14 de diciembre de 2011

El debate sobre la creación del Instituto de Revisionismo Histórico.

Las narraciones de la historia
El debate sobre la creación del Instituto de Revisionismo Histórico
Por Juano Villafañe *

Más historia nacional y popular
Como lector, a uno también le interesa la historia como relato y los propios accidentes con que se traza el camino. Convencer entonces sobre un destino nacional que tiene sus precedentes en los propios acontecimientos históricos no deja de ser un desafío profesional que incluye estados políticos e ideológicos. Quizá lo que más se aproxime a esa historia sea la relación de los héroes reales con los sujetos reales que conformaron esa historia y que les dieron sentido justamente a esos héroes. Pero lo que también resulta atractivo para convencernos a nosotros mismos de la historia son las relecturas que ofrece la nueva situación política nacional, lo que implica necesariamente evitar que a una historia oficial se le oponga otra nueva historia también oficial.

Por eso, las confrontaciones binarias resultan siempre limitantes porque clausuran los accidentes del camino. Y para hablar de caminantes y accidentes resulta interesante reconocer la descripción que hace Ezequiel Martínez Estrada en Radiografía de la Pampa, en donde considera la dimensión de algunos hombres como “el baqueano o el rastreador, cuyos avatares últimos puedan verse en los conductores de multitudes y en los improvisadores del saber”. Aquellos oficios terrestres de ciertos caminantes de la huella se proyectarán también en los liderazgos políticos y en las disputas por el saber. Más allá de que sea criticable cierta limitante de lo que fue una telúrica nacional porque supuestamente permitía en un sentido ocultar las extensiones de los grandes latifundios, la búsqueda existencialista daba también identidad a un ser nacional que se constituía a sí mismo dentro de las extensiones solitarias de nuestras llanuras. Un revisionismo entonces que necesita de un nuevo revisionismo que contemple la problemática sobre la propiedad de la tierra y a la vez permita pensar en una ontología nacional que nos explique nuestro ser y nuestro estar con un sentido crítico.

Por eso entiendo que el debate que ha suscitado el reciente decreto presidencial que permite la creación del Instituto de Revisionismo Histórico no deja de ser interesante. Un debate que quizá no deba cristalizarse entre académicos “científicos” y divulgadores “plebeyos”, o entre representantes del país central y del país periférico, o entre unitarios y federales.

La definición unilateral de los personajes históricos tiene sus limitaciones. La generación del ’37 no puede sólo verse como la expresión de dos sujetos contrapuestos, como muchas veces se reconoce a Alberdi y Esteban Echeverría, el primero un “nacional y popular”, y el otro un “afectuoso reaccionario”, como lo definió José Hernández Arregui un su ensayo “¿Qué es el ser nacional?”. Tampoco el jacobinismo criollo necesariamente debería interpretarse como un liberalismo europeizante, más allá de su desarrollo precario en nuestras latitudes. Como el término “nacional y popular” no sólo representa una ideología fundante en intelectuales como Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche y Jorge Abelardo Ramos, se trata de un término también acuñado por Antonio Gramsci en sus Cuadernos de la cárcel. El propio Héctor P. Agosti define al autor de La cautiva como “nacional y popular” dentro de la tradición romántica, en su ensayo titulado “Echeverría”.

Tampoco resultaría oportuno desconocer la historia de la Vuelta de Obligado como ejemplo de soberanía nacional porque Juan Manuel de Rosas terminó viviendo sus últimos días en Inglaterra. Incluso la figura de Sarmiento no puede recordarse únicamente por la frase con que intenta definir la historia de los habitantes de Nuestra América como la de “toldos de razas abyectas, un gran continente abandonado a los salvajes incapaces de progreso”. El propio José Martí le responderá al autor de Facundo con una frase ya histórica: “No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”. Para darle un sentido contemporáneo al pensamiento martiano, podríamos agregar “y la naturaleza de las cosas”. Falsa erudición, entonces, de un mundo académico que pretende clausurar la historia como una cosa o propiedad privada, como intenta cierta historiografía mitrista-liberal, frente a una naturaleza que busca expandirse sin cosificaciones o estados alienantes.

Estamos viviendo nuevas condiciones políticas en el país y en América latina. El kirchnerismo representa, como se ha dicho, una fractura en la historia. Los desafíos implican para todos salir de las zonas de clausura. Para ello hay que ampliar en términos reales e históricos la propia galería de una genealogía de líderes y masas que no quede recortada por un revisionismo maniqueo. Las transformaciones que se han conquistado y las que faltan realizar requieren de más historia, de la suma de pluralidades revolucionarias, de un nuevo revisionismo del revisionismo y tan nacional y popular como de izquierda.
* Director artístico del Centro Cultural de la Cooperación.

Académicos contra el pluralismo
Por Roberto Follari *

Es cierto, nos gustaría –como alguien ya ha señalado– haber visto a estos impolutos académicos enrolados en luchas de mayor importancia: contra la invasión de Afganistán, contra el ajuste en Grecia, contra los desalojos en Santiago del Estero. Ellos, en cambio, tienen intereses más acotados: el propio campo académico, la legitimidad de la propia escritura.

