3 de febrero de 2013

OPINIÓN.


OPINION
Lo apodan “la Justicia”
Democratización, una consigna que pateó el avispero. El poder más elitista del Estado. Los que piensan que eso es un mérito y algunas ideas para mejorarlo. La familia judicial, habría que agrandar la mesa. Cuestiones de competencia. Horarios y vacaciones, jueces trabajando. Se abrió el debate en un poder poco afecto a la visibilidad.
Por Mario Wainfeld
Al Poder Judicial lo apodan “la Justicia”. Es un uso extendido, casi unánime. El cronista libra una cruzada poco exitosa contra esa sinonimia, propone llamarlo por su nombre, no más. La justicia es un anhelo, una plenitud que las instituciones no logran. La actuación del Poder Judicial, si se la mira bien, no la consigue casi nunca. Y casi no hay que reprocharlo. Su finalidad esencial es restaurar equilibrios supuestamente quebrados. Se orienta prioritariamente a dar certezas, fijar las relaciones, que a aspiraciones más profundas y, ay, más difíciles. Por eso la prescripción que cristaliza un derecho o la impunidad por el mero transcurso del tiempo. Por eso la innumerable cantidad de casos que se resuelven por formalidades. Una apelación presentada un rato después de la hora prevista (o en otro juzgado, por error material) es un mejor camino a la derrota absoluta que la falta de derechos.

La presidenta Cristina Fernández de Kirchner llamó a “democratizar” el Poder Judicial (PJ en lo sucesivo, con perdón de la sigla): pateó un avispero. El oficialismo suele obrar así, acomete respecto de poderes cristalizados, intocables o poco tocados. Genera un revuelo descomunal, desata polémicas, batallas culturales. El fallecido ex presidente Néstor Kirchner preguntó “¿qué te pasa Clarín? ¿estás nerviosho?”. Y miren todo lo que sobrevino.

Las revueltas que provoca el kirchnerismo no siempre encuentran implementaciones perfectas, pueden derrapar a desmesuras, casi siempre son respuesta a necesidades políticas tácticas. Como sucedió con la ley de medios, siembran en terrenos ya arados o en polémicas ya construidas. La diferencia, nada menor, es que quien se pone al frente es un gobierno dispuesto a desafiar lo establecido.

La convocatoria es válida, aviva pasiones y motiva alineamientos, desafía a los sectores implicados. El hermetismo del PJ se sacudió en estos días. Organizaciones de magistrados se arrogaron la representación de todos sus pares y se rasgaron las vestiduras. Muchos de sus colegas reaccionaron contra la movida unanimista, instada por varios integrantes de la Corte Suprema que tiraron la piedra y escondieron la mano. Jueces, secretarios y fiscales les respondieron que no se reconocían en sus pretendidos representantes. El 27 y 28 de este mes se reunirán en la Biblioteca nacional, a plena luz del día. Una saludable rebelión contra una cultura del silencio.
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Tropa de elite: Hablamos del único poder del Estado cuyos integrantes son, en principio, vitalicios y no surgen del voto popular. A los jueces se los moteja de “Su Señoría”, un vocablo nobiliario (dos siglos después de la Asamblea del Año XIII) chocante a cualquier criterio republicano. Son, lejos, el poder del Estado más aristocrático. Para colmo, se agrega la autoexención del pago de Impuesto a las Ganancias, surgida de una capciosa interpretación del principio constitucional de intangibilidad de sus salarios.

El elitismo deriva de la propia conformación de la magistratura: sólo la componen abogados. Es una obviedad, dirá usted, por las tareas que desempeñan. Así es, pero el sesgo del elenco judicial no debe pensarse como una virtud o como un rasgo neutral sino como un lastre. Fuerza a tratar de compensar su elitismo y sectarismo, digamos congénitos. Asombra la asimetría de los jueces con los legisladores del Congreso nacional (la Cámara de Diputados en especial) en lo tocante a diversidad ideológica, cultural y social de sus integrantes.

El cronista se adelanta a suspicacias. No está proponiendo un cambio copernicano, “a la boliviana”. Apenas señala un escollo para que un poder público propenda a la diversidad y atenúe su elitismo.

