Desencuentro
Año 4. Edición número 160. Domingo 19 de junio de 2011
Por Claudio Zeiger, escritor. Su último libro es El paraíso perdido
En una simetría bastante asimétrica pero aun así aceptable, se iban a cumplir los 25 años de la muerte de Borges, el 14 de junio, faltando diez días para el centenario de Ernesto Sabato, el 24 de junio. Se sabe el desenlace: Sabato murió el pasado 30 de abril, poco antes de cumplir los cien años, y Borges se mantuvo en sus trece.
Así, asimétricos pero no tanto, transitaron parte del siglo XX, se conocieron en el ámbito de la revista Sur cuando Sabato parecía ser un pollito mojado que venía de la ciencia y por lo tanto no iba a interferir en la fiesta de pocos de las letras de la elite. Ernesto acababa de publicar Uno y el Universo donde, entre otras reflexiones acerca del ancho mundo, puede leerse: “A usted, Borges, heresiarca del arrabal porteño, latinista del lunfardo, suma de infinitos bibliotecarios hipostáticos, mezcla rara de Asia Menor y Palermo, de Chesterton y Carriego, de Kafka y Martín Fierro, lo veo ante todo como un Gran Poeta. Y luego así: arbitrario, genial, tierno, relojero, débil, grande, triunfante, arriesgado, temeroso, fracasado, magnífico, infeliz, limitado, infantil, inmortal”.
La suma de lugares comunes, no desacertados pero comunes al fin, no quita que resultaba bastante obvio que en ese momento, alrededor de 1945, Sabato no se animaba a entrarle a Borges, a desnudarle el hueso. Pero era evidente que ya eran distintos, muy, y andaban en proyectos literarios bien diferentes.
La gran ruptura sobrevendría diez años después, en 1956, cuando se pelearon más por un uniforme que por una pollera: el del general Aramburu, sobre todo. Entretanto, hay versiones, conjeturas. Según Julia Constenla, la biógrafa de Sabato, cuyo libro de 1997 acaba de reaparecer corregido y aumentado (sobre todo, clausurado por la muerte de Sabato y el silencio que ella señala como su rasgo más saliente de los últimos años), consigna que se frecuentaban y compartían tertulias y fiestas pero que no eran amigos lo que se dice amigos (lugar obviamente ocupado por Bioy Casares, que pronto aparecerá en escena), aunque también señala que para la madre de Borges, Sabato era quien mejor lo conocía a Georgie.
Sabato solía comentar con sorna que Borges tenía un par de informantes que lo mantenían al tanto de los sucesos de los arrabales. Julia Constenla se sorprende porque en la biografía de Horacio Salas sobre Borges, Sabato apenas aparezca mencionado en algunas oportunidades sueltas.
Todo andaba más o menos bien en el país del “dictador” luego devenido “Tirano Prófugo” hasta que vinieron los dictadores “de en serio” y lo derrocaron. Entonces, Sabato vio la tristeza en los ojos de una chinita del interior y decidió que era obsceno festejar frente a la tristeza del pueblo real. Lo cierto es que se colocaba del lado de una tradición más humanista, más nacional, en donde alguna vez había estado Eduardo Mallea (quizás el escritor a quien Borges más odiaba) y donde también se ubicó el furibundo antiperonista Martínez Estrada. Sabato escribió El otro rostro del peronismo, y para qué. Fue expulsado del Parnaso por señalar los abusos de poder, sobre todo de Aramburu, y por rescatar la justicia social del peronismo. También, dato no menor, en todo ese entrevero Sabato se volvió importante, se hizo alguien. Y entonces sí se acabaron los buenos modales.
Sabato empezó su larga carrera de Escritor Cívico. Borges se disponía a entrar en la Fama Internacional de los ’60, lo contrario de aquella infamia de la historia universal, que es ni más ni menos que la falta de nombre, de gloria, de fama y de honor. Uno quería ser el ciudadano ejemplar y moral. El otro, un caballero y un dandy, para quien una frase ingeniosa y carente de moral vale más que un valor ético; sostiene otros valores, por ejemplo, el coraje. Uno aspiraba a ser una mezcla de francés y ruso; el otro, un inglés criollo. Uno murió en Santos Lugares, el otro en Ginebra.
