20 de noviembre de 2009

LO QUE MATA.

Entre el cambio climático y el hambre, los grandes del mundo prefieren enfrentar el cambio. Es, entre otras cosas, uno de los grandes negocios del futuro.
Por Martín Caparrós
El cambio, todo el tiempo el cambio: el cambio ha pasado a ser el enemigo. Ayer se presentó un trabajo en que participé: el informe anual sobre el Estado de la Población Mundial que publica el Fondo de Población de Naciones Unidas. El Informe encara, cada año, un tema diferente: en los últimos cuatro trabajamos sobre migraciones, crecimiento urbano, culturas tradicionales y, ahora, cambio climático, el tema del momento: en las próximas semanas, la cumbre de Copenhague lo llevará a las tapas de los diarios del mundo.


El trabajo fue apasionante: debía contar las vidas de siete jóvenes –potencialmente– afectados por el calentamiento global: una paisana paupérrima en Níger, una estudiante entusiasta en Nigeria, un príncipe ecologista en las islas Marshall, un inundado refugiado en Marruecos, una pescadora de caracoles en Filipinas, un líder campesino en el Amazonas, una gay feminista post-Katrina en Nueva Orleans. No fue fácil: el cambio climático es, sobre todo, un pronóstico y sus efectos actuales son menguados, pero la mayoría de los científicos está convencida de que, en el mediano plazo, puede ser muy dañino: que los gases de efecto invernadero –sobre todo el dióxido de carbono– que estamos lanzando a la atmósfera pueden aumentar un par de grados la temperatura promedio de la Tierra y causar desertificación, subida de las aguas, derretimiento de los hielos, sequías, desastres muy variados. Algunos todavía suponen que la amenaza no es real; son los menos.


La reacción frente al posible calentamiento aparece como una causa noble, necesaria; lo que me resulta inquietante es que recibe tanta más atención que otras que parecen urgentísimas. En Dalweye, su pueblito de chozas de barro, Mariama me preguntaba si yo creía que el cambio climático era culpable de su hambre.


–¿Por qué?


–No sé, me dijeron las chicas de la oenegé que era por eso.


En los pueblos del Níger los campesinos nunca comen lo que necesitan: su dieta de cada día –la misma cada día– está hecha de mijo pisado con –a veces– un chorrito de leche. Hasta que llega junio, los granos se terminan, algunos hombres y mujeres y chicos mueren, otros sobreviven hasta la próxima cosecha. En Níger se ve demasiado claro lo que le pasa, de una u otra forma, a mil millones de personas. Esta semana, en la Cumbre por la “Seguridad Alimentaria” de la FAO en Roma, el secretario general de la ONU dijo que el hambre mata a diez chicos por minuto: diez cada minuto. El cambio climático, si acaso, puede empezar a causar víctimas dentro de algunos años.


Es obvio que la batalla contra el cambio climático y la guerra contra el hambre no deberían excluirse, pero se ve muy bien qué les importa –y qué no– a los dueños del mundo y, sobre todo, dónde van los dineros. La cumbre de Copenhague recibirá a los jefes de los países más potentes –que ya saben que no van a conseguir acuerdos significativos pero van a mostrarse preocupados. En cambio la cumbre de Roma no atrajo a ningún grande: los más conocidos eran Lula, Lugo, Mubarak, Mugabe y Gaddafi, y seguía una lista conmovedora de presidentes africanos; ni un jefe de Estado europeo, norteamericano, asiático de peso. El conclave romano terminó con una declaración que decía que habría que bajar la cantidad de hambrientos a la mitad antes de 2015 –tres chicos por minuto–, pero no daba datos sobre cómo lograrlo: ni un plan, ni fondos, ni unas bolsas de harina. O, según el slogan consagrado: caviar en mesa propia, retórica en la ajena. En cambio, el clima se lleva la preocupación y los millones.


–Bueno, usted sabe que lo que mata es la humedad


Hay explicaciones posibles: entre ellas, que el cambio amenaza también a los ricos de los países ricos –mientras que el hambre siempre es para los mismos. Que el cambio climático podría eventualmente modificar la forma en que vivimos, mientras que el hambre de millones de otros es, precisamente, la forma en que vivimos. Pero, además, nadie gana mucha plata con el hambre; los que venden comida prefieren vendérsela a los que tienen comida –o, como nosotros, a los chanchos chinos. En cambio, el mercado que se deriva del miedo al calentamiento es uno de los grandes negocios del futuro.


