueño, nunca lo dejamos y no dejaremos de hacerlo hasta que desenterremos, no sólo a Fernando sino a toda esa juventud que actuó a la altura de su grandeza, a esa generación que alimentó las historias de una militancia de entrega y amor. No pararemos hasta reconstruir toda esa historia de alegría y coraje y que los que esconden y se esconden, salgan a la luz.
–Está la Petisa.
–¿María Julia?
–Sí, llegó ayer de México y estará unos días, después se va a Córdoba a ver a su hija.

Recién llegábamos de suelo entrerriano, para seguir tareas pendientes en este largo camino de investigación, porque si no lo hacemos los familiares y compañeros, no lo hace nadie. La justicia sigue ciega, sorda y muda.

Apenas terminó el comentario de Magi, tomamos el teléfono y la ubicamos. Al rato, estábamos con María Julia, abrazados, recuperando ansiosos, la distancia y el tiempo perdido.
–María Julia, tenés que ponerte a escribir toda la historia de ustedes. Te debés, le debés, nos debés, relatar hasta el último minuto que vivieron juntos con el Flaco.

El pedido de María Luz, llegaba muy profundo, desde el amor que los unió, hasta la última separación física por estos señores de la muerte.
–Mientras vivamos, escarbaremos y escarbaremos hasta armar la historia. A nuestra historia debemos escribirla nosotros, no un historiador con buenas intenciones décadas adelante –acotó.


Entre promesas y promesas de seguir ese camino surgió uno de esos nombres que dan vueltas y vueltas en esta cruel escena de la represión chaqueña. Uno de esos señores que sembraron el terror y la sangre de miles de argentinos, que robaron, torturaron y asesinaron a toda una pensante y constructiva generación de argentinos. Ese señor, como muchos otros, hoy sigue sin pagar sus culpas. Todavía hoy, aunque derogadas, ese señor y esas patotas del poder, siguen beneficiándose con las leyes más siniestras que ha escrito la historia argentina. La obediencia debida y el punto final han escondido y esconden en las sombras de la sociedad a aquellos que rompieron las puertas de los hogares, que violaron, que asesinaron, que robaron desde niños hasta la última licuadora de los estantes.


Estos señores, tenientes, capitanes, macabros jóvenes del momento, son quienes han conducido posteriormente y aún conducen los destinos de estas tropas de cerebro lavado y mercenario, hasta que algún día la democracia sea democracia y los uniformes sean argentinos y no una casta de asesinos al servicio del poder local e internacional.
–Valussi, ese fue uno de los que nos fue a buscar a Misiones, nos llevó a Corrientes y nos trajo a Resistencia.
–Pero ese ni en la causa está.
–Pero sabés cuántos faltan, pensás que esta Justicia va ha hacer algo, con personajes como Roberto Domingo Mazzoni y Carlos Flores Leyes, cómplices del fusilamiento y aún en actividad, con un juez como Carlos Skidelsky que te sonríe, te da café y no hace nada.
–¿Te acordás de las huellas?
–Qué huellas? –preguntó María Julia.
–Dos huellas digitales de los posibles NN, que encontró Goyita, leyendo la causa y que el juez ni sabía que existían, único caso en el país.
–Che, Petisa, tenemos que meterlos de a uno en la causa, por lo menos eso.
–Les prometo que aunque sea desde México lo voy a hacer.
–¿Qué será de la mala vida de este señor?
–Debe andar paseando por las calles de Resistencia, como todos los demás.
–Petisa, ¿te animás a que lo ubiquemos y de frente mar le preguntamos por Fernando?
–Animar, me animo, pero Gustavo, éste era de los pesados, pesados, daba miedo.
–Sí, ya se, eran pesados y matones pero con todo el Ejército atrás.
–Vamos a verlo.
–¿Te parece?
–Sí.


Al otro día, teníamos la dirección del señor Beto Valussi. Lo que llama la atención es que vive a cuatro cuadras de la plaza central de Resistencia. Uno de los asesinos más temibles, jerarca de las patotas del Estado, de los que escupió con soberbia toda humanidad existente. Ese señor vive en el medio de una sociedad que aún no despierta del miedo, que todavía se niega a entender que si no se condena la barbarie, se condena a sí misma.
–Vos, María Julia, quedate en el auto, yo voy a verlo.


Una de las tantas mujeres víctimas de la sanguinaria trayectoria del personaje que pronto vería, quedó en el auto, enfrente de la casa, en calle Italia, frente al Colegio Don Bosco.

No puedo negar los nervios, la ansiedad de llegar a ver la cara de quien había sido uno de los principales responsables de la detención y tortura de Fernando y María Julia y del posterior asesinato del Flaco y de muchos otros jóvenes revolucionarios, aquella madrugada del 13 de diciembre de 1976 en Margarita Belén.


En esos cortos metros que parecieron interminables se me presentaron imágenes confusas con Fernando torturado, primero en la casita de Posadas, luego tres días colgado de los pies en el Regimiento 9 de Corrientes, después en la Brigada de Investigaciones de Resistencia y en el comedor de la Alcaidía, terminando la maestra obra de terror en aquel heroico enfrentamiento en Margarita Belén.