A fines de los ’60, en El escritor y sus fantasmas, Sabato le dedicaría a Borges un extenso artículo, “Los Dos Borges”, donde ya no se mostraría tan tímido y respetuoso como en aquellas líneas de Uno y el Universo, probablemente porque él ya era el escritor de El túnel y de Sobre héroes y tumbas y porque empezaba a tener más claras las diferencias. Dirá que es un hombre fascinado por el mundo real, pero que esa fascinación lo aterra y, por lo tanto, lo lleva a encerrarse en la torre de marfil. Ahí, otra vez, se sellará la cuestión: al escritor cívico, Sabato agregará su perfil de comprometido y abierto a los horrores del mundo. Borges, en su torre. Otra vez, si se quiere, un lugar común pero bastante acertado.
Ya no habría tanta reunión, tertulia y fiesta aunque en los ’70 coincidirían en algún encuentro, en alguna entrevista, inclusive en libros de diálogos. Borges y Sabato eran entonces muy célebres, mitos vivientes y un buen negocio cultural. Pero donde tristemente más coincidirían fue en el almuerzo desnudo del 19 de mayo de 1976 con Videla, uno de los episodios eminentemente incómodos de la literatura del siglo pasado, que luego se volvió justamente conocido porque en dicha reunión el padre Castellani reclamaría por la vida de Haroldo Conti.
Para no terminar con estos tintes sombríos, se puede agregar a esta historia de dos hombres y dos destinos una serie de perlas del arte de la conversación y sobre todo de la injuria. Están al alcance de todos en el Borges de Bioy, ese testimonio de una de las memorias más prodigiosas y resentidas de la que se tenga noticia. En un juego de espejos vertiginoso, Bioy hace decir a Borges los peores comentarios acerca de Dios y María Santísima, y uno de los bocados favoritos no podía dejar de ser, claro, Sabato.
“Al enérgico mal gusto, la desenfrenada egolatría, la sincera preocupación por el propio y continuado triunfo, hay que agregar la melancolía porque éste no sea mayor y el entusiasmo con que acoge los modestos productos de su mente activa y mediocre”, señala Bioy que dijo Borges.
En 1979, en una entrada del 27 de junio, Bioy consigna: “En una entrevista le preguntaron: ¿qué me dice de Sabato? Contestó: He venido a hablar de cosas agradables”.
Bioy no lo quería para nada a Sabato pero quizás había algo más. Hablando con Borges, dice: “Mientras viva, Mallea será un escritor de algún nombre, después se hundirá en el olvido como si fuera de plomo. ¿Quién se atreverá a reeditar sus novelas? Nadie. Sabato también desaparecerá sin dejar rastro, después de la muerte. Es curioso el caso de Sabato: ha escrito poco, pero ese poco es tan vulgar que nos abruma como una obra copiosa”. Borges: “Nunca le tuve afecto”.
Va quedando más claro: Bioy lo odiaba, quizá porque Sabato había osado disputar alguna vez ese lugar de amigo o par íntimo de Borges. Borges no llega a tanto: no le tuve afecto, como si esa frase fuera el resultado de una meditación alrededor de algún sentimiento que efectivamente tuvo, en alguna parte, alguna vez.
Quizá Sabato algo llegó a entrever de Georgie de lo que nadie se daba cuenta salvo la madre; parafraseando, exagerando, el otro rostro de Borges, ese “Borges relojero” que bien pudo aludir a un “Borges laberíntico” o “Borges fabricante de espejos”, o quizás algo más sencillo, más improbable y más deseado por Sabato: un Borges de artes y oficios, un posible camarada del tímido y militante joven Sabato, un compañerito del colegio… todos rastros de una amistad imposible.
Fuente:MiradasalSur

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