Por Álvaro Cuadra
La figura del ex presidente Eduardo Frei, tanto como la del joven diputado señor Marco Enríquez Ominami representan, en estricto rigor, dos rostros concertacionistas. Es cierto, el primero de ellos se inscribe en la tradición más conservadora del conglomerado oficialista, mientras que MEO irrumpe como un ácido crítico del establishment de la Concertación. Ambos conforman el cara y sello de la coalición en el gobierno y su enfrentamiento electoral no hace sino poner en la escena pública las tensiones, fisuras y contradicciones que la han acompañado desde su origen mismo.
A lo largo de dos décadas, hemos asistido a una serie de roces y discordias entre las diversas tendencias que han dado vida a la Concertación de Partidos por la Democracia. Si bien, durante los primeros años, tales desavenencias se mantuvieron en un nivel de baja intensidad, éstas se fueron acrecentando a medida que el fantasma de la dictadura quedaba en el pasado y la coalición comenzó a mostrar signos de desgaste.
La era de la presidenta Bachelet ha sido, sin duda, el momento más crítico para este conglomerado. Muchos parlamentarios díscolos terminaron, finalmente, por alejarse de sus filas, sea hacia la derecha o a la izquierda del espectro político. Los argumentos de los disidentes no difieren mucho entre ellos y se resumen en la idea de una agrupación política que ha perdido su razón de ser. Tras casi dos décadas en el poder, el balance no es alentador.
Todos los díscolos coinciden en su crítica: prácticas de cúpulas convertidas en mafias partidistas que actúan al margen de las mayorías y que han convertido el aparato público en un espacio para su propio beneficio. El tenor de la crítica ha sido duro, a ratos despiadado, en que los términos recurrentes han sido: corrupción e ineficiencia, entre otros. Lo que resulta evidente de todo ello es que, en efecto, una asociación de partidos nacida para restituir la democracia en el país y propender a una sociedad más equitativa, no ha estado a la altura.
Para alegría de la derecha, hoy asistimos, por vez primera, a un proceso electoral en que se presenta una Concertación bicéfala devorándose a sí misma. De acuerdo a las cifras disponibles, ambas candidaturas concertacionistas se encuentran virtualmente empatadas en primera vuelta. Aunque en política nada es definitivo, las declaraciones del comando de MEO no dejan lugar a duda alguna: “No hay nada que negociar. La suerte está echada”. Así las cosas, de no ocurrir algo imprevisto fuera de todo cálculo, la posibilidad de que la derecha tradicional llegue al gobierno ha dejado de ser política ficción. Estamos frente a una situación en la cual, la Concertación ha lanzado una moneda al aire que puede ser cara o sello: la paradoja estriba en que cualquiera sea el resultado, siempre pierde la apuesta.
A lo largo de dos décadas, hemos asistido a una serie de roces y discordias entre las diversas tendencias que han dado vida a la Concertación de Partidos por la Democracia. Si bien, durante los primeros años, tales desavenencias se mantuvieron en un nivel de baja intensidad, éstas se fueron acrecentando a medida que el fantasma de la dictadura quedaba en el pasado y la coalición comenzó a mostrar signos de desgaste.
La era de la presidenta Bachelet ha sido, sin duda, el momento más crítico para este conglomerado. Muchos parlamentarios díscolos terminaron, finalmente, por alejarse de sus filas, sea hacia la derecha o a la izquierda del espectro político. Los argumentos de los disidentes no difieren mucho entre ellos y se resumen en la idea de una agrupación política que ha perdido su razón de ser. Tras casi dos décadas en el poder, el balance no es alentador.
Todos los díscolos coinciden en su crítica: prácticas de cúpulas convertidas en mafias partidistas que actúan al margen de las mayorías y que han convertido el aparato público en un espacio para su propio beneficio. El tenor de la crítica ha sido duro, a ratos despiadado, en que los términos recurrentes han sido: corrupción e ineficiencia, entre otros. Lo que resulta evidente de todo ello es que, en efecto, una asociación de partidos nacida para restituir la democracia en el país y propender a una sociedad más equitativa, no ha estado a la altura.
Para alegría de la derecha, hoy asistimos, por vez primera, a un proceso electoral en que se presenta una Concertación bicéfala devorándose a sí misma. De acuerdo a las cifras disponibles, ambas candidaturas concertacionistas se encuentran virtualmente empatadas en primera vuelta. Aunque en política nada es definitivo, las declaraciones del comando de MEO no dejan lugar a duda alguna: “No hay nada que negociar. La suerte está echada”. Así las cosas, de no ocurrir algo imprevisto fuera de todo cálculo, la posibilidad de que la derecha tradicional llegue al gobierno ha dejado de ser política ficción. Estamos frente a una situación en la cual, la Concertación ha lanzado una moneda al aire que puede ser cara o sello: la paradoja estriba en que cualquiera sea el resultado, siempre pierde la apuesta.
Álvaro Cuadra es investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados. ELAP/ ARCIS.
(Fuente:Argenpress).
No hay comentarios:
Publicar un comentario