26 de enero de 2012

Testigos necesarios. Ana Careaga /El trato a los testigos víctimas. Marcos Weinstein , Liliana Negro y Pablo Llonto‏.

Consecuencias subjetivas del terrorismo de Estado
Testigos necesarios
Al considerar el acto de quienes dan testimonio en los juicios por el terrorismo de Estado, la autora señala que “al valor jurídico probatorio que los convierte en ‘testigos necesarios’ se agrega la dimensión de restitución subjetiva. La palabra, en un escenario público que la sanciona con valor jurídico, acerca al sujeto a una dimensión reparatoria que, sin embargo, tiene un punto de imposibilidad”.
Por Ana María Careaga *
El testigo A. L., durante el juicio al ex capellán Von Wernich.
En los juicios por la represión clandestina e ilegal, durante la última dictadura militar, se ha dado en llamar “testigos necesarios” a los que pueden reconstruir lo sucedido por haber sido, en su mayoría, víctimas de esos delitos: detenidos-desaparecidos, familiares o allegados. El carácter oculto de aquella represión los vuelve imprescindibles para dar cuenta de los hechos que se constituyen en prueba contra los perpetradores. No contando en general estos sucesos, por su naturaleza, con testigos presenciales “ajenos a los mismos”, la víctima deviene responsable de probar el delito de lesa humanidad. Este testigo debe reconstruir, en su relato, algo que lo trasciende como individuo: es portador de un fragmento de la historia que lo involucra a la vez que lo excede largamente.

En la singularidad de cada uno de los testimonios que se escuchan día a día en las audiencias, se reconstruye una etapa de la historia argentina que, en su magnitud, era des-conocida por el conjunto de la sociedad. Esta reconstrucción se configura en la suma de vivencias únicas y singulares, que a la vez la tornan un solo relato colectivo en el cual se muestra la sistematización, repetición y planificación del terrorismo de Estado. “Una sola muerte numerosa”, escribió Tomás Eloy Martínez en Lugar común la muerte.

El testigo, colocado en el lugar del que, en sede judicial, demuestra la verdad de lo acontecido en los campos, debe así contar una y otra vez lo mismo, y esto deberá coincidir con el relato de los otros, que a su vez cuentan una y otra vez lo mismo, sucedido en diferentes rincones del país. Pero se trata de expresar lo imposible de ser dicho: algo que, en tanto traumático, es del orden de lo indecible.

Y esto es a la vez posible e imposible. Su posibilidad se encarna en la repetición de cada testimonio. Su imposibilidad, en la estructura misma del sujeto. Un ejemplo paradigmático, en la escena jurídica, es la insistencia en los dichos probatorios de los testigos, para que den cuenta presencialmente de los hechos de tortura que se les imputan a los reos. El esfuerzo de los testimoniantes por demostrar las prácticas de tortura efectuadas sobre terceros resulta ser, en muchos casos, un relato que excluye la mirada. Ante las preguntas de jueces o abogados defensores acerca de si el testigo vio cuando aplicaban tormentos, la mayoría da respuestas como: “Sé que lo hicieron porque vi a Fulano salir de la sala de tortura todo transpirado...”, o bien “... sacado”, o “Lo sé porque cada vez que eso pasaba ponían la música a todo volumen” o “... escuchaba los gritos”. Y algo falta allí. Falta el testigo directo; aquel que, con su mirada, da cuenta del cuerpo agujereado del otro.

La mirada queda excluida de su valor probatorio, dando lugar a la palabra, a un solo relato colectivo que resulta contundente en la repetición de una metodología aplicada a todos. Así, la práctica de la tortura cobra relieve también en tanto exceso imposible de tramitar; la tortura como resto imposible de verbalizar queda sancionada de este modo. En estos términos el testimonio deviene, precisamente, en el lugar de producción de verdad como soporte de la justicia.

Como en el relato del sueño, el sujeto reconstruye una vivencia que es única y singular para él, y en ese texto define el único acercamiento posible a la verdad velada que habrá de dilucidarse. En ese intento de narrar el tránsito a la muerte, en ese relato subjetivo, en la reconstrucción contextual que hace el sujeto, allí es como se puede acceder a la mayor verdad posible sobre la represión oculta. En el texto único de cada narración irrumpe el sujeto singular y se sitúa la diferencia; en la repetición, el relato encarna en una historia colectiva.

