27 de marzo de 2011

ENTREVISTA A CECILIA DE VINCENTI, HIJA DE AZUCENA VILLAFLOR.

Entrevista a Cecilia De Vincenti, hija de Azucena Villaflor fundadora de Madres de Plaza de Mayo.
“Creíamos que se la habían llevado para asustarla”
Publicado el 27 de Marzo de 2011
Por Daniel Enzetti
A 35 años del golpe de Estado, Cecilia recuerda a su mamá, que de ama de casa en Sarandí, pasó a convertirse en un referente de la lucha por los Derechos Humanos a nivel mundial.
En noviembre de 1976, un comando del Ejército secuestró en Villa Domínico a Néstor De Vincenti, referente de prensa de Montoneros en la zona sur del Conurbano Bonaerense. Paco resistió con su novia, Raquel Mangin, pero después de ese ataque nunca se supo otra cosa de él. La que primero se movió para encontrar a su hijo fue Azucena Villaflor. Que caminó por juzgados, vicarías castrenses y despachos de asesinos disfrazados de funcionarios sensibles. Y como Néstor no aparecía decidió caminar por la Plaza de Mayo, en aquel grupo de 14 madres que después fueron las Madres.
Azucena les gritó en la cara a los asesinos, consiguió firmas para una solicitada de denuncia, les escupió a los obispos que en sus diócesis había campos de concentración, y lo desafió al criminal Videla a que saliera de la Casa de Gobierno y respondiera por la matanza que se estaba dando desde el golpe de Estado. Pero hubo dos cosas que no hizo nunca más desde la desaparición de Néstor: tomar champán en los cumpleaños, y cantar a la mañana.
Un año después, en diciembre de 1977, una banda armada la cruzó a dos cuadras de su casa, la llevó a la ESMA, la torturó, y al poco tiempo la tiró viva al mar desde un avión. “Pero mamá era obstinada –dice Cecilia–, y un día sus restos volvieron a la orilla y así la pudimos identificar.”

