Hay ocasiones -decía Carlos Marx- en que los sectores dominantes llegan a tales niveles de degradación ética que hasta la propia legalidad les parece subversiva. Sin duda, no se trataba sólo de un retrato de la turbulenta época en que le correspondió reflexionar a este lúcido progenitor de las ciencias sociales. También era un pronóstico de largo plazo que entrañaba una aguda observación premonitoria relacionada con las dinámicas del sistema de acumulación por él criticado.
En efecto, el debilitamiento del Estado, las aceleradas globalizaciones de los flujos financieros y de las comunicaciones, la gigantesca ola consumista, la racionalidad instrumental medio-fin (Weber) y el perverso individualismo metodológico, que atrapó a una parte de la sociedad en las vacuidades novedosas del pensamiento posmoderno, ha conducido a un transitorio congelamiento de las expectativas democráticas por una sociedad más ética, más igualitaria y respetuosa de las diferencias. Y en su lugar ha puesto en la escena fulgurante de los medios el paradigma de la competencia, una praxis lujuriosa del libre mercado en el que la regla de oro es, sencillamente, que no hay reglas y que en su más prístino significado traduce: “sálvese quien pueda”.
La paradoja es que casi siempre esa “competencia” no es entre iguales, sino que se reduce al pulso librado entre un opulento magnate (léase país, banco o multinacional) bien dormido y bien comido y un famélico individuo sin reflejos (léase país, empresa o ciudadano), publicitada por las tecnocracias transfronterizas como panacea para asegurar la “confianza inversionista”.
La sociología jurídica moderna, en especial aquella que tiene que ver con la formación de las leyes, visibiliza las costuras del modelo competitivo e indica cómo a partir de la vigencia del Consenso de Washington –pivote de la globalización neoliberal-, los ordenamientos legales son diseñados por los abogados de las corporaciones transnacionales en las reuniones de los países poderosos cuyo objetivo es la maximización de utilidades. Flexibilización, exenciones, subsidios, garantismo corporativo, son figuras inscritas en la matriz del nuevo sistema mundial, pues el progreso anunciado al final no consiste en un esfuerzo común por desplazar la pobreza o las fronteras de la escasez, sino en juegos que no sumen nada porque una parte debe pagar lo que otros ganan.
Hay que recordar que los países desarrollados, que abrigan el 21% de la población mundial, controlan el 78% de la producción de bienes y servicios y consumen el 75% de toda la energía generada (1). En ese escenario en el que la economía subordina a la política, los mandatarios tercermundistas, cual autómatas secuenciales, cumplen acríticamente el papel de legitimar ante sus parlamentos los intereses del mercado mundial para el usufructo de los recursos nacionales, en enmascarados procesos que desembocan a mediano plazo en macrocrímenes (biológicos, ambientales, económicos, culturales, militares o políticos) disfrazados como contingencias de la crisis para facilitar la “cohesión social”.
En estas circunstancias, los resquicios por los que se refina el crimen de cuello blanco y, aún, la pequeña y mediana industria de la delincuencia -que así entrecruza sus planos con el poder legítimo-, son múltiples. Pero los principales están en los respiraderos móviles y en las falsas barreras de las nuevas leyes, facilitadoras y propiciadoras de impunidad y privilegios. “Nunca antes los criminales habían sido tan globales, tan ricos ni tan políticamente influyentes” (2) advierte Moisés Naim, editor de la acreditada revista Foreing Policy. Para quien estas elites corruptas representan un poder económico que mueve el diez por ciento del comercio mundial.
En esa misma línea ilustrativa, muchos años después de su deceso el notable dramaturgo alemán Berthold Brecht (“Pero, ¿cómo puedo comer y beber cuando le arranco al hambriento lo que como, y mi vaso de agua le falta a un sediento?”), vería -en el contexto de la crisis financiera mundial del siglo XXI- hecho realidad su apotegma moral sobre la similitud delictual entre crear un banco y atracarlo.