Cuando acontece el olvido, el sujeto, puesto en la posición de recordar, intenta justificar esa imposibilidad: “Me pasé treinta y cinco años tratando de olvidar y ahora me piden que recuerde...”. También está el que logra utilizar ese escenario para decir lo que nunca antes había dicho, sancionándolo como espacio reparador más allá del valor probatorio de su relato. Estuvo el que, ante la pregunta por cuándo fue puesto en libertad, luego de ensayar distintas respuestas posibles, concluyó: “Esa pregunta se la debo”, manifestando así los alcances de la represión encarnada. En todos ellos se da la intersección entre la experiencia singular y la colectiva. Ante la pregunta por los efectos que esa experiencia traumática dejó en su vida, una testigo contestó: “Recién pude empezar a restituirme cuando empecé a colaborar en la confección y reconstrucción de los listados de los desaparecidos”.

En las audiencias, se escucha: “Los testigos tenemos el deber, tenemos la obligación ...”; o bien: “A nosotros no nos obliga nadie, lo hacemos por la memoria de los compañeros ...”. Pero, más allá de la impronta de cada sujeto testimoniante, la palabra de los testigos adquiere varias dimensiones. Al valor jurídico probatorio que los convierte en “testigos necesarios”, se agrega la dimensión de restitución subjetiva. En tanto la palabra se explicita en un escenario público que la sanciona con valor jurídico, acerca al sujeto a una dimensión reparatoria que, sin embargo, tiene un punto de imposibilidad. Hay una parte irreparable de estos hechos traumáticos, jamás retornará el sujeto a un estado anterior. Pero el escenario de la Justicia es uno de los que pueden, en parte, reparar las consecuencias del terrorismo de Estado, tanto en el plano social como en el individual.

Lo indecible de estas experiencias, lo inenarrable de estas prácticas aberrantes que se relatan en los testimonios, lo que las constituye en delitos que ofenden a la humanidad, es precisamente lo que da cuenta de su dimensión irreparable. La institución del sistema concentracionario; la vivencia en condiciones infrahumanas de las personas sometidas a tratos crueles y degradantes; el robo de bebés; la incertidumbre habitando miles de hogares durante años; la imposibilidad del duelo frente a un cuerpo ausente; la práctica de acudir a cenotafios (monumentos funerarios en los que el cadáver no está) para encontrar un lugar de inscripción en la piedra del nombre del desaparecido; todo esto nos coloca en la necesidad de pensar en consecuencias subjetivas del terrorismo de Estado, que necesariamente nos involucran a todos. Implica también la restitución de sentido, en el texto y contexto de la construcción de la historia.

La importancia de institucionalizar el relato obedece a la necesidad de que la sociedad y el Estado se hagan cargo de una etapa de la historia que tuvo como víctima directa a parte de una joven generación, pero cuyo objetivo fue el conjunto de la sociedad. Esto trae aparejada una restitución de verdad, de sentido a nuestra historia.

En la medida en que así va sucediendo, se alivia la carga del testigo. En una suerte de paralelo con la obra de un creador, se podría decir que su producción ya no le pertenece. El testimoniante, que en su rol de “testigo necesario” escribe la historia, asume un rol distinto del que otrora le había destinado la represión, el de diseminador del terror.

En el análisis de las consecuencias del terrorismo de Estado, en esa tarea de reconstrucción, nuevos sentidos irrumpen en el sujeto, en una relación dialéctica entre su vivencia, otras vivencias singulares y la vivencia colectiva. Así se construye la historia y, en tanto esa historia lo constituye, lo incluye en una dimensión colectiva que, como acción reparatoria en el marco de una sanción jurídica y social, lo alivia.

* Psicoanalista, directora del Instituto Espacio para la Memoria. Extractado de un trabajo presentado en la mesa Consecuencias subjetivas del terrorismo de Estado, en las XVIII Jornadas de Investigación de la Facultad de Psicología de la UBA, en el marco de la tarea de las cátedras “Psicoanálisis Freud I” y “Construcción de los conceptos psicoanalíticos”, a cargo de Osvaldo Delgado.

