Publicado el 12/09/2011
"TODAS ESAS CARTAS QUE VOLVÍAN".
En la década del ’70, Mercedes Orlando era docente en una escuela regenteada por la Compañía de María en Villa Nocito y asistente social en la Municipalidad de Bahía Blanca.
De licencia en su cargo comunal, la madrugada del 21 de marzo de 1976 fue secuestrada en su domicilio por una decena de personas, “algunos estaban en el frente de la casa y otros la habían rodeado”.
El grupo estaba conformado por uniformados -algunos parecían “soldaditos”- y hombres de civil con armas que golpeaban las persianas del frente y la parte trasera de la vivienda en forma simultánea.
“Estaba sola con mi madre, abrí, me sacaron como estaba, con camisón y chinelas. A los gritos me llevaron, creo que había más de un vehículo en la puerta. Me colocaron en la parte trasera, me vendaron. No podría precisar que distancia recorrimos, más tarde supe que había estado en La Escuelita”, declaró la mujer.
Al rato, la patota volvió a la casa de su madre identificándose como policías y se llevó todos sus libros. “Mi madre estaba en una crisis total porque todavía no sabía nada y le decían ‘Su hija no es ninguna santa’. Mis libros eran de mi carrera de asistente social y algunos de educación”.
El bueno de La Escuelita
En el centro clandestino de detención y torturas la ataron a un elástico de una cama y comenzaron a preguntarle si conocía a alguna de las personas que le nombraban. “Me hablaban de una tal Mariana y yo repetía mi nombre, me hablaban de personas que realmente no conocía”.
Los interrogadores cambiaban pero las preguntas eran siempre las mismas. Mercedes se daba cuenta que uno de sus captores “creía lo que decía”. El hombre de la voz grave iba y venía en su rol del “bueno”, proponía al resto que pregunten al arzobispo quién era ella.
La picana era una amenaza constante pero no llegaba a concretarse. El lugar era un medio arbolado, con olor a verde, y si aflojaba la radio que estaba siempre a volúmenes altísimos se llegaban a escuchar pájaros.
“No puedo precisar la cantidad de horas pero ya al amanecer esta persona de la voz distinta a la que yo me aflojaba un poco porque me daba cuenta que creía lo que decía y no insistía, dio la orden de subirme a un vehículo y de allí me sacaron con más gente, me dieron vueltas por la ciudad y me dejaron cerca de la casa de mi hermana”, dijo al tribunal.
“Había encontrado protección”
Luego de su liberación, ese hombre de voz gruesa, que tenía ascendiente sobre los demás como para frenar la picana y al que apodaban ” Tío” iba a tomar otro protagonismo en su vida.
“Supe que era Mario Mancini porque días después empezó a llamar a mi domicilio para prometerme que me iba a devolver todos los libros que me habían sacado y así sucedió. Además me decía que tenía que presentarme en la escuela. Yo estaba aterrorizada, no quería ir a trabajar. Me pedía que no tenga miedo que me iba a acompañar a ver a monseñor Mayer”, recordó la testigo.
Mancini siguió llamándola hasta que comenzaron “una relación afectiva” que se prolongó durante poco más de un año.
Mercedes afirmó que “él estaba en el Servicio de Inteligencia, me llamaba desde allí. Pero no tenía datos o no los preguntaba, no sé si porque tenía miedo o porque no quería saber. Había encontrado protección pienso yo, al no saber por qué me habían ido a buscar temíamos que volvieran”.
“Tengo una hija producto de esta relación. Yo supe quién era cuando en el año ’78 se fue a una agregaduría militar en Perú. Intenté comunicarme y le enviaba cartas como Mario Mancini, todas esas cartas me volvían. A esa altura ya había pasado dos o tres meses que tenía a mi hija, estaba mal. Intervino un familiar de mi madre que estaba en la marina y se encargó de hacer conexiones para averiguar quién era. Entonces me dijeron que tenía otro nombre, que era Santiago Cruciani y que tenía otra familia con esposa e hijas en Mar del Plata”, relató Mercedes.
Respondiendo a las preguntas del tribunal, comentó que en varias ocasiones le pidió al torturador por Horacio Russin con quien había trabajado en Cáritas. Juntos fueron hasta la parroquia de Sánchez Elia a preguntarle al cura Navarro por él. Mancini o Cruciani decía que lo tenía la Armada. La historia dice que los marinos lo entregaron al Ejército y se lo vio por última vez en La Escuelita.
Fuente:JuicioVCuerpoEjercitoBB.