Esa realidad transnacional que, a todas luces resulta aplastante para los países pobres y decepcionantes para los espíritus frágiles, es transvasada en apropiadas dosis a nuestra cultura institucional. Colombia, en lo que va corrido de este siglo ha metabolizado modelos depredadores, normatividades complacientes y jurisprudencias exculpatorias que, de alguna manera, son extrañas a nuestra personalidad histórica y que generan las condiciones de exclusión y fractura social en que se asienta el modelo de desarrollo violento actualmente en boga.
La apropiación de estas concepciones ha entrañado para el país la profundización de irritantes desequilibrios sociales, que se expresan tanto en los factores de concentración de la riqueza y las oportunidades, como en una rampante corrupción de las elites en el poder. El gobierno neoconservador del presidente Uribe Vélez, pese a las estrategias mediáticas para ocultar su descomposición ética, no ha logrado taponar la filtración semanal de frecuentes hechos de venalidad desde el primer día de gobierno en que designó al hoy sujeto procesal Fernando Londoño Hoyos como ministro del Interior hasta el escándalo de este mes “Agro Ingreso seguro”, programa que ha repartido 1,4 billones de pesos, especialmente a familias terratenientes multimillonarias, con fuertes lazos políticos y partidistas con el gobierno.
El Instituto del Pensamiento Liberal, bajo el título de “El Frenesí del Poder” (3) publicó entre los años 2003 y 2007 una investigación en dos folletos con la antología de los actos de corrupción de la administración Uribe Vélez, en la que se registran más de 167 conductas delictuales, que en su momento causaron asombro. Y en la serie “El embrujo autoritario” (4), la Plataforma Colombiana de Derechos Humanos, consigna una amplia reseña de los favorecimientos, apropiaciones violentas de tierras, desplazamiento de campesinos y violación de derechos. Pero aún no habían aparecido en escena las “Chuzadas” y el espionaje del DAS ni los “falsos positivos”, eufemismo para disfrazar las ejecuciones extrajudiciales de jóvenes campesinos a manos de la Fuerza Pública, ni el cohecho notarial de la presidencia ni las macabras revelaciones de los jefes paramilitares, ni las zonas francas de la familia presidencial, ni el estudio del investigador Luís Jorge Garay sobre la contrarreforma agraria que despojó a los campesinos colombianos de 5.5 millones de hectáreas de tierras productivas.
No obstante, Uribe Vélez a través de diversas modalidades de control social y con el ejercicio simbólico de ritos de sacralización, jerarquización, compasión y miedo, ha sustraído su figura a las constantes sindicaciones. Salvar responsabilidades y adjudicarlas a construcciones ilusorias de sus adversarios, o restarles importancia mediante la activación de sorpresivas bombas de humo con las que hábilmente encubre el hecho precedente, es una característica de su estilo de gobernar.
Según la tradición constitucional, el gobierno lo conforman el Presidente y sus ministros. Ello implica que la responsabilidad política está en cabeza del jefe del gobierno. De no ser que los propios colombianos ejerzamos una suerte de “voto castigo” a la conducta presidencial, sólo la Corte Penal Internacional, como mecanismo de la Justicia global podría asumir el juzgamiento de la responsabilidad política del mandatario. Una sabia sentencia árabe dice: “Los heraldos que tocan a tú puerta tú los has llamado y no te has dado cuenta”.
Notas:
1) Santos, Boaventura de Souza (2006) La caída del Angelus Novus. Ilsa, Universidad Nacional de Colombia
2) Naim, Moisés (2006) Ilícito, Debate editorial.
3) Instituto del Pensamiento Liberal (2005/2007) El Frenesí del Poder. Sherditores IPL
4) Plataforma colombiana de DD.HH., (2003/04/05/06/07) www.plataformacolombiana.org
Alpher Rojas Carvajal es analista político, Investigador social y Director de la Corporación de Estudios Sociopolíticos y Culturales Colombia Plural.