Y me imaginé muchas caras. Recordaba las recientes palabras de María Julia: “Era de los peores, sin ningún tipo de escrúpulos”.


Y seguía recordando. Este hombre apagaba los cigarrillos en el cuerpo colgado de Fernando. Este ciudadano chaqueño le ató con alambre las manos y los pies hasta desangrarlo, antes de fusilarlo cobardemente a quemarropa. No fue solo a él, pero en esos instantes tenía solamente la imagen de Fernando. Por el otro lado, tampoco fue responsable solamente quien vería, pero mis pensamientos se concentraban en los dos. El hermoso rostro de mi hermano y un patético rostro desconocido.Golpeé aquella puerta grande y blanca, en el centro de una casa color cárcel, sin verdes, sin vida. Tal vez por esa puerta aparecía la muerte.No fue así, después de insistir, me dirigí a un vecino para confirmar la dirección y la vivienda del señor Valussi. No llegué a preguntarle. Una de las ventanas de aquella cárcel se entreabrió lentamente, muy grande, de hierro, muy segura, sobre un pequeño balcón a la altura de mi cabeza. Hacia allí me dirigí.


Los pocos centímetros que se abrieron fueron suficientes para ver la figura que mostraba ese esperado rostro.


No vi un asesino, no vi un sanguinario, no era el rostro imaginado de un torturador, de alguien que ha violado mujeres encadenadas; vi un anciano de pelo y bigotes blancos, con una boina de abuelos en la plaza, vi una figura pálida y sumisa.
–¿Aquí es lo de Valussi?
–¿Qué quiere?
–¿Beto Valussi?


Sin contestar, aquella triste figura, preguntaba:
–¿Vos quién sos?
–Mi nombre es Gustavo Piérola soy hermano de Fernando, ¿lo recuerda?
–Estoy con María Julia Morresi, su esposa, ¿la recuerda?


Un sí muy corto fue la respuesta.
–¿Qué quieren?
–Hablar con usted.
–¿De qué?


Mientras hablaba con el hombre que había detenido, torturado, asesinado y escondido el cuerpo de mi hermano, me llamó mucho la atención todo el escenario detrás de este señor del miedo: todo oscuro, muy oscuro; una casa que debía ser de espacios muy amplios, aunque no se veía nada para adentro. La realidad que se observaba lo hacía más tétrico, más lúgubre.


Mientras él me investigaba, mis pensamientos querían meterse en esa cueva, pero fue imposible, detrás de este ex temible sujeto, nada se podía ver, no había una mínima luz, ni una mísera vela lo acompañaba. Todo era siniestro, seguramente como su propia y total vida.
–Usted sabe para qué. Estamos buscando el cuerpo de Fernando y usted sabe donde está, si nos ayuda, María Julia no hará algunas denuncias pendientes, que seguramente le traerán problemas hasta sus últimos días.
–Yo no tengo nada que decir, aparte estoy operado y enfermo.


En ese momento, cuando empezaban a aflorar los nervios propios de los negros recuerdos, apareció suavemente desde atrás, desde esa fúnebre noche donde habita, desde esa cueva macabra, el rostro de una mujer que empezó a tirarlo hacia adentro, hacia el interior de su muerte misma.
–Vamos, vamos, metete adentro que estás enfermo.


Y así, poco a poco, la figura de la mujer primero y luego de este señor de los tormentos se fueron perdiendo en la oscuridad de esa habitación, vacía de vida, seguramente llena de los recuerdos de las torturas de su propia conciencia; de muertes propias, obra de sus siniestras manos, que han escrito muchas historias de sangre, como ésta, historias que ni siquiera podrán contar a sus propios hijos y nietos, historias que solo podrán ser contadas entre ellos, en los sombríos y grises cuarteles; historias que llevan el miedo propio de la peor culpa, una culpa cargada de la sangre de una juventud heroica y comprometida, que tenía el corazón lleno de sueños para una vida digna, para un pueblo digno; una culpa que lleva el sello de su paga, la que solo los motiva, la del dinero que les llega por su obra, migajas de dinero para que los dueños del dinero generen más dinero, dinero que les sirve para vivir, como viven, en la oscuridad de sus propias pesadillas.


Nosotros tenemos la luz y podemos contar las historias, y lo estamos haciendo, con Justicia o sin ella; con esta luz peleamos y lo seguiremos haciendo; no nos mueven monedas de sangre, nos mueven banderas e ideales que estos señores del poder nunca podrán apagar.


Las historias de los Fernandos, los Carlos, los José, las Julias, las Gracielas, las Marías serán contadas de frente a las nuevas generaciones, no tienen nada que esconder.Historias como la de aquella galería, en aquella casa, en el corazón universitario, historias de amor y brillo, como la de María Julia y Fernando, seguirán germinando día a día, porque están alimentadas por un amor constante, que ellos nunca conocieron, ni conocerán.


Ellos, los Valussi, hasta el día que su opaca vida se termine, seguirán atendiendo por la ventana, con el miedo propio de 30.000 soles que quisieron apagar y seguirán viviendo inertes con el fondo lúgubre de su propia y bien ganada oscuridad.
(Fuente:Rdendh-Analisisdigital).

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