Memoria de la cárcel donde aleteaba la mariposa negra
Por Alberto Elizalde Leal
El palacio del horror. Durante la última dictadura militar, la Unidad 9, de La Plata, fue un laboratorio del terrorismo de Estado.
El crudo testimonio de un sobreviviente de la unidad 9, de La Plata.
Recuerdo perfectamente el día. Era verano y –como siempre, en La Plata– un calor húmedo nos envolvía en un patio enrejado de la Cárcel de Encausados, la nueve, como le decíamos. Era verano y también era miércoles. Un miércoles 23 del año 1977.
Dictadura, cárcel, calor, mala combinación para los presos políticos que nos hacinábamos en los 16 pabellones de una prisión concebida en sus orígenes como lugar de tránsito para delincuentes primerizos.
Mala combinación que los miércoles y los domingos era mitigada por la presencia de nuestros familiares en la visita que el penal permitía, no sin largas y humillantes revisaciones a esposas, madres, padres y hermanos, únicos parientes autorizados a vernos.
Ese miércoles, lo recuerdo perfectamente, esperaba mi visita a la mañana: mi madre Delia o mi hermana Sofía se turnaban para ir a la nueve y pasar el rato conmigo, charlando de gente de La Plata, comentando (en voz baja) las terribles pérdidas que la represión le estaba causando al movimiento popular o simplemente quedándonos en silencio, cambiando monosílabos y miradas que eran suficiente consuelo para mí (nuestra) vida de prisionero(s).
Pero pasaba la mañana y mi visita no llegaba. Calma, me dije, van a venir a la tarde. Algo las demoró. Un inconveniente. Algo de salud, la vieja no anda bien de las várices, Sofía tuvo que laburar, no le dieron permiso. Calma, me dije, aunque la gran mariposa negra ya aleteaba, suave pero insistentemente por ahí adentro, en algún lugar entre el pecho y el vientre.
La puerta del patio se abrió y los compañeros que estaban de visita salieron al patio. Entre ellos el Tordito Debenedetti, rosarino, más joven que el promedio de nosotros pero ducho en las artes de la militancia y la clandestinidad. Jovial, chistoso, cariñoso, en esos días del ’77 nada hacía pensar que –años después– se suicidaría en su celda de la cárcel de Rawson, triste, deprimido, superado por los fantasmas del asesinato de su hermano en Tucumán y seguramente por la conciencia de la derrota irremediable de nuestro proyecto político, que era también nuestro proyecto de vida.
El Tordito, que era –ya lo dije– jovial, chistoso, cariñoso, se acercó caminando despacio, serio, cabizbajo, como no queriendo llegar hasta donde yo estaba. La mariposa negra comenzó a aletear más y más rápido. Qué cosa la memoria, uno recuerda sensaciones, olores, colores, sonidos, pero a veces es difícil recordar las palabras exactas. Uno recuerda que el otro habló, recuerda el tono, el timbre y el color de la voz, recuerda los labios moviéndose. Recuerda al Tordito diciendo algo. Que la madre, Élide, que venía a la visita con Delia, no la había encontrado en su casa. Que en la casa no había nadie y –por la puerta entreabierta– había visto un gran desorden adentro. Que un vecino –muy asustado– había dicho algo de autos a la noche, de grupos armados, de gritos y empujones. Palabras que hoy no recuerdo bien pero desataron miles de negrísimas mariposas aleteando furiosas, llenando de hielo y fuego, de noche y furia hasta el último de los rincones de mi cuerpo.
Otroscompañeros se acercaron, tratando de ser optimistas, intentando exorcizar lo que instantáneamente, como en una perversa epifanía, se nos había presentado: mi madre y seguramente mis hermanos habían sido secuestrados por una patota militar y sólo el improbable azar o el arbitrario capricho de un asesino les evitaría el destino que todos conocíamos.
Recuerdo muy bien ese día en que, a los casi veintisiete años, me transformé en huérfano. Huérfano de madre, de hermana y de hermano. Y, aunque esto lo supe años después, también de mi novia Cristina, que fue secuestrada por esos días en la puerta de una clínica donde trabajaba.
