Eva Fom nació en Hungría y en la que debía ser la etapa más linda de su vida todo fue dolor: prisionera de los nazis, permaneció separada de su familia haciendo trabajos forzados hasta que enfermó y escapó. Su historia cautivó hasta al director Spielberg.
14 abr, 2013

“Fue la tragedia más grande de mi vida”. Así recuerda Eva Fom de Rosenthal uno de los más cruentos sucesos del siglo XX: el Holocausto. La sobreviviente del intento nazi de aniquilación de la población judía europea, que culminó con el asesinato de más de seis millones de judíos, vino a la ciudad para participar del acto conmemorativo del Día del Holocausto y el Heroísmo que se realizó el miércoles por la tarde en la sala Lavardén.
Nació y se crió en Budapest, capital de Hungría. Durante su adolescencia padeció las leyes de Nüremberg, leyes de carácter antisemita, dictaminadas por Alemania tras la penetración en Hungría en 1944, durante la Segunda Guerra Mundial. Luego, llegó a la Argentina, donde comenzó una nueva vida, formó una familia y hasta se dio el lujo de recibir en su casa al afamado director Steven Spielberg, el director de “La Lista de Schindler”, que narra la salvación de cientos de prisioneros de los nazis por parte de un industrial alemán y su esposa.
En una charla a solas con El Ciudadano, la actual vocal en el Museo del Holocausto en Buenos Aires recordó los duros momentos que le tocaron justo en la edad en que la vida debería haber sido lo más disfrutable para ella. “Todo comenzó en 1938 cuando terminé la primera parte de mis estudios. En ese momento Hungría formaba parte del Eje, junto con Alemania, Italia y Japón. Al principio teníamos algunas restricciones propias de lo que significaba estar en guerra, pero lo peor fue estar bajo las leyes de Nüremberg, por las cuales una persona judía no podía estudiar ni ejercer ninguna profesión”, detalló. Y luego, con la voz entrecortada, agregó: “A mi papá se lo llevaron para realizar trabajos forzados”.
La caída
En 1939, con la invasión alemana en Polonia, comenzó la Segunda Guerra Mundial. Hungría, ávida de poder recuperar territorios perdidos durante la Primera Guerra, entre 1914 y 1918, ingresó a esta batalla bélica siendo aliado del régimen nazi en noviembre de 1940. Sin embargo, durante los años posteriores el bloque se fue debilitando y perdiendo poder. Así fue como el jefe de Estado húngaro, el almirante Miklós Horthy, planeó retirar a su país del frente, imitando a otros países que habían apoyado en los primeros años de la guerra. Por temor a que la baja se concretara, Adolf Hitler decidió invadir Hungría y el 19 de marzo de 1944 se produjo la ocupación del territorio, obligando a Horthy a designar un primer ministro proalemán.
“Allí fue cuando empezamos a vivir la vida de lo imposible. Tuvimos que dejar de un día para el otro nuestro hogar e irnos a una casa judía donde sólo nos dejaban salir tres horas, siempre con una estrella amarilla bordada en nuestra ropa. Un día leímos en las calles el reglamento que indicaba que todas las mujeres de 18 a 40 años tenían que presentarse para el trabajo forzado”, recordó Eva sobre ese tiempo en el que los nazis dictaban las reglas en su país.
Al mismo tiempo, rememoró que con “una amiga íntima” fueron trasladadas de noche “a un campo deportivo”, donde había “muchísimas mujeres trabajando”. “En horas de la madrugada nos levantaron a unas 60 mujeres y nos hicieron caminar casi 70 kilómetros hasta que llegamos a un pueblito, donde nos llevaron a un establo para cavar pozos muy profundos, evitando el avance de los tanques de guerra. Nos daban muy poca comida y casi nada de agua”, recordó.
“Una mañana de noviembre –continuó– me levanté con mucha sed y bebí agua contaminada, que hizo que contrajera una enfermedad llamada paratifus. Fue una situación horrible, no teníamos ni médicos ni medicamentos”, explicó, indicando que era algo común en los ghettos. Aunque, luego aclaró que aún en el horror había brechas. “Nuestro jefe de campo, que era un nazi húngaro, me vio tirada en la cama y me llevó, junto con otra compañera que tenía apendicitis, a la capital. Al llegar, arreglamos con el soldado que nos vigilaba que cada una de nosotras pudiera volver a su casa”.
La resurrección
Hacía meses que Eva no sabía nada de sus padres, ni siquiera si seguían con vida. Con toda la expectativa, una noche de invierno llegó al frente de su casa y tocó el timbre. Cuando se abrió la puerta pudo observar la figura de su madre frente a ella, haciéndosele imposible evitar que sus ojos se empaparan de lágrimas. “Fue un momento inolvidable, imposible de traducir en palabras”.