En un trabajo profundo y recomendable (“¿Cómo y sobre qué debe rendir cuentas el sistema judicial?” http://www.sistemas judiciales.org.), el jurista Alberto Binder clava una pica en Flandes. “El Poder Judicial tiene una legitimidad frágil que debe ser custodiada por los propios jueces.” La legitimidad de presidentes, gobernadores, intendentes, parlamentarios o concejales se supedita al veredicto popular. En un interesante reportaje con Página/12 la defensora oficial Stella Maris Martínez afirma que la legitimidad del PJ debe surgir de prestar “un servicio público digno a la gente”. La mayoría de magistrados y funcionarios no presta atención a los litigantes. Muchos no los ven jamás o casi nunca. La cultura judicial es “leerse” en las valoraciones de sus pares, de los académicos, de los abogados como mucho.
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Lo importante es la familia: La expresión “familia judicial” es sugestiva. Pinta a un grupo con lealtades firmes más allá de lo funcional y a un poder donde las presencias familiares se reproducen merced a ingresos nepotistas por los tramos más bajos. Stella Maris Martínez y el juez de la Corte Eugenio Raúl Zaffaroni (en otra entrevista concedida a este diario) abogaron por abrir las puertas de los tribunales a más aspirantes. Desde adentro, la tendencia prevaleciente es tapiarlas. Las universidades del conurbano bonaerense, en las que se forman jóvenes que son la primera generación de su familia en acceder a un título de grado, serían un buen “semillero” de oxigenación. Más concursos en rangos bajos, una herramienta posible, aunque la entorpece la significativa cantidad de personal contratado que revista en los tribunales federales o nacionales. Los concursos para secretarios en materia federal o nacional fueron abolidos por la aciaga Corte Suprema menemista, sería interesante revisar su medida. Abrir, ventilar, pluralizar desde abajo, son buenos objetivos.
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Hablo para que no me entiendas: La jerga forense es otro factor elitista. Está plagada de expresiones ajenas al lenguaje común, poco atentas a la perspectiva del receptor. Otra característica antidemocrática y aun antipopular.

Binder da en la tecla de nuevo cuando describe “el modelo usual de sentencias”: “información irrelevante, formas expresivas arcaicas, nula, preocupación por la comunicación, defectos formales y carencia de razonamientos son una constante demasiado extendida”. Frente al problema detecta “poco entrenamiento y preocupación”.

A diferencia de legisladores, gobernadores, ministros o presidentes los jueces no dependen para progresar en su carrera, o para mantenerse, de que el judiciable los entienda y les crea.

La notificación judicial de casi cualquier acto es incomprensible aun para una persona con buena formación intelectual que no sea abogado. Una citación no se entiende, un mandato necesita ser traducido al castellano. A nadie se le ocurre predicar que, cuanto menos, en las comunicaciones a las partes se combinen el vocabulario formal con otro inteligible para el vulgo. Toda una señal.
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Cuestiones de (in)competencia: Lo críptico, lo cifrado es un atributo del poder autoritario. Vale también para las reglas de la competencia de los Tribunales. Materia abstrusa que proporciona un rebusque formidable a quienes aspiran a chicanear los trámites. Los peloteos de juzgado a juzgado muchas veces demoran más que el fondo del pleito. La cultura judicial es muy celosa con esas minucias, agrava las dificultades. El argumento-pretexto es la gran especialización de los magistrados. En rigor, el formalismo prima sobre el afán de prestar decorosamente un servicio público. La competencia es muy restrictiva, detallista, restrictiva.

Pero en chocante contrapartida, existe otra institución aun más incomprensible para cualquier lego. Es el “control difuso” que consiste en que cualquier juez puede declarar la inconstitucionalidad de cualquier ley.

Usted, imagino, supondrá que un juez debe seguir la jurisprudencia constitucional de su Cámara Superior o de la misma Corte si han fijado un criterio. Usted piensa con lógica, vade retro: se equivoca. Aunque haya jurisprudencia en contrario, aun en la cúspide del PJ, cualquier juez puede decretar una inconstitucionalidad.

El mecanismo es ensalzado como prueba de autonomía cuando es anárquico, tiende a debilitar a otro estamento del Estado. Edifica una jerarquía “de facto” que nada tiene que ver con la afamada división de poderes. Y genera incerteza, por no decir inseguridad jurídica...

Una solución que (horror) simplificaría sería crear un método por el cual un tribunal constitucional –la Corte Suprema– fuera el único que pueda declarar inconstitucional una ley del Congreso. E impedir, para lo sucesivo, que esa ley se ejecutara. Sería una solución imperativa para el resto de los tribunales y para los otros poderes. Julio Maier es un destacado jurista, eminencia en Derecho Procesal Penal, docente universitario, ex juez. Afirma que esa solución es viable y no requiere reforma de la Carta Magna. La mayoría de la Academia cree que ese cambio solo podría provenir de una reforma constitucional.
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Cautelar fácil: Caso Clarín mediante, los abusos de medidas cautelares están de moda, también el debate respectivo. La explicación será entonces breve. Un mecanismo de protección se transforma en un sustituto perverso de la sentencia.