11/09/2011
PREGUNTAS QUE REVIVEN LA TORTURA
María Emilia Salto militó en los primeros años de la década del ’70 en el peronismo de Neuquén y Río Negro. En los meses previos al golpe la persecución en el sur la obligó a continuar su tarea en los barrios de nuestra ciudad.
Eran tiempos de inestabilidad política donde “había gente que había sido detenida y no se sabía nada”. La represión ya estaba en la calle, el golpe todavía no. María Emilia declaró en el juicio que en ese contexto era contenida en Bahía Blanca por su organización política que debatía internamente qué actitud tomar ante el gobierno.
La mañana del 29 de diciembre de 1975 salió hacía el barrio Noroeste. En el camino la detuvieron y la metieron en un patrullero de la policía de la provincia de Buenos Aires.
Como ya había sido detenida política durante la dictadura de Lanusse intuía lo que se venía. “Salté porque quería que me mataran”, dijo y agregó que al policía la sorpresa le impidió disparar.
En el carro de la bonaerense se encontró con Laura Manso, una compañera que venía del sur, y con el bahiense Daniel Bombara. Los tiraron al piso y los vendaron. De ese vehículo los cambiaron a otro, más grande y con el piso hirviendo. Los tres militantes seguían juntos. Subieron y bajaron varias veces.
Uno de los lugares por donde pasaron “estaba fresco, con olor a árbol y pájaros”. Empezaron los interrogatorios y la tortura. María Emilia no supo si era la misma habitación u otra. La desnudaron, la ataron de pies y manos sobre algo metálico y la picanearon en sus muslos, antebrazos, senos y genitales. Le tapaban la boca y la nariz.
Estaban furiosos con un atentado ocurrido poco tiempo atrás. Daban por sentada su participación. “A ver ahora……Danielitoooo… el profesor!”, escuchó. Insultos, perversión. A Daniel lo golpeaban con algo que parecía goma o palos en el cuerpo. Lo pateaban como si hubiera algo particular contra él.
Ese ensañamiento sumado a la respiración agitada que tenía el trabajador universitario -supone que era asmático-, de pronto se transformó en un silencio absoluto, un “silencio de muerte”. Siempre con la venda María Emilia declaró que siguieron susurros, puertas que se abrían y se cerraban y corridas.
La subieron a un camión y a su lado tiraron a alguien, “un cuerpo que no decía nada”, no se movía. “Creo que Daniel murió en la tortura”, aseguró.
En la próxima parada le quitaron la venda y descubrió que estaba en una comisaría. La ingresaron como una presa común. Un par de días después la trasladaron a la cárcel de Villa Floresta.
Presa política
La vida en la Unidad Penal comenzó sin revisación médica y en un cuarto hermético. Mezcladas las presas comunes con las políticas, María Emilia se encontró con Laura Manso quien le comentó la versión publicada por La Nueva Provincia que afirmaba que un comando montonero había intentado secuestrar el cuerpo de Daniel Bombara.
El trato de las celadoras era de mucho resentimiento hacia “las subversivas” e intentaban que el mismo sentimiento se reproduzca en las “comunes” presentándolas como “nenas de clase media” y “guerrilleras”. La humillación era constante y se destacaba una funcionaria penitenciaria de apellido Ferrero que disfrutaba del acoso que llegó hasta el robo de una biblia familiar solo porque a la testigo “le hacía bien”.
El 27 de febrero de 1976 María Emilia fue trasladada a la cárcel de Olmos y luego en avión hasta la unidad de Villa Devoto. La visitó el juez federal de Bahía Blanca, Guillermo Federico Madueño con un secretario, la acusaban por tenencia de material subversivo. La interrogó, ella le dijo que había sido torturada. Al tiempo envió la comunicación donde la sobreseían porque “el Ejército no había aportado las pruebas que decía tener”.
Dejó la cárcel en octubre de 1981 e ingresó en un régimen de libertad vigilada que la obligaba a vivir en casa de su madre en Cipolletti donde tenía que concurrir cada tres días a la comisaría y tenía prohibido participar en reuniones públicas. Esto duró un año más, al terminar la guerra de Malvinas quedó en plena libertad.
Otros nombres, las mismas preguntas
Sobre el final del testimonio se produjo un fuerte debate entre la Fiscalía y las querellas, el tribunal y la defensa -encabezada por el jurásico Eduardo San Emetério- en torno a la revictimización que significaba interrogarla acerca de su rol en la Juventud Peronista y su vinculación con Montoneros.
Particularmente, pretendían conocer mayores detalles sobre la “contención” otorgada por las organizaciones a María Emilia en su estadía en Bahía Blanca. Luego de las intervenciones del fiscal Córdoba y la querella advirtiendo la improcedencia del punto, los jueces interpretaron que la palabra Montoneros no implica ningún descrédito y mientras pedían reformular la pregunta al defensor, la testigo advirtió con firmeza que no tenía ningún inconveniente en responder dado que lo había hecho “en reiteradas ocasiones durante la tortura”.
