Córdoba -Juicio UP1
Abogada de la esperanza Tan contundente como sensible, el testimonio de María Teresa Sánchez, abogada de Abuelas de Plaza de Mayo, aportó datos valiosos sobre los crímenes de la UP1 y reveló la vergonzosa complicidad de los funcionarios judiciales. Una conmovedora evocación de un cautiverio en el que también pudieron nacer niños, lirios y sueños de justicia.
Por Alexis Oliva - Prensared
La pantalla muestra a una mujer que relata un episodio dramático de su vida, ocurrido hace 34 años: “Yo me veía como desde afuera, esposada y en medio de todo ese despliegue. Me parecía algo tan ridículo... Me llevaron a una habitación, me prepararon y me rasuraron. Estuve desde la mañana hasta las 10,40 de la noche, que nació la beba. La tuve con fórceps, me la llevaron y me dijeron que había tenido sufrimiento fetal. Después vino una persona: ‘A mí me dijeron que te cuide, pero si te querés escapar te voy a pegar un tiro’. Al otro día pregunté por mi hija y me dijeron: ‘Ya te la vamos a traer, porque está muerta de hambre’. Me la trajeron y venía llorando…”.
De repente, a un costado de la mujer comienza a asomar su propio rostro, con la edad que tenía en el tiempo en que sucedía lo que relata. Mientras el rostro maduro habla con serenidad, del rostro joven brotan lágrimas. La imagen es bella e inquietante.
Pero no es la misma mujer. En realidad, se trata de su hija. Aquella beba nacida en cautiverio que lloraba de hambre, es la joven que hoy llora de emoción y orgullo. El fundido es digno de lo que se llama “cine de autor”. Y un extraño designio hace que sólo tengan el privilegio de contemplarlo -al menos por ahora- un puñado de periodistas desde la sala de prensa y otro puñado de represores que optan por presenciar el juicio en su contra desde una sala contigua a la de audiencias.
La mujer que habla es María Teresa Sánchez, ex presa política de la dictadura militar en la UP1 y desde fines de la década del 80 abogada de Abuelas de Plaza de Mayo, regional Córdoba. La joven que escucha y mira con los ojos llenos de lágrimas es su hija Soledad.
Cuando María Teresa fue secuestrada, el 24 de febrero de 1976, embarazada de siete meses y medio, por una patota policial que la condujo a la Dirección de Informaciones (D2) de la policía cordobesa, faltaba exactamente un mes para el golpe de Estado.
Después de sobrellevar golpizas, torturas y amenazas en el D2 -suerte compartida por su esposo-, fue encarcelada en la Unidad Penitenciaria Nº 1 (UP1), acusada de “asociación ilícita calificada”, figura que aludía a “la pertenencia a una organización que quiere tomar el Estado por la fuerza” y que “generalmente se le ponía a una persona a la que no le encontraban absolutamente nada”, aclara Sánchez, por aquellos años estudiante y militante de la CURS (Corriente Universitaria por la Revolución Socialista) en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba.
Aquella madrugada del 24 de marzo del 76, la noticia del golpe los sorprendió durante una visita íntima en el pabellón femenino de la UP1. “Nos fuimos a acostar, prendimos la radio y se empezó a escuchar la marcha militar. Todos nos juntamos con la sensación de no saber qué va a ser de nosotros. A la mañana nos vinieron a buscar y se notaba que no sabían qué iban a hacer con nosotros, porque a esas visitas entraba también gente de afuera a ver sus parejas y tenían mucho miedo que los dejaran ahí adentro. Era una mañana gris como hoy y un helicóptero daba vueltas por la cárcel”.
Uno de esos días de incertidumbre, el 13 de abril, la llevaron a la Maternidad provincial, donde nació Soledad. Dos días después, fue devuelta a la UP1. “La cárcel estaba rodeada de camiones verdes”, recuerda María Teresa. Al llegar al pabellón 14, sus compañeras la recibieron con alegría y le contaron que el mismo día en que ella dio a luz los militares habían irrumpido violentamente para “hacer una arenga y decirles que esto dejaba de ser un liceo de señoritas para ser una cárcel”.
Los días siguientes dejaron claro que no se trataba de una simple bravuconada. “Nos encerraron en las celdas, cosa que nunca hubiéramos imaginado, porque que no tenían baño y eran muy chiquitas. (…) Los militares podían entrar incluso hasta tres veces en el día. Nos desvestían, nos bailaban, nos gritaban cosas, nos pegaban… En cada acto de estos, era el llanto de los niños, la sensación de terror cuando la reja se abría, de las botas cuando entraban, las llaves y el miedo de la celadoras cuando abrían las puertas y se oía la orden: ‘Todas al pasillo’. Y ahí comenzaba: nos obligaban a desvestir a los niños y los niños lloraban. A los doce días, entraron y nos dijeron que teníamos que entregar a los niños, incluida mi hija. (…) Fue realmente muy triste cuando se llevaron a mi hija”, relata emocionada la testigo.
