11 de septiembre de 2011

Una caravana infernal que empezó en La Plata y terminó con un pelotón de fusilamiento en la zona de Ranelagh.

Tres fusilados y un muerto en el baúl
Año 4. Edición número 173. Domingo 11 de septiembre de 2011
Por Daniel Cecchini y Alberto Elizalde Leal
Muertes en la portada. El 19 de marzo de 1976, el diario platense El Día llevó los asesinatos en la tapa.
Una caravana infernal que empezó en La Plata y terminó con un pelotón de fusilamiento en la zona de Ranelagh.
Son más de las tres de la mañana del 18 de marzo de 1976 cuando los tres autos se detienen frente al establecimiento Las Hermanas, en una zona despoblada cercana al Barrio Marítimo de Ranelagh. Estacionan, al costado del camino, uno detrás del otro: los dos Ford Falcon adelante y el Fiat 128 último. Del asiento trasero del primer auto sacan a un joven corpulento, encapuchado y con las manos atadas con cinta de embalar. Del segundo Falcon sacan a otros dos, también cegados y maniatados, y los arrastran de los brazos junto al primero. Los tres quedan de pie, sin poder ver, a pocos metros de la banquina. Recién entonces les quitan las capuchas. Es lo primero y lo último que ven: los miembros de la patota –que esa noche son doce o trece– parados frente a ellos, bien cerca, con las armas apuntándoles. Una de las víctimas reconoce a uno de los asesinos y alcanza a gritarle algo. La madrugada retumba con disparos de Itaka, de 11.25 y de 9 milímetros. Ninguno de los integrantes del grupo de tareas de la Concentración Nacional Universitaria (CNU) escatima balas.
A una orden, uno de los asesinos abre el baúl del primer Falcon y entre dos, forcejeando, sacan otro cuerpo. Lo cargan con dificultad hasta donde yacen los fusilados y lo tiran encima. Finalmente, para consumar el ritual, todos vuelven a disparar, sobre los cuerpos caídos, como si quisieran matar a la muerte. Cuando los tres autos giran en “U” sobre el camino para volver a La Plata, Dardo Omar Quinteros, sentado al volante del primer Falcon, vuelve a tocarse la mejilla –que comienza a amoratársele– y se queja: “¡Qué noche de mierda!”.

Dos tiros en la cabeza. Quinteros había cobrado lindo esa noche, durante el primer secuestro. Enrique Rojas, estudiante de Derecho, lo conocía. Apenas lo subieron al Falcon le vio la cara y supo que lo iban a matar. Sin pensar en las armas empezó a repartir puñetazos y codazos a la marchanta. En el despelote astilló la luneta trasera de una patada. No podían pararlo. Alcanzó a bajarse del auto, pero hasta ahí llegó. Lo agarraron entre cuatro y lo llevaron hasta el baúl mientras forcejeaba y pedía auxilio a grito pelado. Siguió pateando y gritando cuando lo pudieron meter. El último grito se le cortó en la garganta cuando Carlos Ernesto Castillo (a) El Indio le metió dos balazos en la cabeza con una pistola 22: balas chicas, sin orificio de salida, no fuera cosa de dañar la carrocería.
Antes de volver a subir al auto, Quinteros le protestó a Castillo:
–¡Che, Indio, boludo, me cagó a trompadas! ¡¿Cómo me vas a dejar solo?!
El Indioguardó la pistolita y ensayó un gesto vago que pareció una disculpa, pero no le contestó. Ninguno de los dos se dio cuenta de que el baúl había quedado mal cerrado.
Todavía les quedaba mucho por hacer esa noche, pero las complicaciones no terminaron ahí. Habían hecho dos o tres cuadras cuando Quinteros vio que la aguja del tablero marcaba que casi no quedaba nafta.
–Vamos a cargar –dijo Castillo.
–Pero…, ¿y qué hacemos con el fiambre?
–No importa, vamos a cargar.
La estación de servicio de la calle 1 estaba desierta, y al playero le dio mala espina el Falcon con cuatro tipos que se detuvo junto al surtidor y los otros dos autos que se quedaron sobre la calle, con los motores en marcha. Peor fue cuando se abrió el baúl del auto y Quinteros lo cerró de un golpe, puteando. El playero giró la cabeza rápido, como si no hubiera visto nada, como si siempre hubiera estado mirando para otro lado. Ni siquiera miró los billetes cuando le pagó, propina incluida.
La investigación de Miradas al Sur identificó a diez de los miembros de la patota de la CNU que operó esa noche. Además de Quinteros y Castillo, participaron Martín Osvaldo Sánchez (a) Pucho, Antonio Agustín Jesús (a) Tony, Gustavo Guillermo Fernández Supera (a) El Misto, Ricardo Calvo (a) Richard, David Massota (a)Feiño, Néstor Causa (a) El Chino, y los policías Alfredo Ricardo Lozano (a) Boxer y Vicente Ernesto Álvarez.