Así, la fundación del Instituto Dorrego desde el gobierno nacional les ha parecido digna de extrema atención. Alguien ha alertado sobre el supuesto tinte “totalitario” de esa decisión, mostrando una mirada preocupada por cuestiones modestas a la hora de pensar el destino global de la Nación. No es en este punto donde cabría pensar las principales cuestiones sobre este país en sus últimos años: quizá sea más importante la estadística de la Cepal que indica que Argentina es el país latinoamericano que más rebajó los niveles de pobreza en los últimos diez años. O la comprobación de qué cosas se dicen en una prensa que se ha autoadjudicado el lugar de oposición y que puede adjetivar insultantemente los nombres de las máximas autoridades democráticas de la Nación todos los días. Se trata de furiosos ataques antigubernamentales que, ciertamente, jamás podrían ocurrir en una condición de poder totalitario; más bien muestran que estamos en sus antípodas.

No soy historiador; sí me dedico a la epistemología, y me sorprende la ingenuidad epistémica que ronda algunos puntos del debate. Los enormes problemas de una disciplina como la historia (a la que, por ejemplo, Hayden White discute su rango de cientificidad) son arreglados con encendidos y abstractos llamados a la “rigurosidad”, la “objetividad”, la “ciencia”. Así, la advertencia de White, que muestra que los nexos lógicos entre los hechos del pasado no son deducibles de los hechos mismos, lo lleva a decir que la “history” es comprable con una “story” (cuento): nada que ver con la pretensión de que la historia pueda eliminar por completo aspectos subjetivos; no hay rigor alguno que pueda superar esa condición de plena objetividad imposible.

Peor aún: nada se suele decir por quienes cuestionan al nuevo instituto sobre la cuestión de la ideología. ¿Creerá alguien que existe una ciencia social –si damos ese estatuto a la escritura sobre la historia– que sea independiente de las ideologías? ¿Hay historia avalorativa, aideológica?

Por una parte, no hay peor ideología que la que domina a aquellos que creen que no portan ideología. Son los que confunden su propia ideología con los hechos mismos: allí la ideología funciona a pleno, pues ha logrado disfrazarse como descripción objetiva de lo real. En consecuencia, la oposición entre “historia rigurosa” e “historia con toma de posición” es en realidad la que opone a quienes son –o se fingen– ignorantes de su propia ideología, y la de los que asumen la propia y tienen la honestidad de hacerla explícita. Este último es el caso de los revisionistas y del Instituto que en este caso se ha fundado. En cambio, los supuestamente neutrales pretenden escribir desde vaya a saberse qué nicho de ahistoricidad extracorpórea, un inexistente sitial carente de toma de posición.

Creíamos que estas ingenuidades eran propias sólo de periodistas desprevenidos (los que oponen su sacrosanto “periodismo independiente” al denominado “periodismo militante”), pero ahora vemos que en los más altos niveles de la planta intelectual del Conicet y de las universidades se repite el mito de la Inmaculada Percepción, quizá fruto de la despolitización que desde la dictadura se nos impuso.

Ligado a lo antedicho está el hecho más aceptado, pero ocultado en esta polémica, de que toda aproximación a los datos históricos está teóricamente mediada. Es decir, la ubicación de los datos depende de una problemática conceptual previamente establecida, tal cual desde Bachelard a Kuhn ha quedado por demás claro en quienes estudian las ciencias. De tal manera, ser serio es tomar partido teórico; jamás lo es la simple apelación a los datos o a “la objetividad”. Los serios son los que pueden decir desde dónde hablan; no los que hablan desde la cómoda generalidad de la apelación a “la ciencia” o “la objetividad”.

En fin, cabe agregar que quienes cuestionan al naciente Instituto lo hacen desde una pretendida defensa del pluralismo y la libertad de palabra. Enorme contradicción performativa (es decir, contradicción entre lo que se dice y lo que se hace al decirlo), el nuevo Instituto no es un impedimento a lo que hacen otros historiadores. Estos seguirán escribiendo, estudiando, publicando; de hecho, han dispuesto de los periódicos de mayor tirada nacional para explayarse en contra de la iniciativa gubernamental. Todas las escuelas historiográficas permanecerán con las mismas posibilidades de actividad que han tenido hasta ahora, nada les quitará la presencia o protagonismo que sepan ganarse.

De tal modo, en nombre del pluralismo estos historiadores van contra él. Quieren hablar sólo ellos, quieren acallar a la posición diversa expresada en el nuevo Instituto. Por cierto que el revisionismo histórico tiene todo el derecho a existir, como lo tienen los historiadores liberales y todos aquellos historiadores que se niegan a asumir desde dónde hablan y que se dicen impolutamente “historiadores científicos”.

Este gobierno mucho ha hecho por aumentar el número de becarios y de investigadores en estos últimos años; muy al contrario de lo que ocurría cuando gobernaban aquellos que son extrañados por sus detractores. Difícilmente se pueda adscribirle silenciar voces científicas: al aumentar el número de las voces se han plurificado de hecho posiciones, posibilidades de emisión, espacios de debate y escritura.

Por todo lo dicho, podemos afirmar que una voz efectivamente seria en este debate fue la de Galasso. Desde el marxismo, él se muestra en disidencia con el revisionismo, y por eso decidió no formar parte del nuevo Instituto. Lo destacable es que Galasso se hace cargo de su posición, la pone a debate y no discute que el instituto tenga derecho a existir; simplemente, señala que ese lugar no es el suyo. Ojalá en este debate se hubieran escuchado más voces sensatas como la suya, y no un coro de indignaciones notoriamente ideológicas que no son capaces de asumirse como tales.
* Doctor en Filosofía, profesor de la Universidad Nacional de Cuyo.
Fuente:Pagina12

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