Foto: Colombia - Álvaro Uribe Vélez, presidente de la República. / Autor: César Carrión - SP
En efecto, el debilitamiento del Estado, las aceleradas globalizaciones de los flujos financieros y de las comunicaciones, la gigantesca ola consumista, la racionalidad instrumental medio-fin (Weber) y el perverso individualismo metodológico, que atrapó a una parte de la sociedad en las vacuidades novedosas del pensamiento posmoderno, ha conducido a un transitorio congelamiento de las expectativas democráticas por una sociedad más ética, más igualitaria y respetuosa de las diferencias. Y en su lugar ha puesto en la escena fulgurante de los medios el paradigma de la competencia, una praxis lujuriosa del libre mercado en el que la regla de oro es, sencillamente, que no hay reglas y que en su más prístino significado traduce: “sálvese quien pueda”.
La paradoja es que casi siempre esa “competencia” no es entre iguales, sino que se reduce al pulso librado entre un opulento magnate (léase país, banco o multinacional) bien dormido y bien comido y un famélico individuo sin reflejos (léase país, empresa o ciudadano), publicitada por las tecnocracias transfronterizas como panacea para asegurar la “confianza inversionista”.
La sociología jurídica moderna, en especial aquella que tiene que ver con la formación de las leyes, visibiliza las costuras del modelo competitivo e indica cómo a partir de la vigencia del Consenso de Washington –pivote de la globalización neoliberal-, los ordenamientos legales son diseñados por los abogados de las corporaciones transnacionales en las reuniones de los países poderosos cuyo objetivo es la maximización de utilidades. Flexibilización, exenciones, subsidios, garantismo corporativo, son figuras inscritas en la matriz del nuevo sistema mundial, pues el progreso anunciado al final no consiste en un esfuerzo común por desplazar la pobreza o las fronteras de la escasez, sino en juegos que no sumen nada porque una parte debe pagar lo que otros ganan.
Hay que recordar que los países desarrollados, que abrigan el 21% de la población mundial, controlan el 78% de la producción de bienes y servicios y consumen el 75% de toda la energía generada (1). En ese escenario en el que la economía subordina a la política, los mandatarios tercermundistas, cual autómatas secuenciales, cumplen acríticamente el papel de legitimar ante sus parlamentos los intereses del mercado mundial para el usufructo de los recursos nacionales, en enmascarados procesos que desembocan a mediano plazo en macrocrímenes (biológicos, ambientales, económicos, culturales, militares o políticos) disfrazados como contingencias de la crisis para facilitar la “cohesión social”.
En estas circunstancias, los resquicios por los que se refina el crimen de cuello blanco y, aún, la pequeña y mediana industria de la delincuencia -que así entrecruza sus planos con el poder legítimo-, son múltiples. Pero los principales están en los respiraderos móviles y en las falsas barreras de las nuevas leyes, facilitadoras y propiciadoras de impunidad y privilegios. “Nunca antes los criminales habían sido tan globales, tan ricos ni tan políticamente influyentes” (2) advierte Moisés Naim, editor de la acreditada revista Foreing Policy. Para quien estas elites corruptas representan un poder económico que mueve el diez por ciento del comercio mundial.
En esa misma línea ilustrativa, muchos años después de su deceso el notable dramaturgo alemán Berthold Brecht (“Pero, ¿cómo puedo comer y beber cuando le arranco al hambriento lo que como, y mi vaso de agua le falta a un sediento?”), vería -en el contexto de la crisis financiera mundial del siglo XXI- hecho realidad su apotegma moral sobre la similitud delictual entre crear un banco y atracarlo.