Las prisiones preventivas son uno de los abusos más repetidos y más preocupantes de las cautelares. Acá hay que distribuir responsabilidades: “la tribuna”, muchos periodistas, funcionarios y dirigentes políticos claman por detenciones durante el proceso, que deben ser excepcionales (ver asimismo recuadro aparte). El saldo de una prisión preventiva apresurada o injusta suele ser arrasador. Un juez no debe castigar a quien no ha sido condenado y se presume inocente.
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La cultura del trabajo: Un servicio público que, en lo primordial, cierra durante un mes y medio al año es algo chocante... fuera de Tribunales. La pésima costumbre de un mes y medio de “feria” combina privilegio sectorial con perjuicio a los ciudadanos. Acentúa la prolongación de los juicios, que hibernan en verano y en invierno.

Según las normas vigentes, el horario de los jueces y secretarios federales y nacionales se extiende de 7.30 a 13.30. Treinta horas semanales durante diez meses y medio es una carga modesta, para gente que hoy día cobra muy buenos sueldos y jubilaciones muy superiores aun respecto de quienes tengan similares ingresos.

Desde luego, es un milagro encontrar a un juez a la hora de iniciación. Más de una vez, organizaciones de abogados hicieron recorridas tempranas que resultaron desoladoras: ausentismo casi perfecto.
Los magistrados afirman que es ocioso llegar tan temprano, que laboran mucho y mejor fuera de hora, amén de llevar trabajo a sus casas. Hay numerosos casos en que es así, hay otros que no. El control sistémico es cero.
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Sean eternos (solamente) los laureles: La duración de juicios de todas las competencias frisa con la denegación del derecho, con estimables excepciones.

La cantidad de jueces puede ser parte de los motivos. La demora en la cobertura de juzgados vacantes (que pesa básicamente sobre el Ejecutivo) también.

Otro núcleo son los códigos procesales. La abrumadora predominancia de lo escrito y del papeleo vicioso. La proliferación de instancias. La existencia de códigos procesales diferentes en surtidas provincias no es el nudo del problema, aunque también lo acentúa.

Y los desempeños de los magistrados quizá sea la principal. Que dos juzgados del mismo lugar y de similar competencia produzcan resultados muy diferentes en calidad de la atención al público, duración de los expedientes y calidad de las sentencia comprueba que los factores personales pesan mucho.
Los plazos para el dictado de sentencias de primera instancia y de Cámara están fijados por ley. Para la Corte Suprema, no. Hay una lógica jerárquica: no hay tribunal superior que pueda sancionarla. Pero sería un gesto de autoridad y ejemplaridad que la Corte se autorregulara y se los impusiera.
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Y mucho más: Esta nota, que queda corta en temas a abordar, deja entre paréntesis aspectos que sólo podrían corregirse mediante reforma constitucional. No es un punto de vista valorativo sino un recorte tendiente a insinuar aspectos que ya podrían comenzarse a trabajar.
No habla, tampoco, del Consejo de la Magistratura, que es una calamidad y no funciona a satisfacción de nadie.

No se centra en responsabilidades o carencias de otros poderes. No porque no existan sino porque han sido y serán objeto de otros artículos. También hay que señalar otra diferencia. Los integrantes de los poderes políticos son cuestionados y puestos bajo la lupa por sus propios pares. Los dirigentes de distintos partidos señalan sin piedad las carencias o defectos del otro. Ese debate iluminador se da todos los días. Es una consecuencia de la competencia democrática, inaplicada en un poder donde no la hay. La cultura judicial, refractaria a las discusiones abiertas a la sociedad, empeora el problema.

Ya que de cultura hablamos. Es forzoso imaginar cambios en las leyes, en los códigos de procedimientos, en los mecanismos de control, en perforar el secretismo judicial. Pero nada cambiará si los magistrados no hacen introspección, se bajan del pedestal, elaboran un mínimo inventario de los beneficios y exenciones especiales de que gozan. Si no ponen en cuestión su cultura interna, su cerrazón, la escasa representatividad que tienen. No en términos de popularidad sino como expresión de un sector muy acotado de la sociedad.