Caravana infernal. La segunda parada de la caravana fue en la casa de avenida 66 N° 357, entre 1 y 2, donde secuestraron a Eduardo Julio Giaccio, de 27 años, directivo de la Agrupación Gremial de Empleados por Reunión del Hipódromo de La Plata. Lo metieron en el asiento trasero del primer Falcón y lo llevaron a una de las casas operativas de la patota, en 65 y diagonal 113. El Indio necesitaba información pero no quería perder tiempo. Todavía les quedaba más por hacer esa noche. En lugar de sacarlo del auto y llevarlo hasta la casa rodante que utilizaban para torturar, dijo: “¡Ténganlo!”. Mientras dos integrantes de la patota apretaban a Giaccio contra el respaldo del asiento trasero, Castillo le puso en el cuello una soga con nudo corredizo, sacó el cabo por la ventanilla derecha del Falcon y ordenó que subieran el vidrio hasta dejar apenas una hendija. Entonces, desde afuera, apoyando un pie contra la puerta del auto para hacer mejor fuerza, comenzó a tirar de la soga.
–¡Cantá, hijo de puta, cantá! –gritó primero, sin preguntar nada.
Giaccio se asfixiaba.
–¡Qué querés, qué querés! –alcanzó a balbucear cuando Castillo aflojó el tirón.
“Era una cosa de locos, El Indio tiraba de la soga y le preguntaba cosas a los gritos, pero tiraba tanto que el tipo se asfixiaba, no podía hablar. Y cuando aflojó Giaccio se puso a cantar unos versos o algo así… me parece que eran unos versos, qué sé yo, en lugar de hablar. Yo estaba lejos y no lo escuchaba bien. Entonces El Indio se puso como loco y tiró más. Me pareció que lo mataba ahí nomás. De pedo no lo mató”, relató uno de los asesinos, que accedió a hablar con los autores de la investigación de Miradas al Sur a cambio de mantener en reserva su identidad.
Eran cerca de las dos y media de la mañana cuando los integrantes de la patota volvieron a subir a los autos para una penúltima parada: la casa de la calle 61 N° 229, donde vivían los hermanos Gerardo y Raúl Arabel, de 24 y 26 años, estudiantes de Medicina y también empleados por reunión en el hipódromo platense. Atados y encapuchados, los subieron al asiento trasero del segundo Falcon. Ya era tarde para volver a la casa operativa, de modo que los interrogaron a los golpes mientras la caravana enfilaba por el camino General Belgrano rumbo a Ranelagh, con un cadáver en el baúl y tres secuestrados que iban a ser fusilados.

“¡Deciles que no me maten!”. En su edición del día siguiente, 19 de marzo de 1976, el matutino platense El Día titulará: “Un grupo terrorista raptó y asesinó a cuatro jóvenes platenses”. En la bajada precisará: “Las víctimas trabajaban en el hipódromo”. En la nota sólo identificará a Eduardo Julio Giaccio, Gerardo Arabel y Raúl Arabel. Deberán pasar otras 24 horas para que se conozca el nombre de la cuarta víctima, Enrique Rojas, el único que ya está muerto, dentro del baúl del primer Falcon, cuando la caravana se dirige hacia Ranelagh violando con los focos de los autos la oscuridad del camino General Belgrano.
Son más de las tres de la mañana cuando bajan de los autos a los tres que todavía están vivos. Apenas le quitan la capucha, Eduardo Julio Giaccio ve las armas que lo están apuntando y reconoce la cara de uno de sus secuestradores. Lo mira a los ojos y le implora.
–¡¿Qué me van a hacer?! ¡Deciles que no me maten!
La única respuesta que recibe es la de las balas que lo atraviesan.
La caravana infernal vuelve a tomar el camino General Belgrano para volver a La Plata. A la altura del cruce con el Centenario, Dardo Omar Quinteros vuelve a acariciarse la mejilla y se queja una vez más.
–¡Qué noche de mierda, che, qué noche de mierda!
Nadie contesta.
Fuente:MiradasalSur

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