El trato a los testigos víctimas
“¿Cuántas preguntas deben soportar?”
Por Marcos Weinstein *, Liliana Negro ** y Pablo Llonto ***
¿Cuántas veces debe ir a declarar un testigo-víctima sobre el mismo hecho? ¿Cuántas repreguntas sobre su dolor y su pasado debe soportar? ¿Cuántas semanas pueden pasar desde su última declaración hasta el cierre del juicio y la obtención de una sentencia? Si la respuesta es la palabra “infinitas”, estamos frente a la verdad de los juicios por delitos de lesa humanidad cometidos en la Argentina entre 1974 y 1983. Una triste comprobación cotidiana es observar a la burocracia judicial en la rutina de citar testigos de estas causas sin diferenciarlas de las otras. Sorprendió, por ejemplo, que las citaciones se realizaran por medio de los “notificadores policiales”, es decir, recurriendo a instituciones que habían participado en la represión. Así, muchos testigos debieron atender el llamado a sus puertas de alguien que les traía “una notificación del juzgado” y ver que, frente a su domicilio, había un vehículo con gente uniformada, con la misma actitud autoritaria habitual o, aun, que quizás había participado en la acción objeto de tal citación.

Cierto que nuestra legislación permite que las notificaciones las realice la policía, pero también prevé la posibilidad del uso de telegramas, cartas certificadas o formas habituales como los oficiales de Justicia. Muchos testigos fueron tratados de una manera que implicó violencia y menoscabo de derechos elementales.

El dispar tratamiento en el país dividió enseguida a los tribunales en sensibles e insensibles. Quizá podamos hablar de juzgados hostiles: son aquellos donde no se permite al testigo víctima, o al testigo familiar, que relate íntegramente lo que le ha sucedido. Bajo el latiguillo jurídico de “no forma parte del objeto procesal”, se ha impedido brindar el marco completo en que se dio el terrorismo de Estado en la Argentina y en particular en el caso que el testigo expone. ¿Cómo no va a importar lo que había ocurrido con un militante político o sindical seis o siete meses antes de su secuestro? Poner limitaciones a los testigos podrá ser una atribución de los jueces, pero no de otros como empleados judiciales o abogados de las partes.

Si algo demuestra que ha existido desconsideración para con los testigos es la ausencia de conexidad y de elaboración de un mapa de testigos, que los juzgados de instrucción y los tribunales orales debieron formular cuando se pusieron en marcha los juicios: era imprescindible que los jueces, encargados de recibir los testimonios de los sobrevivientes de los centros clandestinos, advirtieran que no se los podía citar para dar testimonio en más de un caso, o citarlos de nuevo “porque surgieron dudas”, o citarlos por tercera vez para hacer un reconocimiento de fotografías de los represores.

Ni que hablar de la necesidad de entender que, a 33 años de los hechos, existen recuerdos reprimidos y recuerdos recobrados, que obligan a la paciencia de quienes escuchan los testimonios. La posibilidad de realizar una sola y extensa audiencia para los llamados “testigos clave” también ha fracasado. Existen testigos que, por el hecho de haber estado detenidos en tres o cuatro centros clandestinos, debieron presentarse en cuatro causas para declarar lo mismo.

A todo ello debemos sumar que esas audiencias se realizan en los juzgados de instrucción y que, luego de uno o dos años, serán citados nuevamente por los miembros del Tribunal Oral Federal, encargado de dictar las sentencias de absolución o de condena, para que expongan públicamente todo cuanto saben.

El concepto de “testigos contenidos” recién se ha puesto en marcha en algunos juicios orales de Mar del Plata y San Martín: quienes debían brindar testimonio fueron contactados, semanas antes de su presentación, por funcionarios de los programas estatales Verdad y Justicia, o por los equipos de psicólogos del Programa de Protección de Testigos o de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación o de las secretarías provinciales. Pero han sido casos excepcionales.

No se habla de ofrecer protección. Como no hay ley o decreto que obligue a ello, los empleados judiciales no ponen en conocimiento de los testigos la existencia de programas de protección, que les pueden brindar cierto alivio. No estaría mal que, en el mismo documento que se le deja para notificarlo, figure una referencia a los programas mencionados. Si bien la mayoría de los testigos que hemos conocido se ha negado a la asistencia del sistema de protección de testigos –no les causa ninguna gracia verse custodiados por alguien que pertenece a una fuerza policial–, también es cierto que ha habido amenazas telefónicas, pintadas, hechos que muestran lo importante que sería para el testigo saber que el Estado, de una u otra manera, ha decidido ocuparse de su suerte.