El secuestro de mi familia no fue el primero ni el último de los que sufrimos en la nueve. Pocos días antes habían sido sacados del penal y asesinados Dardo Cabo, la Palometa Pirles, Ángel Giorgiadis y Horacio Rapaport.
Gonzalo Carranza, Guillermo Segalli, el Galleguito García (que en realidad se llamaba Pettigiani), Rafael Lasala, Alberto Pinto son algunos de las más de 30 víctimas de la represión en la nueve.
Y recuerdo muy bien otro día. El día en que terminaba el mundial del ’78, el de la Junta en pleno gritando los goles como poseídos, el de las operaciones de prensa con jugadores extranjeros escribiendo cartas (que la revista Gente reproducía) a sus familias en Europa diciendo lo maravilloso que era la Argentina, el “mundial de todos” de Sergio Renán, maravilla de cine genuflexo y vomitivo. Ese día, justo ese día, cuando parecía que lo peor había pasado, recuerdo muy bien a Eduardo Anguita volviendo de visita. Era invierno, teníamos uniformes azules de un paño ordinario pero bastante abrigado. Otra vez el patio, pero con frío y no con calor. Otra vez la visita y la puerta del patio que se abre. Ya no había mariposas en mi cuerpo, habían mutado en pequeñas espinas que cada noche me despertaban con sus pinchazos, para que recordara, para que no olvidara, para que grabara en mi memoria cada cara, cada momento.
Cuando vi el gesto petrificado de Eduardo, la boca apretada, la mirada durísima de odio e impotencia, supe que habían vuelto las mariposas, que revoloteaban en su cuerpo con el mismo aleteo suave y siniestro que yo había sufrido. Tampoco recuerdo las palabras, sólo el significado de frases terribles, Matilde, su madre, en el bar Tortoni, un par de sujetos que la abordan y se la llevan. El estupor y el temor de la gente, que no pregunta ni interviene. Otro secuestro, otra desaparición. Otro cargo más en el abultado débito de la dictadura y sus esbirros penitenciarios.
Borges, en uno de sus textos, habla de alguien que había contado tantas veces una historia que ya no era capaz de recordar si sus recuerdos eran de los hechos reales o de las palabras que usaba para relatarlos.
Al contrario que ese personaje, nosotros hemos revivido tantas veces el dolor, la angustia y –por qué no decirlo?– el odio, que podemos describir con total precisión todos y cada uno de los cuadros sucesivos de la gran película de esos años de cuerpos lacerados y espíritus firmes, años de espera y aprendizaje. Años que seguramente no vivirán de la misma forma los verdugos penitenciarios que la Justicia platense acaba de condenar.
Punto final para los verdugos de la Unidad 9
Por Laureano Barrera
En todos los casos, los condenados por los crímenes en la U9 deberán cumplir sus penas en cárceles comunes. (ALBERTO DIRENZO)
En la última dictadura, el penal platense fue un laboratorio del exterminio. Su cúpula ahora volverá a una cárcel, pero como presos.
El miércoles pasado, en un juicio histórico, fueron condenados catorce miembros del Servicio Penitenciario Bonaerense a prisión perpetua y penas de entre 25 y 10 años, pero no están solos. El primer juicio por crímenes de lesa humanidad contra miembros del Servicio Penitenciario en una cárcel legal, terminó como había empezado: con la hostilidad de los familiares de represores –que golpearon duramente a un fotógrafo–, la inmobiliaria del ex detenido Carlos Zaidman –uno de los querellantes– amanecida con pintadas que decían “U9”, y una integrante universitaria del colectivo Justicia Ya! recibiendo insistentes llamadas anónimas a su celular.
La sala de la ex Amia estaba expectante desde media tarde. En las primeras filas estaban testigos y las incansables mujeres de la Unión por los Derechos Humanos, que exhibían pañuelos triangulares con el rostro de Julio López y dejaban ver con orgullo sus distintivos carmesí. La idea del detalle rojo había surgido –con gran acogida en la mayoría de los familiares– en la infamia de los alegatos, cuando Héctor Acuña juró durante el suyo dejar su vida para que “jamás un trapo rojo sea arriado (sic) en el pabellón de la Patria”.
