Por Vicky Peláez
Las sociedades deben juzgarse por su capacidad para hacer
que la gente sea feliz.
Alexis de Tocqueville
El terremoto y posterior tsunami del pasado 27 de febrero, no sólo devastaron a Chile, sino pusieron en evidencia, igual como en el caso del huracán Katrina en los Estados Unidos en el 2005, todos los defectos del neoliberalismo, en especial la incapacidad de proteger a sus ciudadanos, tanto, durante la recesión económica como en desastres naturales.
Fue un terremoto de magnitud 8.8 en la escala de Richter y un potente tsunami que desnudaron la imagen de un Estado "prospero, democrático, uno de los más desarrollados y organizados en América Latina", y que representaba, de acuerdo a la declaración de Hillary Clinton unos días antes en el Brasil, un "ejemplo para seguir en Venezuela y el continente". Pero resultó que este país, el "más europeo" en la región, según la prensa globalizada, estaba cercano en la capacidad del Estado a responder al desastre, a la nación más pobre de América Latina: Haití, también envuelta en el modelo neoliberal.
Tan "organizado" esta el gobierno chileno, y tan "eficientes" son sus fuerzas armadas con satélite y sofisticada tecnología militar, que tardaron 32 horas en comunicarse por teléfono con las regiones más devastadas de Maule y Bío Bío. Y eso no es nada. La primera ayuda consistente en víveres llegó a Concepción, 72 horas después de producida la tragedia. Hubo total descoordinación entre la Armada y la Oficina Nacional de Emergencia. La Defensa Civil era prácticamente inexistente, el Sistema de Comunicaciones de Emergencia colapsó y nadie sabía nada de la magnitud de la tragedia, ni la misma presidenta Bachelet quien, horas después del terremoto, declaró que Chile no necesitaba ninguna ayuda porque estaba 'bien preparado y organizado para los desastres'.
Cuando se enteró del desastre, lo único que le quedó al gobierno fue maquillar la cifra de muertos y desaparecidos y mandar al ejército a la zona del desastre, no para ayudar a los damnificados, sino declarar toque de queda de hasta 18 horas para proteger la propiedad privada de los saqueos, por los más marginados de la sociedad. La población entró en pánico por las turbas saqueadoras en las tiendas, transmitidas permanentemente en la televisión. Cada ciudadano tenía que valerse por si mismo y no esperar ayuda, porque durante los últimos 40 años, los chilenos conviven con un golpe de Estado, masacres, terror, crisis económica, injusticia social y el neoliberalismo que destruyeron redes sociales y la solidaridad.
Este Chile del 2010 ya no es el de 1971 sacudido por un terremoto de 7.75 grados, en la escala de Richter, cuando todos ayudaban a todos y no hubo saqueo. Ahora sólo vale el individualismo. Ni siquiera los ciudadanos formaron en los barrios los comités de defensa, como se hizo en el paupérrimo Haití para encontrar y trasladar a sus muertos, enterrarlos, protegerse mutuamente y conseguir alimentos. En el país llamado "ejemplo del desarrollo", donde un 60 por ciento de la población tiene trabajo precario, el 50% no puede pagar seguro médico privado, la desocupación juvenil supera el 25%, donde el número de "huachos" (niños abandonados) crece, y donde el Estado se limita principalmente al mantenimiento del orden, el neoliberalismo mostró su verdadero rostro rapaz y despiadado, al servicio del dios dinero.
Foto: Chile - Milton Friedman y Augusto Pinochet
El sismo y sus réplicas (sociales)
Por Oscar Taffetani (APE)
Privatizar las ganancias y socializar las pérdidas es una regla de oro del capitalismo y especialmente de este capitalismo periférico que nos toca, en donde la institucionalidad y ciertos pactos mínimos acerca del funcionamiento del Estado son puestos en cuestión a cada paso, sea por un terremoto o tormenta fuerte, sea por una diferencia en la liquidación de regalías, o bien por el descubrimiento de algún tesoro ignorado en las entrañas de la tierra (digamos, un yacimiento de petróleo) y por la discusión subsiguiente sobre quién habrá de quedarse con esa riqueza.
La matriz de la injusticia se reproduce en cualquier situación, con lluvia o con sol, con terremoto o sin él. Por eso la reconstrucción de Nueva Orléans, después de que una crecida del mar dejara al descubierto la (planificada) imprevisión de las casas mal fundadas y las defensas nunca construidas, favoreció a los mismos consorcios e inmobiliarias que habían sido causantes del desastre. El casco histórico se libró de los pobres excedentes (es decir, ésos que no son pintorescos y no le sonríen al turista) y la cuadrícula urbana fue replanteada desde cero, con créditos blandos que otorgó el Estado.
