9 de junio de 2013

El horror y la mirada en espejo: una estrategia impúdica.

Materia gris
El horror y la mirada en espejo: una estrategia impúdica
Por Ricardo Forster
05.06.2013


Bartolomé Mitre. Desde La Nación se insiste en comparar al Gobierno con el nazismo y el fascismo. Una estrategia para fomentar la confrontación.


Toda comparación histórica es, siempre, problemática y suele pecar de anacronismo. El pasado, allí donde permanece entre los pliegues de nuestra memoria, ejerce, lo sepamos o no, sus derechos en la conciencia de los vivos. Persiste desde una función espectral: nos recuerda que lo acontecido no se ha desvanecido de una vez y para siempre de una actualidad, la nuestra, que no deja de citar, bajo diferentes modalidades y características, a ese mismo pasado que suele ser confinado al museo o transformado en literatura pero que cada tanto amenaza con regresar. Lo cierto es que cada época se reencuentra con ciertos momentos de un pasado que insisten allí donde las encrucijadas del presente son las que vuelven a revivir o reinstalar aquello del pasado que sigue interpelando a una actualidad litigiosa. El presente, lo digo de este modo, es el sitio desde el cual el pasado, todo pasado, regresa y cuestiona, interpela y sobresalta nuestras existencias individuales y sociales. Se trata, ahora y ayer, de una interminable querella de interpretaciones que espejan los diferendos políticos, ideológicos, sociales y culturales que nos habitan como sociedad que no puede deshacerse de su pasado como si fuese un lastre que se arroja por la borda. Hablar de acontecimientos pretéritos, propios o ajenos, geográficamente localizados en el interior de nuestras fronteras o situados allende los mares y océanos, es hablar de nosotros mismos, de nuestros conflictos y de nuestras tensiones irresueltas; es, desde otra perspectiva, intentar descifrar lo que nos atraviesa recurriendo a enseñazas más o menos lejanas que, sin embargo, constituyen una suerte de referencia capaz de iluminar nuestras vicisitudes contemporáneas. Nadie se dirige al pasado gratuitamente. Nadie abre los cofres cerrados de tiempos oscuros para ejercer un simple pasatiempo. Cuando eso sucede es apenas un ejercicio individual sin impacto en la vida social. Por el contrario, lo que retorna, cuando retorna, lo hace abriendo brechas en el presente, surgiendo de disputas y necesidades que no están localizadas en un vago e inapresable ayer sino que responden a una realidad, la actual, que a través de alguno de sus sujetos reinstala lo que permanecía olvidado, sepultado o simplemente en una vaga lejanía. No hay neutralidad ni objetividad cuando del pasado se trata.
¿Qué significa, que puede significar, la referencia a la República de Weimar y al año 1933? ¿Qué tenemos que ver nosotros, argentinos del 2013, con ese año fatídico que constituyó el punto de partida de una maquinaria de horror y muerte que contribuiría con decisión diabólica al asesinato de millones de seres humanos y a la descarga de una violencia inédita por su refinamiento técnico? ¿Cuál es la relación que algunos desean establecer entre el ascenso de Hitler al poder, bajo la forma de la complicidad de gran parte de la clase dominante y los grupos económicos alemanes, y un gobierno de matriz democrático popular que, al igual que otros proyectos sudamericanos, viene enfrentándose a la hegemonía neoliberal? ¿Por qué un editorial de La Nación, tribuna ideológica de la derecha argentina, se dedica, con prolijidad, a ofrecernos un juego de espejos en el que lo monstruoso de 1933 –época en la que el diario de los Mitre veía con ojos complacientes el ascenso del nacionalsocialismo como garantía de freno del comunismo y como coto a la “judeización de la economía mundial”– podría estar incubándose en el 2013 y de la mano de un gobierno calificado de “autoritario”, de “populista” e, incluso, de promotor de un nuevo “terrorismo simbólico de Estado” o de movilizador de oscuras organizaciones juveniles comparables a las “juventudes hitlerianas”? ¿Qué impúdica estrategia política puede conducir a esta brutal comparación histórica? ¿Qué hay, qué se esconde, detrás de esta tremenda banalización de un pasado que fue capaz de conducir a Europa a la “solución final”? ¿Quién sería el Adolf Hitler de este tiempo argentino? ¿De qué modo, ante tamaño peligro, defendernos de esa supuesta repetición maldita bajo la forma, eso sí, de nuestra propia idiosincrasia sureña y semibárbara? ¿Es posible permanecer ajenos ante un peligro tan siniestro que no sólo pondría en jaque a nuestra democracia sino que, más grave por el antecedente del nazismo, nos lanzaría a una violencia aniquiladora de cuerpos y de libertades? ¿No es hora de llamar, como solapadamente lo hace el editorial de La Nación, a la rebelión de los “demócratas” contra la amenaza, cada vez más cierta, de una repetición de 1933 entre nosotros y de la mano del kirchnerismo? ¿Podemos permanecer impávidos y neutrales ante lo que está en juego? ¿No ha llegado la hora de impedir que se siga destruyendo la vida republicana de la mano de un populismo protofascista? Preguntas que a algún lector desprevenido le causarán cierto espanto o incredulidad pero que emanan, sin demasiado esfuerzo exegético, del editorial que nos ha propinado el diario fundado por Bartolomé Mitre en el siglo XIX y que sigue atribulando los días argentinos reabriendo los expedientes del miedo y de la injuria. ¿Qué significa, acaso, el pedido del editorialista de que estemos “alertas”?