A las 19.25, los jueces del Tribunal Oral Nº1 ocuparon sus butacas. Una señora de rulos y anteojos, entre otras señoras iguales, cruzó los dedos índice y anular de ambas manos y cerró los ojos. Al oír que “por unanimidad, la pena de prisión perpetua e inhabilitación absoluta y perpetua” para el ex jefe del Penal, Abel Dupuy, la sala estalló en un grito jubiloso coronado por un masivo aplauso. Carlos Rozanski pidió silencio para terminar la lectura del veredicto. Hubo también prisión perpetua para el subjefe Isabelino Vega, Víctor Ríos y el Nazi Raúl Rebaynera; 25 años para Catalino Morel, Ramón el Manchado Fernández y el ex director de Seguridad Elvio Cosso; 14 años para el Vietnamita José Peratta; 13 para los médicos Carlos Jurío, Enrique Corsi y Luis Favole por “infracción del deber en comisión por omisión de tormento agravado por resultar la muerte” de Alberto Pinto; 11 para Segundo Basualdo y Valentín Romero, y 10 para Héctor Acuña por los tormentos sobre Eduardo Zabala.
“Se comprobó por fin lo que pasó ahí adentro: que se desaparecieron, torturaron y asesinaron compañeros”, dijo el ex detenido Juan Scatolini después del veredicto. Hugo Cachorro Godoy, por su parte, se mostró satisfecho e instó “a juzgar a los responsables financieros que se beneficiaron con la dictadura”. Más allá de las penas, la condena tuvo puntos salientes: revocó las últimas cuatro prisiones domiciliarias, los delitos fueron contemplados en “el marco del genocidio” de la última dictadura “cívico-militar”, y se ordenó investigar a jueces y militares nombrados en las audiencias. Y un punto esencial: se giró a todos los estamentos del gobierno provincial el acta de la inspección ocular donde se comprobaron “las condiciones inhumanas de detención” que todavía viven los presos en las celdas de castigo. Aunque no es ésa la única prolongación del pasado en los pabellones carcelarios.
La Gran Familia. Cuando el presidente del Tribunal terminó de pronunciar la sentencia, Héctor Acuña, el Oso, irguió su metro noventa y mientras los policías federales lo calmaban tímidamente, alzó sus manos haciendo la “ve”: un ademán que proponía menos victoria que venganza. Esa reacción no sólo dejó claro que no hay en los carceleros rastros de arrepentimiento: desató una reacción análoga en la segunda bandeja, donde estaban parapetados los 38 familiares de los sentenciados.
–Andá a buscar los huesos, zurda –provocaba un joven corpulento hacia abajo, donde la multitud ya cantaba que como a los nazis les iba a pasar.
De repente, tres jóvenes golpeaban con saña a un periodista de Radio Futura que estaba reporteando en vivo. “A vos te vamos a matar, ¿sabés a cuántos como vos nos cargamos?”, le decía uno. Según una militante que asistió a todas las audiencias, los matones eran parientes de Segundo Basualdo, el Oso Acuña y el Nazi Rebaynera. Durante el juicio, el Nazi se mostró honrado porque toda su familia era penitenciaria. A su hijo o sobrino, que golpeaba al periodista, una señora lo reconoció de Los Hornos, su barrio.
La violencia contenida en la gran parentela penitenciaria dejó al desnudo las grandes coincidencias entre la generación ensangrentada en la dictadura y la actual, que cada cierto tiempo refresca sus viejas prácticas, como en 2005, cuando se probó judicialmente que a sus húmedos jaulones había vuelto la picana eléctrica. Y demuestra que el Servicio Penitenciario ha sido la fuerza menos depurada, tal vez por no rankear entre las más involucradas en el terrorismo de Estado.
Un pasado Barroso. Ricardo Casal, el ministro de Justicia y Seguridad, ingresó al Servicio Correccional como guardia raso el 5 de noviembre de 1973 –decreto 4767–, con diecinueve años, gracias a los buenos oficios de una tía suya que militaba en la Juventud Peronista. Escaló rápidamente el escalafón, no tanto en la propia fuerza –llegó hasta el cargo de Subalcaide– como en la estructura política, donde sí edificó una carrera meteórica: en agosto de 1988 pasó en comisión al Cuerpo de Asesores del Gobernador de la Provincia, Antonio Cafiero, hasta posicionarse hoy como la mano derecha de Daniel Scioli.