Eva permaneció internada en un hospital hasta que pudo recuperarse. Tenía bien en claro que no quería volver a los campos, por lo que una noche decidió escapar e ir en busca de sus padres. Pero esta vez al golpear la puerta, nadie respondió.
Comenzó una intensa búsqueda para dar con ellos. Pidió ayuda a amigos católicos de la familia, quienes aportaron con lo que tenían a su alcance, pero siempre con el miedo presente a ser “marcados”.
“Logré conseguir la ubicación en la que estaban y decidí ir a verlos. Estaban en un edificio donde había unas 40 ó 50 personas por habitación, uno al lado del otro”, rememoró. La aterraba la posibilidad de volver a perderlos y quizás no poder reencontrarlos, por ello decidió quedarse con ellos hasta el final. Pero, desafortunadamente, la odisea no terminó allí.
Una mañana, los soldados nazis emitieron la orden de salir a la calle y marchar. “No sabíamos dónde íbamos. Al ver que yo era la más joven, todos me decían que escape. Pero yo sabía que el que se salía de la fila acababa muerto. En mi fila había un policía controlándonos, no un nazi, y yo sabía que él me iba a dejar salir. Así que me puse un gorro y me salí de la fila, viendo a mis padres seguir con el grupo. Fue la tragedia más grande de mi vida”.
El relato de Eva es similar a la trama de “El pianista”, el filme de Roman Polanski que muestra la vida del músico polaco Wladyslaw Szpilman.
Como él, Eva pasó a vivir de escondite en escondite. “Era muy difícil porque la gente cristiana tenía miedo”, relató. Y recordó que un día logró llegar a la casa de una tía para pedir ayuda: “Me consiguió papeles cristianos; una partida de nacimiento y un carnet de un club. Además conocí un sargento que se ofreció a darme una mano. Aproveché la oportunidad y le pedí que me diera un lugar para poder dormir. Me fui a vivir a su casa y allí estuve hasta finales de enero (de 1945), cuando llegaron los rusos para liberarnos”.
Durante esos últimos meses, su madre, quien hacía trabajos forzados en Budapest junto a su marido, fue rescatada por un amigo de la familia que se desempeñaba en las fuerzas de seguridad. Pero aún le quedaba algo por hacer: encontrar a su padre.
La tarea no fue fácil ya que, incluso después de la liberación rusa, los campos de concentración permanecían cerrados, imposibilitando el ingreso o egreso de personas. “Un día llegué y habían abierto las puertas. Entré y empecé a preguntar por mi padre. Me dijeron que estaba en el primer piso de una casa. Fui corriendo, abrí la puerta y ahí estaba, con una barba larguísima. Lo único que me acuerdo de ese momento fue verlo, porque me contaron que apenas cruzamos miradas, me desmayé”, relató la sobreviviente, ahora con una sonrisa en su rostro.
La supervivencia
La familia se había reunido, pero las secuelas de la guerra no parecían tener fin. La lucha de los Fom pasó a ser por conseguir que les devolvieran su casa. “No teníamos nada. Cuando mi mamá salía, yo me tenía que quedar en casa, y viceversa, porque teníamos un solo tapado para las dos. Pero sobrevivimos, que es lo más importante”, recordó. Y en ese horizonte, aún trágico, apareció la Argentina.
“En 1948 me fui de Budapest. Había conocido a una chica que era prácticamente huérfana, porque el padre y la hermana estaban viviendo en Argentina y su madre había desaparecido. Entonces, mi padre la tomó casi como a una segunda hija. A ella le consiguieron una visa y viajó. Seguí sus pasos y me instalé en Buenos Aires en el 49. En el 56 vinieron también mis padres”, relató Eva.
Durante los primeros años en el nuevo país consiguió trabajo de cosmetóloga, donde aplicó técnicas que había aprendido en Hungría cuando terminó la secundaria. No necesitaba para ello hablar fluidamente castellano, lo que fue clave para poder trabajar.
Tiempo después incursionó en el ambiente de la bijouterie. “Conseguí un trabajo en Rosenthal, un negocio muy importante de Buenos Aires. Y tiempo después acabé casándome con el dueño, cuando nunca en mi vida pensé en casarme”, comentó cubriéndose las mejillas con las manos para ocultar el rubor.
“En 1952 nació mi hija, Viviana, y tres años más tarde mi hijo, Andy, quien ya no vive. Tengo además dos nietos (uno de 30 y otro de 33) y una bisnieta, que es la alegría de mi vida”.
Fuente:ElCiudadanoyLaGente
No hay comentarios:
Publicar un comentario