El momento culminante es cuando los testigos, que ya habían declarado en la sede de un juzgado de instrucción, vuelven a ser llamados para el juicio oral. Las mujeres y los hombres dispuestos a declarar tendrán que saber esperar horas y horas en una sala especial, o un pasillo a la vista de todos los que por allí pasen, o hasta en hoteles a metros del tribunal, hasta el momento en que son llamados a testimoniar. Tendrán que soportar preguntas como “¿A qué organización política pertenecía usted?”, formuladas por los abogados de los encausados, en algunos tribunales dispuestos a admitir que se actúe curiosa o intrusivamente. En un tribunal oral federal, no se evidenció suficiente tacto y serenidad en las audiencias que trataban el delicado testimonio de la madre de un adolescente que, a las 14 años, había sido vejado por un grupo de tareas de la dictadura.

Colmados de expectativas, angustias, preocupaciones, prejuicios, fobias, creencias, nuestros testigos deambulan por los pasillos de los tribunales: para ellos esperamos del Estado, de los gobiernos y de los jueces, un trato digno.
* Médico psiquiatra.
** Psicóloga.
*** Abogado. Texto extractado de “El maltrato judicial”, capítulo de Repetición, duelo y resignificación, trabajo realizado en el Centro de Salud Mental Nº 1

FALLO DE LA JUSTICIA ARGENTINA
La justicia llegó para Esther Ballestrino de Careaga
Cuando el Tribunal Oral Federal N° 5 de la República Argentina sentenció a fines del año que ha fenecido, la condena a la pena de cadena perpetua a 12 personas acusadas de cometer delitos de lesa humanidad, acontecidos durante el último gobierno militar que asoló esa hermana nación desde 1976 a 1983, la justicia de ese país se pronunció para castigar a los responsables de la trágica muerte de nuestra compatriota, la luchadora social Doña Esther Ballestrino de Careaga.

Entre las personas condenadas a cadena perpetua, se hallaba el ex capitán naval Alfredo Astiz, alias “El ángel rubio de la muerte”, acusado de crímenes, tormentos y secuestros en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) de esa nación, quien se encontraba en directa vinculación por la desaparición de nuestra connacional, en el local de la Iglesia de Santa Cruz de la capital bonaerense, en diciembre de 1977, ya que había actuado en carácter de infiltrado como supuesto hermano de un desaparecido.

Asimismo se dictaron condenas para los acusados, Jorge Acosta, Antonio Pernías, Óscar Antonio Montes y Raúl Scheller, que también fueron sentenciados a prisión perpetua en el marco de la causa ESMA, al igual que otros imputados.

En este juicio, se estudiaron 85 delitos de privación ilegal de la libertad, tormentos y homicidios cometidos contra Azucena Villaflor, Mary Bianco y Esther Ballestrino de Careaga, así como de los activistas que los apoyaban en su lucha, entre las cuales se encontraba las monjas francesas Alice Dumont y Leonie Duquet, así como el escritor y periodista Rodolfo Walsh.

De maestra a luchadora social
Habiendo nacido en Uruguay el 20 de enero de 1918, su familia se traslada a nuestro país desde su tierna infancia conforme varios artículos periodísticos publicados sobre su vida, habiendo posteriormente militado desde muy joven en la Concentración Revolucionaria Febrerista, antecesora del actual Partido Revolucionario Febrerista. Maestra normal y doctora en Bioquímica y Farmacia, tuvo un intenso protagonismo en la lucha cívica contra la dictadura militar del general Higinio Morínigo, entre 1940 y 1947.

Con posterioridad al fracaso de la Revolución de 1947, se estableció en la Argentina donde contrajo matrimonio con otra persona afín a sus ideales, el dirigente socialista Raymundo Careaga, con quien tuvo tres hijos.

La historia trágica de Latinoamérica le jugaría una nueva mala pasada, pues con el golpe de Estado encabezado por el general Jorge Rafael Videla el 24 de marzo de 1976, su vida volvería a cambiar nuevamente, pues el 13 de junio de 1977 secuestraron a Ana María, su hija menor quien estaba embarazada de tres meses.

Ante este nuevo hecho, nuestra compatriota empezó a activar con los familiares de otros desaparecidos y ante la falta de respuesta por parte de las autoridades oficiales de ese entonces del Gobierno argentino, comienza a reunirse en organismos, iglesias y en la Plaza de Mayo, con otras personas con inconvenientes afines.