Esa realidad transnacional que, a todas luces resulta aplastante para los países pobres y decepcionantes para los espíritus frágiles, es transvasada en apropiadas dosis a nuestra cultura institucional. Colombia, en lo que va corrido de este siglo ha metabolizado modelos depredadores, normatividades complacientes y jurisprudencias exculpatorias que, de alguna manera, son extrañas a nuestra personalidad histórica y que generan las condiciones de exclusión y fractura social en que se asienta el modelo de desarrollo violento actualmente en boga.
La apropiación de estas concepciones ha entrañado para el país la profundización de irritantes desequilibrios sociales, que se expresan tanto en los factores de concentración de la riqueza y las oportunidades, como en una rampante corrupción de las elites en el poder. El gobierno neoconservador del presidente Uribe Vélez, pese a las estrategias mediáticas para ocultar su descomposición ética, no ha logrado taponar la filtración semanal de frecuentes hechos de venalidad desde el primer día de gobierno en que designó al hoy sujeto procesal Fernando Londoño Hoyos como ministro del Interior hasta el escándalo de este mes “Agro Ingreso seguro”, programa que ha repartido 1,4 billones de pesos, especialmente a familias terratenientes multimillonarias, con fuertes lazos políticos y partidistas con el gobierno.
El Instituto del Pensamiento Liberal, bajo el título de “El Frenesí del Poder” (3) publicó entre los años 2003 y 2007 una investigación en dos folletos con la antología de los actos de corrupción de la administración Uribe Vélez, en la que se registran más de 167 conductas delictuales, que en su momento causaron asombro. Y en la serie “El embrujo autoritario” (4), la Plataforma Colombiana de Derechos Humanos, consigna una amplia reseña de los favorecimientos, apropiaciones violentas de tierras, desplazamiento de campesinos y violación de derechos. Pero aún no habían aparecido en escena las “Chuzadas” y el espionaje del DAS ni los “falsos positivos”, eufemismo para disfrazar las ejecuciones extrajudiciales de jóvenes campesinos a manos de la Fuerza Pública, ni el cohecho notarial de la presidencia ni las macabras revelaciones de los jefes paramilitares, ni las zonas francas de la familia presidencial, ni el estudio del investigador Luís Jorge Garay sobre la contrarreforma agraria que despojó a los campesinos colombianos de 5.5 millones de hectáreas de tierras productivas.
No obstante, Uribe Vélez a través de diversas modalidades de control social y con el ejercicio simbólico de ritos de sacralización, jerarquización, compasión y miedo, ha sustraído su figura a las constantes sindicaciones. Salvar responsabilidades y adjudicarlas a construcciones ilusorias de sus adversarios, o restarles importancia mediante la activación de sorpresivas bombas de humo con las que hábilmente encubre el hecho precedente, es una característica de su estilo de gobernar.
Según la tradición constitucional, el gobierno lo conforman el Presidente y sus ministros. Ello implica que la responsabilidad política está en cabeza del jefe del gobierno. De no ser que los propios colombianos ejerzamos una suerte de “voto castigo” a la conducta presidencial, sólo la Corte Penal Internacional, como mecanismo de la Justicia global podría asumir el juzgamiento de la responsabilidad política del mandatario. Una sabia sentencia árabe dice: “Los heraldos que tocan a tú puerta tú los has llamado y no te has dado cuenta”.
Notas:
1) Santos, Boaventura de Souza (2006) La caída del Angelus Novus. Ilsa, Universidad Nacional de Colombia
2) Naim, Moisés (2006) Ilícito, Debate editorial.
3) Instituto del Pensamiento Liberal (2005/2007) El Frenesí del Poder. Sherditores IPL
4) Plataforma colombiana de DD.HH., (2003/04/05/06/07) www.plataformacolombiana.org
Alpher Rojas Carvajal es analista político, Investigador social y Director de la Corporación de Estudios Sociopolíticos y Culturales Colombia Plural.
Foto: Colombia - Álvaro Uribe Vélez, presidente de la República. / Autor: César Carrión - SP
(Fuente:Argenpress).
No hay comentarios:
Publicar un comentario