Democratizar la democracia siempre es imperioso, en todos los ámbitos. A más oscuridad, a más sectarismo, a menos intervención popular es mayor la necesidad. Con amplio debate público, dentro de la ley, con afán de cambio y oxigenación.


La presión desde afuera
Por Mario Wainfeld
Es una sandez que los jueces deban hablar a través de sus sentencias, que están escritas en clave para pocos. En paralelo, en muchas ocasiones es correcto uno de sus reclamos a la ciudadanía, los medios y los políticos.
Es cotidiana la sobreexigencia para que se vulneren el derecho de defensa, la presunción de inocencia, los tiempos del debido proceso. La “tribuna” y muchos protagonistas juzgan de antemano. Y piden condena sin etapas procesales. “Que vayan presos ya. Que se pudran en la cárcel”. Que lo digan las víctimas, se excusa por su condición y sufrimiento, aunque no les da razón. Que eso se transforme en sentido común y mandato es un síntoma grave.

Hace pocos días se produjo en Brasil un estrago muy similar al ocurrido en Cromañón. Varios medios señalaron, elogiosamente, que ahí se tardó mucho menos en hacer detenciones que en la Argentina. No es el meollo de ninguna cuestión, es apenas la satisfacción de una demanda poco meditada, pasional, eventualmente ilegal.

Hubo un escándalo, hace años, cuando se excarceló al empresario Omar Chabán. Clamaron los familiares, sus abogados, muchos periodistas, hasta el propio gobierno nacional. Se habló de impunidad, se profetizó que Chabán se escaparía del país. Pasado el tiempo se llegó a una sentencia que conformó a los querellantes y buena parte de la opinión pública. No se analizará aquí si fue justa, el centro de la nota es otro.

Fueron condenados empresarios, músicos de Callejeros, funcionarios. Como no habían estado presos antes por largo tiempo, se los arrestó ahí y se los llevó a la cárcel. Fueron a dar a prisión una vez condenados, la secuencia lógica que tan a menudo se quiere trastrocar, pero que es la mejor. Claro que la duración de la causa fue exagerada, pero no consistió en pura defraudación. Mayormente, se lo consideró un fallo justo y hasta ejemplar. Muchos de quienes lo hicieron se habían sublevado cuando se excarceló a Chabán.

Este no se profugó, no es sencillo hacerlo para quien es conocido, no dispone de una fortuna ni redes de relaciones en el exterior. A muchos exagerados les vendría bien un poco de costumbrismo o una mirada sobre datos estadísticos.
El Poder Judicial no es un compartimento estanco, desvinculado de la sociedad o del sistema político. Democratizarlo exigiría un cambio de procederes a su interior, también autocontrol de quienes prejuzgan y condenan desde afuera. Y acciones políticas. Y ponerse en gastos, cuando es menester.


Que no lo miren por tevé
Por Mario Wainfeld
Para los juicios por jurados no debería modificarse la Constitución sino aplicarla. Se argumenta a favor o en contra, en ambas posiciones hay figuras destacadas y de las otras. El punto nodal es que la Carta Magna lo ordena desde 1853, hecho menoscabado en los intercambios.

Para el cronista, lo que ha primado es una mirada ideológica: dejar al pueblo fuera del más aristocrático de los poderes públicos. Se aviene a la cosmovisión dominante en el Foro, puede convenir a los dirigentes políticos. 

Incorporar al pueblo al Poder Judicial sería un hecho aperturista, democratizante y hasta simbólico. Imposible hacerlo para todos los juicios o en todos los fueros, he ahí un ángulo para discutir una vez aceptada la premisa principal.

El destacado jurista Julio Maier opina que se podría probar con el juicio por jurados en los casos graves con penas graves y en los procesos contra funcionarios (un criterio interesante en la lucha contra la corrupción). Maier sugiere establecer algún tipo de tribunal escabinado (compuesto en parte por ciudadanos comunes y en parte por magistrados) para los delitos de mediana gravedad. Y sólo juzgar por jueces profesionales los delitos de escasa gravedad.

Los jurados escabinados también pueden servir para compensar las dificultades de los legos en causas complejas.

Poner en acto juicios por jurados sería oneroso para el Estado, posiblemente exigiría la creación de nuevos juzgados. Y, como todas las medidas (dispersas e insuficientes) que se mencionan en estas páginas, distarían de ser la panacea.

De cualquier forma, este cronista cree que esa “innovación” (demorada durante más de siglo y medio) sería un cambio cualitativo de magnitud.
Fuente:Pagina12

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