El mercado de los créditos de carbono, que hace diez años no existía, ya mueve más de 120.000 millones cada año y crece sin parar. Parece simple: los acuerdos internacionales basados en Kyoto determinan cuánto gas de efecto invernadero puede mandar a la atmósfera cada país firmante, y los gobiernos de los países ricos reparten esa cuota entre sus empresas. Entonces las que prefieren emitir más gas para seguir haciendo sus negocios compran “créditos de carbono”: derecho a poluir que les venden las empresas y comunidades que no usan toda su cuota. En teoría, esto sirve para que las compañías que se preocupan por reducir sus emisiones –moderando su consumo, modernizando sus procedimientos– reciban algún beneficio; en la práctica, las empresas despilfarrantes suelen comprar sus créditos a las nuevas compañías especializadas que los consiguen a través de supuestas inversiones verdes en el tercer mundo.


El green business explota y ya lo están copando los grandes jugadores, las finanzas globales, los dueños de este mundo. Un ejemplo reciente: los hornitos africanos certificados ecológicos de los que J.P. Morgan –la famosa banca Morgan, quintaesencia del capitalismo americano– va a distribuir diez millones en Kenya, Uganda, Ghana. Cada horno les cuesta unos cinco dólares; se supone que cada uno reduce las emisiones en dos o tres toneladas por año; cada tonelada menos es un crédito de carbono que la banca Morgan puede vender entre 10 y 15 dólares en el nuevo mercado internacional, o sea: con una inversión inicial de 50 millones puede obtener entre 200 y 450 millones de dólares anuales. Y encima pueden decir que ayudaron a esa pobre gente, que es su meta en la vida.


–La caridad bien entendida empieza por casa, mi estimado.


Mientras tanto aparecen quejas, aquí y allá, en países pobres, sobre fábricas que basan su rentabilidad en aparentar que reducen su emisión de gases pero que en realidad no lo hacen –y sobornan a los auditores encargados de certificarlas– o lo hacen y poluyen de otros modos – envenenando las aguas, por ejemplo– o lo hacen y no producen mucho más que su ingreso por vender los créditos. Los créditos de carbono pueden convertirse en un gran deformador de las economías subdesarrolladas, otra forma de la corrupción institucionalizada. Y, también, en uno de los mayores esquemas de especulación financiera global: otra timba extraordinaria, burbuja subprime verde. Pero el gran negocio, como siempre, necesita a América para ser realmente grande.


Estados Unidos no aceptó los protocolos de Kyoto, y por lo tanto no limita sus emisiones de gases invernadero. Así que sus empresas que compran créditos para compensar sus emisiones lo hacen porque queda cool bonito y les permite presentarse como buena gente y vender más. Pero si el gobierno Obama finalmente regula sus gases, todas tendrán que hacerlo y las financieras que ya empezaron a invertir en el mercado del carbono van a ganar miles de millones adicionales. Al Gore tiene un magnífico futuro por delante.


Gore es el gran lobbysta de la lucha contra el cambio climático –y un hombre afortunado. En 2000, cuando consiguió perder aquellas elecciones, declaró que tenía dos millones de dólares. Ahora, tras diez años de campaña contra el cambio, se le calculan cien. Además de cobrar decenas de miles por esa conferencia que ya repitió cientos de veces, Al Gore es accionista de varias empresas exitosas relacionadas con su militancia: energías renovables y créditos de carbono, sobre todo. En 2007 le dijo a Fortune que su empresa Generation Investment Management encaraba una transformación social “mayor que la Revolución Industrial, y mucho más rápida”: la conversión del mercado global de energía “para contener el calentamiento global” a través de tecnologías limpias, verdes, sustentables –y, también, por qué no, nucleares. Dicho de otra manera: la tentativa gigantesca de abandonar la dependencia occidental del petróleo –caro y ajeno– y el carbón, y forrarse con lo que vendrá.


Al Gore dice que la única forma de conseguir que las emisiones se reduzcan es aplicarles las famosas fuerzas del mercado: que los que poluyen paguen, que los que no poluyen cobren. Y, de paso, que los intermediarios financieros ganen más y más. En síntesis: tratar el problema según el mismo modelo que creó ese problema, entre tantos otros; el mismo modelo que también produce el hambre de millones. Hace muy poco un socio de Gore en una de estas nuevas empresas verdes, Capricorn Investment, lo dijo tan clarito: “Nuestro objetivo es hacer más dinero que los demás de un modo que los supera en impacto y en ética”.


El negocio es redondo. Y lo será mucho más si el gobierno de Obama por fin regula sus emisiones de CO2: la causa a la que Al Gore dedica tanto esfuerzo, militancia tan esperanzada. Si es así, Fortune calcula que el mercado del cambio climático llegará a un billón –un millón de millones– de dólares dentro de diez años, y todo por la buena causa.



Mientras tanto, el hambre sigue muy bien gracias.
(Fuente:CD).

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