Conforme lo expresa, el Informe Final de la Conadep de ese país, así como de los organismos de derechos humanos y crónicas de los sobrevivientes de ese trágico periodo, “... entre el jueves 8 de diciembre y el sábado 10 de diciembre de 1977 un grupo de militares bajo el mando del capitán Alfredo Astiz secuestraron en el local de la Iglesia Santa Cruz de la ciudad de Buenos Aires, a un grupo de 12 personas vinculadas a la organización Madres de Plaza de Mayo. Entre ellas se encontraba nuestra compatriota Esther Ballestrino, quien junto con las otras fundadoras de esa organización, Azucena Villaflor y María Ponce, y las monjas francesas Alice Dumont y Léonie Duquet, trabajaban para conocer la suerte corrida por los detenidos desaparecidos durante ese tiempo.

Posteriormente las crónicas del informe citado precedentemente afirma “...Probablemente el día 17 o 18 de diciembre de 1977, Esther y el resto del grupo, fueron “trasladados” al aeropuerto militar que se encuentra en el extremo sur del Aeroparque de la ciudad de Buenos Aires, subidos sedados a un avión de la Marina y arrojadas vivas al mar frente a la costa de Santa Teresita, muriendo al chocar contra el agua.

El 20 de diciembre de 1977 comenzaron a aparecer cadáveres provenientes del mar en las playas de la provincia de Buenos Aires a la altura de los balnearios de Santa Teresita y Mar del Tuyú, que fueron enterrados como NN en el cementerio de General Lavalle.

En 2003 el intendente de dicha ciudad informó que se habían localizado nuevas tumbas de NN en el cementerio de la ciudad. El juez argentino Cattani ordenó entonces realizar nuevas excavaciones con el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), descubriéndose dos líneas de tumbas, una por encima de la otra. Se descubrieron así 8 esqueletos, 5 correspondientes a mujeres, 2 correspondientes a varones y uno, clasificado como “probablemente masculino”.

El informe ut supra mencionado posteriormente expresa... “...Cattani mandó los huesos al Laboratorio de Inmunogenética y Diagnóstico Molecular (LIDMO) de Córdoba, perteneciente al EAAF.

Los resultados del laboratorio fueron determinando que los restos pertenecían al grupo de secuestrados entre los días 8 y 10 de diciembre de 1977. El 8 de julio de 2005 el juez recibió el informe estableciendo que uno de los restos individualizados pertenecía a Esther Ballestrino...”.

El día 24 de julio de 2005, 28 años después de haber sido muerta, nuestra compatriota fue enterrada en el jardín de la Iglesia Santa Cruz, en Buenos Aires, junto a María Ponce de Bianco, una de las tres madres secuestradas con ella. Con posterioridad también fueron sepultadas allí la Hermana Lónie Duquet y la activista Ángela Auad.

Conforme los datos señalados a medios de prensa de nuestro país, por el conocido activista por los derechos humanos, el compatriota doctor Martín Almada, existen más de 120 paraguayos desaparecidos durante el gobierno militar argentino de 1976 a 1983; no obstante también se debe citar, un informe proporcionado por la Asociación de Familiares de Detenidos Paraguayos Desaparecidos en ese país “Semillas de Vida”, que menciona a 63 compatriotas desaparecidos en esa nación durante ese periodo.

Normativa Internacional
La Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas firmada el 9 de junio de 1994, en la ciudad de Belén, República Federativa del Brasil, señala claramente en su Artículo 1 Los Estados Partes en esta Convención se comprometen a :a) No practicar, no permitir, ni tolerar la desaparición forzada de personas, ni aun en estado de emergencia, excepción o suspensión de garantías individuales; b) Sancionar en el ámbito de su jurisdicción a los autores, cómplices y encubridores del delito de desaparición forzada de personas, así como la tentativa de comisión del mismo; c) Cooperar entre sí para contribuir a prevenir, sancionar y erradicar la desaparición forzada de personas; y d) Tomar las medidas de carácter legislativo, administrativo, judicial o de cualquier otra índole necesarias para cumplir con los compromisos asumidos en la presente Convención. Posteriormente en su siguiente articulado expresa…

“Para los efectos de la presente Convención, se considera desaparición forzada la privación de la libertad a una o más personas, cualquiera que fuere su forma, cometida por agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúen con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la falta de información o de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o de informar sobre el paradero de la persona, con lo cual se impide el ejercicio de los recursos legales y de las garantías procesales pertinentes...”.

La Resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el caso Agustín Goiburú y otros versus República del Paraguay, que dictó sentencia el 22 de setiembre de 2006, en una parte de su extensa justificación jurídica expresa: “La Corte considera que la preparación y ejecución de la detención y posterior tortura y desaparición de las víctimas no habrían podido perpetrarse sin las órdenes superiores de las jefaturas de policía, inteligencia y del mismo jefe de Estado de ese entonces, o sin la colaboración, aquiescencia y tolerancia, manifestadas en diversas acciones realizadas en forma coordinada o concatenada, de miembros de las policías, servicios de inteligencia e inclusive diplomáticos de los Estados involucrados.

Los agentes estatales no solo faltaron gravemente a sus deberes de prevención y protección de los derechos de las presuntas víctimas, consagrados en el artículo 1.1 de la Convención Americana, sino que utilizaron la investidura oficial y recursos otorgados por el Estado para cometer las violaciones.

En tanto Estado, sus instituciones, mecanismos y poderes debieron funcionar como garantía de protección contra el accionar criminal de sus agentes. No obstante, se verificó una instrumentalización del poder estatal como medio y recurso para cometer la violación de los derechos que debieron respetar y garantizar, ejecutada mediante la colaboración interestatal señalada. Es decir, el Estado se constituyó en factor principal de los graves crímenes cometidos, configurándose una clara situación de “terrorismo de Estado”.

Por otra parte ese mismo órgano jurisdiccional interamericano de derechos humanos, en la causa González y otros versus Estados Unidos Mexicanos, de fecha 16 de noviembre de 2009 señaló:… “Esta obligación implica el deber de los Estados de organizar todo el aparato gubernamental y, en general, todas las estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público, de manera tal que sean capaces de asegurar jurídicamente el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos. Como parte de dicha obligación, el Estado está en el deber jurídico de “prevenir, razonablemente, las violaciones de los derechos humanos, de investigar seriamente con los medios a su alcance las violaciones que se hayan cometido dentro del ámbito de su jurisdicción a fin de identificar a los responsables, de imponerles las sanciones pertinentes y de asegurar a la víctima una adecuada reparación”. Lo decisivo es dilucidar “si una determinada violación ha tenido lugar con el apoyo o la tolerancia del poder público o si este ha actuado de manera que la trasgresión se haya cumplido en defecto de toda prevención o impunemente”.

A modo de conclusión
La sentencia judicial por la cual se condena al capitán Astiz y varios de sus compañeros represores, por delitos calificados como de lesa humanidad cometidos durante la vigencia del gobierno militar en la República Argentina de 1976 a 1983, constituye un ejemplo claro que la justicia tarda, pero llega y con más razón cuando se trata de hechos tan deleznables que por su gravedad no solo constituyen una afrenta a la sociedad del país donde se efectuaron estos hechos ilícitos, sino para toda la humanidad en su conjunto, pues denigra la esencia misma de la vida como máximo atributo del ser humano y que como tal debe ser respetado y garantizado por las leyes.

El poeta Mario Benedetti, quien escribiera sobre los desaparecidos latinoamericanos, dijo: “Están en algún sitio / concertados / desconcertados / sordos buscándose / buscándonos / bloqueados por los signos y las dudas contemplando las verjas de las plazas / los timbres de las puertas / las viejas azoteas ordenando sus sueños, sus olvidos / quizá convalecientes de su muerte privada…”.

Deseo culminar estas líneas recordando al gran escritor argentino Jorge Luis Borges, quien en una de sus declaraciones a la prensa, relata su experiencia sobre “los desaparecidos” expresando: “Una tarde vinieron a casa las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo a contarme lo que pasaba. Algunas serían histriónicas, pero yo sentí que muchas venían llorando sinceramente porque uno siente la veracidad. Pobres mujeres tan desdichadas. Esto no quiere decir que sus hijos fueran invariablemente inocentes, pero no importa. Todo acusado tiene derecho, al menos, a un fiscal para no hablar de un abogado defensor. Todo acusado tiene derecho a ser juzgado. Cuando me enteré de todo este asunto de los desaparecidos me sentí terriblemente mal. Me dijeron que un general había comentado que si entre cien personas secuestradas, cinco eran culpables, estaba justificada la matanza de las noventa y cinco restantes. ¡Debió ofrecerse él para ser secuestrado, torturado y muerto para probar esa teoría, para dar validez a su argumento...”

Descanse en paz, en la gloria del Todopoderoso, nuestra compatriota y luchadora social Esther Ballestrino de Careaga.
por
Embajador Carlos Fleitas
Envío:Agndh                                

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