Sin embargo, en sus quince años de confraternidad con la Gran Familia, Casal cosechó vínculos y lealtades que conserva intactas, como el hijo pródigo y fiel que progresa fuera del primer hogar. “¿Qué relación tiene con ellos? Profundísima”, pregunta y se responde una de las fuentes consultadas.
Se refiere, entre otros, a su paso como secretario de Julio Barroso, nada menos que el Jefe de Inteligencia del SPB en los años de plomo, cuando su patota no sólo regulaba el terror en la U9, sino que también intervenía con poder de mando –junto con el Destacamento de Inteligencia 101– en los sótanos tenebrosos de La Cacha. Ningún sobreviviente del centro lo ha reconocido hasta el momento, aunque en la causa que se instruye en el Juzgado Federal 1 de La Plata, algunos camaradas cantores han confiado que solía pasearse por el centro clandestino. Uno de ellos, dijo que el Negro –como le decían–, junto a un grupo de agentes “se reunían en un área restringida” que luego supo que era La Cacha, y que “se decía que todo este grupo formaba el grupo de tareas”. Entre 1976 y 1978, Barroso concurrió a diferentes cursos de Inteligencia del Ejército (uno de Instrucción Contrasubversiva), y en su legajo tiene felicitaciones del Destacamento 101, que según la pesquisa judicial conducía el chupadero. Barroso ha sido mencionado insistentemente durante el juicio que terminó, pero “vaya uno a saber por qué, siempre zafa”, se pregunta una abogada habitué en este tipo de causas.
En esa época, el actual superministro todavía no había llegado a ser hombre de confianza de Barroso. Se mantuvo, según la información de su legajo 202.363, como administrativo de la Jefatura hasta 1980. Desde el ’80 al ’86, integró el Departamento de Asuntos Legales de la Jefatura y, paralelamente, ocupó los cargos de vocal y presidente de la Comisión de Preadjudicaciones. Entre enero de 1987 y agosto de 1988, figura como asesor legal de la Unidad Nº 1 de Olmos, donde el subjefe era Barroso. Durante esos años, al joven Casal lo calificaron tres de los condenados del último miércoles: Abel Dupuy en 1983 (subjefe del SPB), y Raúl Rebaynera y Víctor Ríos en 1986 y 1987, cuando ocupaban puestos de mando en la cárcel de Olmos.
Casal no reniega de sus orígenes. Las nietas de Elvio Cosso, condenado a 25 años de prisión, trabajan en el Ministerio de Justicia. Una de ellas es actual secretaria privada del Subsecretario de Política Criminal, César Albarracín.
En diciembre de 2009, Casal se reunió con los directivos del Centro de Oficiales Retirados del SPB para convocarlos a reincorporarse en la custodia de edificios públicos y liberar así más policías para combatir “la inseguridad”. Se hizo una convocatoria y se incorporaron unos 300. El secretario y el prosecretario de dicho Centro son Guillermo M. McLoughlin y Gustavo Adolfo Schwarzach, ambos mencionados en la causa –por el mismo testigo– como miembros de la patota que lideraba Barroso. Durante el Brindis por el Día del Agente Penitenciario, los agentes retirados chocaron sus copas “por nuestros camaradas que están atravesando una difícil situación en sus vidas a partir de los requerimientos de la Justicia Federal”. Asegura una fuente informada que los círculos de retirados –hay más de uno– solventaron los costosísimos abogados que los condenados tuvieron en el juicio, como Luis María Giordano, expulsado de Asuntos Internos por una causa de coimas y socio del ex oficial mayor Guillermo Baqué, o Roberto Citterio, que defiende en la actualidad a los acusados del incendio del Penal de Magdalena donde murieron 33 internos.
“Esto es financiado por el centro de oficiales retirados, que es una parte del huevo de la serpiente –dice el informante–. Y creo que son los que operan desde las sombras con pintadas y amenazas”. Como la que amaneció en la inmobiliaria de Carlos Zaidman después de un claro día de justicia.
FuentedeOrigen:MiradasalSur
Fuente:Agndh
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