–¿Qué imagen tenés de esos días?
–Era bastante inconsciente, con la cabeza metida en la secundaria y en mi fiesta de 15 años. Lo que sí me quedó fue una escena de 1974: mi vieja, peronista, cruzando de vereda y cargando cariñosamente a la vecina de enfrente, que era radical, cuando Cámpora le ganó a Balbín. Y la vuelta de Perón, el día que Néstor y sus amigos se reunieron en mi casa para ir a Ezeiza y nos pidieron que cuidáramos a dos chicas embarazadas, a las que no dejaron ir por si pasaba algo.
–¿Y de Néstor?
–Me acuerdo de las discusiones que tenía con mi papá Pedro, que le decía: “¿Para qué hacés todo esto si a vos no te falta nada? Aflojá un poco, la política no vale la pena.” Y Néstor contestándole, y tratando de explicarle que la cosa era más profunda, que él no pensaba en él, pensaba en la gente. Las reacciones del viejo eran raras, porque había sido delegado gremial en la fábrica Siam, con una participación importante en varios conflictos. Y además, no venía de una familia de plata; mi abuelo, al llegar a la Argentina, vendía fruta y verdura en un carro.
–¿Azucena fue la que se conoce a partir de su drama personal, o siempre había sido una mujer vinculada a lo social?
–Hay algo que la pinta: una vez yo critiqué a Evita, esas estupideces que decían los chicos de que se ponía tapados de piel y usaba joyas. Mamá me miró fijo, medio enojada, y me contestó: “Antes de opinar, leé La razón de mi vida, después hablamos.” Con el golpe, en casa se escuchaba todo el día Radio Colonia y se leía el Herald. Además, no sé cómo hacía, pero mamá se enteraba de todo. En una oportunidad, al obispo de Luján le dijo en la cara que las madres sabían que ahí había campos de concentración. Pero sobre todo era solidaria. Vivíamos en Sarandí, partido de Avellaneda, a una cuadra y media de Mitre, y como el gas llegaba hasta la avenida, fue ella la que consiguió que la obra entrara al barrio gracias a una campaña de firmas. Los mediodías hacía comida de más para darles a unos chicos de la calle que pasaban siempre. Le hacíamos chistes, “ahí tocan el timbre tus clientes”, le decíamos en casa. Esa solidaridad se convirtió después en militancia política.
–Cuando la dictadura secuestra a tu hermano...
–Claro, porque ahí ella cierra un círculo. Al nacer, el único que la anota es su padre, Florentino Villaflor, y es educada por la hermana de Florentino, la tía Magdalena, que pasó a ser su mamá. La desaparición de Néstor la movilizó de una manera impresionante, se juró buscarlo hasta la muerte, y no abandonarlo como hicieron con ella cuando era chica. De joven tiene anécdotas graciosas, como cuando trabajaba de telefonista en Siam a los 16 años, menor de edad. “Azu, escondete”, le ordenaban cada vez que llegaban las inspecciones municipales, y se metía en un cuartito hasta que los tipos se iban. Era ama de casa, y hasta algunas veces me enojo cuando pienso en una cierta sumisión frente a un marido machista, pero también es verdad que eran otros tiempos y otra cultura. Volviendo a Néstor, me parece que era al que más admiraba de sus hijos, y lo demostraba con guiños, como por ejemplo dejar que los compañeros de militancia se reunieran en casa sin que supiera mi viejo.
–¿Cómo hacés para recordarla en la intimidad, sin que se te mezcle la etiqueta de Azucena, fundadora de las Madres?
–Me parece que lo llevé bastante bien gracias a muchos años de terapia, desde los 19. Cuando yo resolví que los restos de mi vieja tenían que ir a la Plaza de Mayo, también resolví que había una parte privada de ella que nos pertenecía, y por eso, parte de esos restos descansan junto a los de mi papá. Por otro lado, tengo una diferencia con los hijos de desaparecidos, que en la mayoría de los casos eran recién nacidos o tenían dos o tres años en el momento de los secuestros. Yo tenía 15 cuando la dictadura se llevó a mi vieja, la conocí mucho, y de alguna manera me parece que tuve la fuerza que mi mamá les adjudicaba a las mujeres.
–¿En qué sentido?
–Ella decía que a la mujer había que exigirle, había que reclamarle más cosas, porque la mujer puede, es más fuerte afectivamente. Para Azucena, las mujeres somos capaces de soportar mayor cantidad de golpes que los varones.
–Siguiendo ese razonamiento, la pregunta sería si hubieran existido los Padres de la Plaza.
–Justamente, creo que los hombres no podrían haber tenido la fortaleza para afrontar la pérdida de los hijos. Los padres acompañaron, con toda la importancia que tiene eso. No le resto mérito, pero acompañaron
–¿Por una suerte de cuestión genética, o por características propias de la historia argentina?
–Un poco de cada cosa. Antes de la charla me preguntaste cómo se le ocurrió a mi vieja hacer lo que hizo, y la verdad es que no lo sé. ¿Por qué ir y reclamar? Por el dolor, por la desesperación, porque le habían secuestrado un hijo, y la sensación era como arrancarle una parte del cuerpo. ¿Y por qué la Plaza? La respuesta es: por el peronismo. Por su condición de peronista, porque la Plaza era “el” lugar, el escenario donde históricamente los trabajadores como ella iban y gritaban las injusticias que sufrían. Pero también la Plaza la relaciono con el desconsuelo. No olvidemos que en esa época las primeras madres se la pasaban yendo a comisarías, oficinas, ministerios, y lo único que les decían era que de sus hijos tendrían que haberse ocupado antes, y no en ese momento.
–¿Qué te quedó grabado de su secuestro?
–Todo. La noche del viernes 9 de diciembre de 1977 yo miraba una novela de Migré, aprovechando que no me tenía que levantar temprano para ir al colegio. Ese día había venido otra madre, Aída Sarti, y las dos se la pasaron hablando un rato largo. Como la costumbre con los visitantes era acompañarlos a la parada del colectivo, y esperar a que subieran, hicimos eso con Aída. Pero cuando llegamos a casa, mamá estaba medio rara, con los ojos llorosos, y le pregunté qué tenía. Me explicó que habían desaparecido dos madres de la Iglesia Santa Cruz, junto con otra gente, y que no sabía cómo decírselo a papá. Le contesté que se tranquilizara, y que a la mañana siguiente, mientras le cebaba mates a mi viejo, antes que él fuera a la fábrica, le comentara todo. A las ocho y media del sábado me golpeó la puerta del cuarto, para preguntarme qué quería comer, y me dijo algo que no olvido más: “Te voy a comprar pescado, y de paso compro otro ejemplar del diario. Pasé por la panadería de Aníbal y después me traje uno del kiosco, pero la página de la solicitada salió medio borrosa.” Era la famosa solicitada donde las madres denunciaban lo que estaba pasando. A los diez minutos me golpearon otra vez. Era Elvira, la señora que ayudaba en casa, a los gritos: “Nena, levantate que levantaron a tu mamá.” Salí como loca, pensando en un accidente con un auto, hasta que Elvira me dijo que no, que la habían secuestrado cuando cruzaba Mitre. La cruzaron tres autos, ella hizo escándalo y forcejeó, y cuando un chofer de la línea 98 intentó ayudarla lo encañonaron con armas largas y le ordenaron que siguiera. Si me preguntás cómo reaccioné, dicen que me porté mejor de como lo recuerdo. Lo llamé a papá, avisé a las otras madres, y escondí los papelitos con los firmantes de la solicitada en una bolsa de hacer compras que le di a una vecina. A partir de ahí, el que se pone a buscar a Azucena es mi viejo, lo que lo hace cambiar totalmente.
–¿Por qué?
–Porque reconoció que se había equivocado. Me decía: “Tu hermano y tu madre tenían razón, a este país hay que cambiarlo, hay que salir y participar, porque si no, nos pasan por arriba.” Era un momento difícil. De 14 que marchaban en un principio, en ese momento las madres eran más de 100, y ya empezaban a causar problemas a la dictadura. Pero te reconozco algo: tanto papá como nosotros creíamos que a mamá se la habían llevado para asustarla. Incluso lo creímos durante más de un año, tiempo en que mi viejo pagó mucha plata por información y promesas de liberación que después supimos que eran falsas.
–Otra vez aparece eso de mitigar la tristeza, y arreglárselas para seguir. Lo que Azucena había hecho por Néstor, ahora Pedro lo hacía por los dos.
–Con una diferencia: después del secuestro de Néstor, mamá nunca perdió la alegría, siguió atendiéndonos, siguió teniendo buen humor. Pepa De Noia siempre me cuenta lo mismo: “Mientras hacíamos las rondas nos daba fuerzas a todas, como si a ella no le hubiera pasado nada.” Papá empezó a participar cada vez más, pero se la pasaba llorando, y eso a mí me partía de dolor. Murió tres años después del secuestro de Azucena, y murió de tristeza, esperando a su mujer. La imagen más fuerte que tengo, la más terrible, es la de mi viejo asomado todas las tardes a la puerta mirando hacia la Avenida Mitre, por si mamá volvía. Una noche, después de la cena, se dio cuenta que en la heladera no quedaba carne, y lo primero que me dijo fue: “Cecilia, ¿no te das cuenta que no alcanzó la comida? ¿Qué le damos a mamá si llega ahora?”
–¿Qué son para vos las Madres?
–Un referente de lucha a nivel mundial. La historia contemporánea de este país hubiera sido otra si ellas no aparecían en ese momento.
–Alfredo Astiz está siendo juzgado ahora, después de 35 años, por varias causas en las que se incluye el secuestro de tu mamá. ¿Te reconforta que se haga justicia, o te molesta que haya pasado tanto tiempo?
–La manera en que siempre se desarrollaron los juicios es una vergüenza. Sobre todo porque son megacausas, y no apuntan a cuestiones separadas, como por ejemplo la desaparición de las monjas francesas por un lado, y el tema de mi mamá por otro. Es terrible que después de tantos años debamos seguir declarando. ¿Qué tenemos que demostrar todavía? ¿Que hubo 30 mil desaparecidos? Es enfermo, una patología de este país. La gente detenida, torturada, encerrada, ¿cuántas veces tiene que contar lo que le pasó? Ya lo hicieron en el ’83, en el ’85. En la Argentina no existe la justicia, parecen un grupo de burócratas sentados, escuchando el dolor de la gente una y otra vez, que buscan comprobar lo que ya está comprobado.
–¿Es una carga ser la hija de Azucena Villaflor?
–A veces sí, porque ser “hijo de” no es bueno para nadie. No te permite ser vos, desarrollarte. Me encantaría hacer cosas en política, pero la asociación sería inmediata, pensarían: “Lo dijo la hija de Azucena.” Puedo estar de acuerdo o no con lo que transmite Hebe, pero es Hebe, y ella dice lo que quiere. Aclaro una cosa: no me pesa por ser la hija, sino por lo que no puedo hacer como Cecilia. Al contrario, que haya sido mi mamá significa un orgullo. Es como te dije antes: las Madres son un referente de lucha a nivel mundial, y Azucena estuvo en ese nacimiento.
Fuente:TiempoArgentino