Así culminó su testimonio sobre esta historia que le dejó “secuelas psicológicas”, un gran esfuerzo para encauzarse en “una vida normal”, pesadillas y sobresaltos ante gritos y actitudes autoritarias y la humedad y el frío de las cárceles impregnados en su cuerpo. Sin embargo, con todo eso a cuestas, militó, ocupó cargos políticos en su provincia y hoy conduce una Fundación que impulsa actividades que aportan al bienestar de su comunidad.
Columna publicada en el Diario Río Negro el 12 de septiembre
EN CLAVE DE Y
Bahía Blanca
Hace poco compartí con usted los sentimientos que suscitaban en mí la certeza de tener que volver a la ciudad de Bahía Blanca. La columna se llamó “Bahía Negra”. Quizás le ha ocurrido: evitar un lugar aún en los pensamientos, porque los acontecimientos vividos generan miedo, tristeza, bronca. Todo acumulado, todo acrecentado por el tiempo y ese trabajo sucio que hace algún lado nuestro con lo que nos ha dañado: lo eleva a la categoría de ídolo sombrío.
Y tuve que volver. Después de treinta y seis años, tuve que volver a testimoniar esos días de pesadilla, los tiempos que aunque teóricamente democráticos –finales de 1975–, el golpe de estado campeaba allí de hecho: represión, impunidad, tortura, muerte.
Es brava una cita con la propia historia, aun sabiendo que desandar ese tortuoso camino traería justicia, como de hecho sucedió. Aun con la seguridad de que ahora los juzgados eran ellos, los represores; de que habría a mi alrededor un mecanismo humano y legal de contención, de que mi familia y amigos, como antes, como siempre, estaban apuntalando mi vacilante valentía.
Así se produjo lo que Margarita llamó “Operación Blanca Bahía”. Tres hermanas, Margarita, Mariela y yo nos fuimos desde estos lares del Valle, Nina bajó desde Córdoba y Pancho desde Trelew. Una cadena de sangre y afectos que junto a mensajes, llamadas, alientos, hicieron pie en la ciudad de mis fantasmas.
La experiencia que me transmitían era que testimoniar en el lugar adecuado, en la Justicia, traía como compensación un enorme alivio. No sé exactamente si llamarlo así. Sé que saldé de un tirón toda mi historia, equilibré cualquier balanza tambaleante, esa balanza personal que ora dice “hiciste bien”, ora dice “fallaste”.
Sé que hice justicia con Daniel Bombara, al ser yo testigo directa de su muerte en la tortura, y con Laura Manzo, que falleció hace pocos años sin poder estar en ese estrado para decir lo mismo. He hablado por mí y por mis muertos.
¡Uau! Lo escribo y me estremezco. Creo que caeré poco a poco en la cuenta de las consecuencias, personales y sociales, de ese intenso día en que se produjo el hecho que puedo identificar como más sanador: la transformación de una ciudad tabú en un lugar más de los significativos en mi vida, borrado como cenagal de miedos y broncas.
Hay momentos que quedarán indelebles en mi memoria, y son contados y recontados como una epopeya: la carrera contra el tiempo de mi hermana Nina, que no llegaba, y si llegó fue porque el universo conspiró a favor, como dice Pablo Coelho cuando la causa es buena. Fui la última testigo de esa tanda, los jueces hicieron un cuarto intermedio antes de escuchar mi testimonio; y el chofer del colectivo, sabiendo a dónde iba, la dejó a pocas cuadras, de tal forma que al tiempo que yo entraba al salón de actos de la Universidad del Sur –lugar donde se desarrollan los juicios por delitos de lesa humanidad– ella ingresaba al lugar del público.
Puedo disfrutar ese paseo a la noche, por el medio de la plaza central de la ciudad: cuatro hermanos riendo y charlando, dejando salir toda la tensión y saboreando la mutua cercanía. La generosidad de Pancho, su buen humor, su optimismo contagioso. El viaje de ida y de vuelta en el auto, con estas dos hermanas de tanta pila que charlamos y reímos todo el camino.
Y, como queríamos hacer, fuimos al mar. El enorme, sereno, cambiante mar que en cualquier lugar donde pise su costa lamida por las olas, me produce bienestar, esta vez tan profundo como mis viejos horrores, tan hermoso como la recuperación de mi presente. Los recuerdos están donde tienen que estar: en el pasado.
MARÍA EMILIA SALTO
Fuente:JuicioVCuerpoEjercitoBB
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