Así va a pasar en Haití (país que lleva a cuestas la tragedia de haber sido la cuna de la libertad en América, sin haber logrado nunca la institucionalización de esa libertad). Así va a pasar –al menos, en el corto plazo- en el querido Chile, devastado por terremotos y maremotos que se suceden al ritmo, cada vez más intenso, del calentamiento global.
Salvo los yacimientos chilenos de cobre, que fueron nacionalizados y estatizados para siempre por el gobierno de Salvador Allende (quien consiguió que la ley se votara por unanimidad en el Congreso), el resto de las riquezas y la infraestructura productiva de Chile fueron concesionadas o enajenadas durante la dictadura de Pinochet, e incluso durante los gobiernos de la Concertación. Ya lo dijo el ex presidente Ricardo Lagos, durante un debate en el Senado: “En el país existió un robo, el efectuado a las empresas públicas que ahora son privadas" (29/06/2005). Y lo dijo también la candidata -y hoy presidente saliente- Michelle Bachelet: "El país sabe que las privatizaciones durante la dictadura no fueron transparentes y que hay un juicio histórico que los chilenos tienen sobre ese oscuro proceso" (30/06/2005). Tras esas breves ráfagas de verdad y memoria (sin que se ejecutara una política en consecuencia), volvió a soplar el viento del olvido y Chile reeditó el “borrón y cuenta nueva” que tanto le gusta al capitalismo.
Claro que al producirse una catástrofe como esta última, quien deberá, una vez más, hacerse cargo de los muertos y de los vivos, de la infraestructura de transporte y de las comunicaciones, de la educación y de la salud de los chilenos, será el Estado. Y las concesionarias del agua potable y la electricidad, de las autopistas viales y las autopistas informáticas, de los fondos previsionales y las prepagas de la Salud, entre otras, se limitarán a hacer donaciones, efectistas donaciones, en los recitales a beneficio de las víctimas, en la Quinta Vergara.
Habrá créditos, nuevos créditos, para la “reconstrucción de Chile”. El primero de ellos, ya calculado por organismos internacionales, será de 1.200 millones de dólares, anticipando el Ministro de Obras Públicas, Sergio Bitar, cómo va a ser distribuido: “unos mil millones de dólares son de gasto para el Estado y el resto es por obras concesionadas…”
La deuda más antigua
“El terremoto dejó al desnudo la deuda social de Chile”, titula el diario argentino La Nación, acompañando un comentario de su corresponsal en Santiago, Carlos Vergara. “Las imágenes del espanto posteriores a la catástrofe –escribe el corresponsal- no parecen coincidir con las de un país ejemplar que tantos elogios ha cosechado en Washington y en el resto del mundo por la continuidad de un modelo económico que impulsó el desarrollo del país”.
“Las estadísticas son elocuentes. Pese a sus más de 20 tratados de libre comercio, a sus 25.870 millones de dólares en reservas internacionales y a las auspiciosas proyecciones del Fondo Monetario Internacional (FMI), de que el país lideraría el PBI per cápita a nivel regional hasta 2014, con casi 15.000 dólares, la otra cara del espejo es desoladora (…) Es un país en el que hay casi dos millones de pobres y más de 500.000 personas en estado de indigencia, que al mismo tiempo posee carreteras que permiten llegar de la precordillera al aeropuerto en menos de 15 minutos”.
Nada que agregar a las palabras de Carlos Vergara. Salvo que el mismo medio para el que trabaja, y otros muchos, hasta hace unas pocas semanas, eran parte del coro que elogiaba sin retaceos el “modelo chileno”.
Vidas paralelas
Más allá de las diferencias, que son muchas, Chile y la Argentina llegan a sus respectivos bicentenarios con dolorosas coincidencias: ambos son países en donde se planificó y ejecutó un diseño de “economía social de mercado” en el que la razón de los lobbies empresarios fue más importante y más atendible que cualquiera de las razones del Estado. Un darwinismo social reciclado se impuso como doctrina, consagrando la desigualdad, el poder del más fuerte y una arrasadora amnesia sobre las conquistas populares.
La foto, patética, de ese Chile transculturado y amnésico, es Pelotón VIP, una versión televisiva y militarizada de Gran Hermano, cuyas cámaras se quedaron filmando sin sonido ni respuestas el temblor de la noche del 27 de febrero. En la Argentina, una foto equivalente sería la del impúdico empresario Ricky Fort, paseando en un Rolls Royce por la calles de Miami y poniendo en pantalla una interminable serie de imbecilidades.
Hubiéramos deseado un terremoto que se tragara a un tiempo a los reclutas del Pelotón VIP chileno, a Ricardo Fort y a su fábrica de chocolates. Pero no llegó. Tal vez, más adelante. Mientras tanto, debemos convivir con la injusticia, con la maldita injusticia, tan sólo apostando a muchachas como Martina Maturana, la niña-héroe de Juan Fernández, que puso en práctica (así lo hubiera escrito Don Milani) el sagrado deber de no obedecer.
Fuente imagen: APE Fuente:Argenpress
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