“Les ganó, resistiéndose”
Publicado el 27 de Marzo de 2011
A fines de 2004, después de una solicitud elevada a la Cámara Nacional de Apelaciones porteña, el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) comparó muestras de ADN entre familiares de desaparecidos y restos de varias personas enterradas como NN en el cementerio de General Lavalle, cuyos cuerpos habían sido encontrados en las playas en diciembre de 1977. El análisis determinó que Azucena Villaflor era una del grupo, entre las que estaban dos madres secuestradas en la iglesia Santa Cruz, horas antes de que una banda armada la interceptara en Avellaneda: Esther Ballestrino de Careaga y María Eugenia Ponce de Bianco. Todas habían sido arrojadas vivas al mar en los llamados “vuelos de la muerte”.
“En la marcha del 24 de marzo de 2005 alguien comentó que la gente del Equipo quería hablar conmigo –recuerda Cecilia–, y cuando fui me pidieron autorización para un análisis. Lo hicimos en un laboratorio de Córdoba, pero como no estaban conformes con el resultado se envió a los Estados Unidos, donde la compatibilidad fue de más del 90%. Me siento tocada por la varita mágica –agrega–, porque entre 30 mil desaparecidos es increíble haber tenido la posibilidad de identificarla, y a partir de eso hacer el seguimiento de que estuvo menos de una semana en la ESMA, que fue torturada al segundo día, que la tiraron al océano desde un avión. Para mí fue como una victoria. Mi vieja les ganó, resistiéndose y negándose a quedar en el mar, y saliendo a la orilla, comprobando fehacientemente los ‘vuelos de la muerte’”.
“De mi hermano Néstor no sé nada –finaliza Cecilia–, desconozco dónde estuvo, qué le hicieron. Por eso lo de mamá lo veo como un triunfo. Te da otra seguridad en la vida, otra forma de pararte frente al dolor.”
Fuente:TiempoArgentino                                                        

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