“La sensación de muerte comenzó cuando la llevaron a Diana Fidelman y no sabíamos a dónde –continúa narrando-. A los días la trajeron y tuve posibilidad de hablar con ella. La habían llevado a la D2, la habían torturado, interrogado y violado. Dentro de los interrogadores estaba (Héctor Pedro) Vergez, que ya lo había mencionado como que era el represor dueño de ella. Y que si la sacaban de nuevo la iban a matar”. La amenaza se concretó el 17 de mayo, cuando Fidelman fue retirada de la cárcel y fusilada junto a cinco prisioneros políticos varones cerca del puente de avenida Santa Fe: “Al día siguiente las guardias decían que Diana se había querido escapar y entonces la habían matado. Hablé con una guardia y le decía que no podía ser, porque Diana no quería ir y además era imposible que se escaparan y eso sucediera”.
“Después se llevaron a (María Esther) ‘Tati’ Barberis -el 19 de junio- y a Marta (González de) Baronetto -el 11 de octubre-, que había tenido un varón, Lucas. Eso me produjo una sensación tremenda, porque la habían sacado para tener el hijo, la trajeron de vuelta y después la vinieron a buscar”, evoca Sánchez antes de añadir los casos de Liliana Páez, Marta Abdón de Maggi y Mirta Rosetti de Arquiola, asesinadas en similares circunstancias.
También rememora el alevoso homicidio de René Moukarzel, el 15 de julio del 76: “Uno de los días más fríos que viví en el penal y creo que de mi vida, a las once de la mañana, trajeron a un compañero varón y lo estaquearon en el patio de las mujeres. Había una sensación de silencio y sólo se escuchaban los quejidos de este compañero, que después supe era de apellido Moukarzel. Ya lo había visto por una de las celdas, donde nos habíamos metido varias. Después, abrí la ventana. Lo teníamos prohibido, pero la abrí. Estaba desnudo, brazos extendidos, atadas las piernas también, con una soga en el cuello y algo abajo que me dijeron después que eran piedras. Le tiraban agua. Yo escuchaba que decía: ‘Ay, mis riñones… Hermano, no me hagás esto’. Habían puesto un soldado a cuidarlo. Y desde arriba, desde una garita de control, le gritaban que le echara agua. Aproximadamente a las diez y algo de la noche, se empezó a sentir que corrían por la escalera y las llaves, y gritaban que había muerto. Una de las celadoras, Marta, se descompuso por eso. Después nos enteramos que los militares la querían cambiar de cárcel, porque ‘era débil y no se podía apiadar de un subversivo’”. Y una imagen: “Unos días después, en el lugar donde había estado apoyada la cabeza de Moukarzel nació un lirio; y una compañera le hizo un canto, que hablaba de él y el lirio”.
Luego de recordar a las víctimas, le toca el turno a los victimarios. La testigo señala entre los que comandaban las requisas y golpizas al entonces teniente Gustavo Alsina –apodado “Remolino” por las presas-, quien tenia una imagen “casi payasesca” cuando las hacía “gritar cosas ridículas”, como: “Soy un dulce de batata y voy a morir masticado”. El otro teniente era Enrique Mones Ruiz -el “Avispón Verde”-, cuyas órdenes “eran más claras” y “no gritaba”. “El comandaba el grupo que me trasladó en un momento adelante a la Alcaldía -asegura Sánchez-. Estaban presentes el doctor (Luis) Rueda, escribiente, y el doctor (Ricardo) Haro, que hacía las veces de defensor oficial. Mones Ruiz se quedó adentro mientras yo declaraba”.
Pero la actitud del defensor oficial, que “admitía esa situación”, sería brutalmente superada por quien asumió ese rol al ser Haro promovido a camarista. María Teresa había sido encerrada en una celda de castigo, por resistirse a una requisa vejatoria, y se lo comunicó a Luis Molina, su nuevo defensor. El funcionario judicial le respondió: “Vos no querés hablar y además no te querés sacar la bombachita… Así no vas a salir nunca”.
A pesar del vaticinio de su respetuoso defensor, Marité Sánchez recuperó la libertad y la esperanza de vivir en un país más justo. Trasladada a la cárcel porteña de Devoto en septiembre de 1977, pudo cumplir el resto de los cuatro años de condena en un contexto menos opresivo. Una vez recuperada la democracia, concluyó sus estudios de derecho y continuó su camino de militancia, como abogada de la filial cordobesa de las Abuelas de Plaza de Mayo. Su trabajo le granjeó numerosas amenazas, presiones y agresiones, pero también satisfacciones.
Qué pesó más en la balanza, puede deducirse de la respuesta que le dio a una pregunta del fiscal Carlos Gonella:
-Usted dijo que es abogada de las Abuelas de Plaza de Mayo desde 1989. ¿Por qué motivo?
-Porque siempre he pensado que a mí me podría haber pasado lo mismo (que su hija fuera apropiada por los represores). Me parecía imposible aceptar que mi hija pudiera haber ido a parar con quienes tanto daño me habían hecho. Admiro a las Abuelas y en esa época en que me fueron a buscar nadie quería ser abogado de los organismos. Sonia Torres y Otilia Argañaraz fueron una reunión con abogados, a pedir si alguien quería ayudarlas. Con Elvio Zanotti decidimos ser abogados de las Abuelas, lo que para mí es un gran honor. He aprendido de ellas la virtud de la paciencia y la lucha. En la búsqueda de estos niños, se los puede localizar y he comprobado por mí misma que para ellos es liberador.
FuentedeOrigen:www.prensared.com.ar
Fuente:Agndh
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