Si alguna semejanza pudiera guardarse entre el año de la ruina de la República de Weimar y nuestra actualidad, si existiese un peligro, aunque todavía menor, de una equivalencia de esa naturaleza terrible, permanecer impasibles o indiferentes constituiría una suerte, eso parece sugerir la “tribuna de opinión”, de suicidio colectivo que acabaría por dejarnos en manos de una nueva “horda de criminales”. Nadie escribe un texto como ese para olvidarlo pronto o como ejercicio de diletantismo ideológico. Ha sido escrito para definir una estrategia que, a medida que pasa el tiempo y se acercan las elecciones de octubre, gana en virulencia utilizando recursos que no imaginábamos que podían ser utilizados en nuestro país y en el año que festejaremos tres décadas de recuperación de la vida democrática. La lógica de la injuria mediática, el recurso de la hipérbole política buscando asemejar a un gobierno democrático y garante de todas las libertades públicas y del pleno funcionamiento del Estado de derecho con un régimen fascista, la maquinaria puesta al servicio del horadamiento y la deslegitimación presidencial, la proliferación de seudoinvestigaciones periodísticas ofrecidas como revelaciones espectaculares que, ante la mirada azorada del espectador, resuelven, antes de toda prueba, la culpabilidad del reo, la construcción de una agenda opositora que ha renunciado a toda autonomía para dejarse conducir por la estrategia destituyente de la corporación mediática, las declaraciones apocalípticas de algunos políticos que denuncian que detrás de la militancia juvenil se esconde el narcotráfico o que la AUH no ha hecho otra cosa que abrir las alcantarillas del juego y de la droga entre los sectores atrapados en la red del clientelismo populista, le dan su loca fisonomía a una estrategia que no ha dudado en convocar a los fantasmas del totalitarismo para intentar acorralar al Gobierno. Lo impúdico desplaza a una genuina confrontación de ideas y de proyectos, la espectacularización amarillista suplanta al debate parlamentario y define las líneas que debería seguir la Justicia de acuerdo a ese denuncismo serial que asume los rasgos del linchamiento televisivo. Antes de los jueces y los fiscales, está el periodista “independiente y virtuoso” que lucha contra las presiones y chantajes del poder como garante último de una ciudadanía inerme que no encuentra ninguna representación genuina. Un revival de los ’90, con mayor virulencia y sarcasmo, y con un mayor poder de fuego mediático (estructurado como cadena nacional), regresa con nuevos bríos reavivando el fuego de la antipolítica.

Todo sirve si de lo que se trata es de enfrentar a la “bestia nazi” que se agazapa en el interior de un gobierno que amenaza con ir contra las libertades y las propiedades (eliminación de la libertad de prensa y expropiación de las cajas de seguridad de los bancos rebasando toda legalidad y haciendo polvo los principios constitucionales, persecución, como hicieran los nazis, de los opositores políticos y clausura de los medios de comunicación, esas son las improntas intercambiables entre aquel ominoso 1933 y este peligroso 2013 dominado por una nueva forma de autoritarismo camuflado en la legitimidad electoral). Allí está el fantasma de 1933 para recordarnos que, si no actuamos a tiempo, será tarde y nos terminará alcanzando las garras de un horror que viene de lejos pero que hoy se expresa en el kirchnerismo. Sin mediaciones ni pudores, sin eufemismos ni alambicadas fórmulas, el editorial de La Nación quiere ofrecerse como el vigía de una república amenazada que recoge las experiencias de la historia para que no se repita aquello que habilitó el horror del hitlerismo y que, bajo las condiciones y peculiaridades de nuestra idiosincrasia nacional tan perturbada por el peronismo y sus derivas populistas irredentas pese a todos los intentos por convertirlas en piezas de museo, busca avanzar hacia la corrosión definitiva del Estado de derecho. La amenaza está a la orden del día. Alertar es la misión de los genuinos demócratas que, a lo largo de nuestra historia de golpes y dictaduras, por esas locas casualidades siempre han estado del lado de los golpistas y dictadores pero, eso sí, en nombre de la defensa de la República.

¿De qué siente nostalgias el editorial de La Nación, acaso de la compleja trama que le dio su forma y su debilidad a la República de Weimar, incluyendo su primer tramo socialdemócrata para luego caer en el diletantismo de la derecha liberal que les abrió el camino del poder a los camisas pardas, o de esos otros editoriales que escribía durante los primeros años del nazismo y que fueron complacientes con el régimen encabezado por Adolf Hitler? ¿Tan perversa es la artimaña descriptiva que busca transformar a un proyecto de matriz democrática y popular en la continuidad, con nuevos instrumentos, de un sistema de exterminio? ¿Constituye quizás un viaje nostálgico a mediados de los años ’40 y ’50 cuando desde la oposición se acusaba al peronismo de ser nazifascista? Resulta extrañamente paradójico que sea La Nación, vieja tribuna que, desde 1930 en adelante, no repudió ninguna forma de golpismo y que sostuvo ideológicamente a la dictadura genocida encabezada por Videla en 1976, quien nos alerte contra el peligro de una regresión fascistoide que vendría de la mano del gobierno nacional. Si no fuera porque este delirio interpretativo se corresponde con una inclemente ofensiva mediático-corporativa, no nos causaría más que risa. Sin embargo, no hay que subestimar la tremenda capacidad de fuego que hoy se está lanzando desde los distintos espacios del poder mediático, una capacidad que ha logrado penetrar en un sector no menor de las clases medias y que lo hace sin detenerse ante ningún límite y sin dejar de utilizar un cuantioso arsenal de injurias que, insisto, dañan profundamente a la convivencia democrática.
Fuente:Veinitres

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