25 de agosto de 2013

TUCUMÁN: LA "GUERRA ANTISUBVERSIVA".

La “guerra antisubversiva”
Año 6. Edición número 275. Domingo 25 de Agosto de 2013
Por Marcos Taire. Periodista
sociedad@miradasalsur.com
El Ejército sembró el terror entre la población del campo tucumano. Hombres, mujeres, niños, ancianos desvalidos fueron sus víctimas. La represión en la zona de Caspinchango.

El comienzo de la Operación Independencia significó la ocupación militar de una amplia zona geográfica del suroeste de la provincia de Tucumán. Varias fuerzas de tareas fueron diseminadas en la región donde habían sido vistos varios integrantes de la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez del ERP.

Los militares fueron acantonados en instalaciones civiles de distintos poblados y desde allí realizaron patrullajes por zonas cercanas. Nunca penetraron profundamente en el monte. Apenas realizaron incursiones en las cercanías, siempre apoyados por helicópteros artillados. Esta reticencia a buscar intensamente a los guerrilleros respondió a dos motivos centrales: el primero, la decisión de Vilas de no enfrentar a la guerrilla, sino aislarla de la población, sobre la que descargó toda su ferocidad y la de sus oficiales. El segundo motivo fue obvio y conocido por todos: el temor a perderse, extraviarse en el cerrado e impenetrable monte subtropical y correr el riego de caer en emboscadas.

En realidad, los guerrilleros tampoco eran baqueanos en la zona y son varios los testimonios de sobrevivientes de la Compañía de Monte que cuentan los graves problemas de adaptación que sufrieron.
Una investigación periodística reciente e inédita muestra claramente cómo fue la ocupación militar de la zona, el brutal accionar de los oficiales del Ejército contra los humildes jornaleros que habitaban los poblados, las detenciones arbitrarias, los secuestros, las torturas y los crímenes cometidos contra la población indefensa.
Los militares, que infiltraron al grupo guerrillero desde sus inicios y hasta el final de sus días, sabían que los insurgentes se movían y tenían sus campamentos en un pequeño cuadrado delimitado por Famaillá y Acheral sobre la ruta 38 y Fronterita y Santa Lucía en las primeras estribaciones del Aconquija.

Al iniciarse la Operación Independencia, una fuerza militar llegó y ocupó las viejas instalaciones de una finca cañera, Caspinchango Viejo, también llamada Lote 4 Caspinchango. La propiedad, de casi 10 mil hectáreas y 50 mil surcos de caña, pertenecía por entonces al ingenio San Pablo, cuyos dueños –la tradicional familia oligárquica Nougués– fueron fervorosos adherentes a la dictadura militar (uno de sus integrantes, Pablo Nougués, formó parte del directorio del Banco Central presidido por Adolfo Diz).

Cerca de allí había otra finca cañera conocida como Caspinchango Nougués o Caspinchango Frías Silva, que suele ser confundida con Caspinchango Viejo. En la década del ’80 el ingenio San Pablo quebró y la finca fue comprada por Citrusvil SA, que la transformó en una plantación de limones. “El paisaje, la economía y la cultura de la zona sufrieron una profunda transformación. De lo que fue en los ’70 solo quedan los recuerdos y el terror”, dice un periodista que investigó en la zona.

En el lugar se alza una chimenea de lo que fue un ingenio que a fines del siglo 19 funcionó un solo día, debido a que en la inauguración fallaron sus cimientos cuando se pusieron en marcha las maquinarias. Se la conoce como “la chimenea mota”, porque le falta la parte superior.

Base militar en un taller de Caspinchango. A un costado de esa chimenea había un enorme galpón que se usaba para guardar los tractores, carros y enseres que se utilizaban en la zafra cañera. Se lo conocía como “El Taller”. A su lado estaba la enfermería, al frente la Escuela Nacional 361 y en las inmediaciones se diseminaba un caserío de casi medio centenar de humildes viviendas, algunas de material, otras de madera. Muy cerca de allí había una canchita de fútbol.

En “El Taller” desarrollaba sus tareas una docena de personas. En los cañaverales de la finca trabajaban en épocas de zafra alrededor de 400 peladores o “cuchillos”, trabajadores golondrinas que bajaban de Tafí del Valle o venían de Santiago del Estero. El tamaño del Taller era enorme: se guardaban materiales, herramientas y abono y había una talabartería, fraguas y un soldador.
El fin de semana de carnaval en que se inició la Operación Independencia el Ejército ocupó El Taller. Ese mismo día los militares comenzaron con lo que eufemísticamente denominaron “control poblacional”. Detuvieron a todos los pobladores de las inmediaciones y comenzaron los interrogatorios.


Guía a la fuerza. Máximo Vega era un puestero de Tres Ceviles, cercano a Caspinchango Viejo. Tres décadas después de ocurrido el Operativo, Vega se animó a contar su calvario. Lo hizo en 2003, días después de la detención de Bussi y cuando el general ya estaba en Buenos Aires, gozando de la detención domiciliaria.

Apenas detenido, Vega se sorprendió de lo informados que estaban los militares sobre esos muchachos armados que andaban en el monte. Le dijeron que sabían que un grupo de guerrilleros había estado en el lugar en tal fecha y que habían organizado un asado, al cual habían invitado a participar a los pobladores del lugar. Los militares le dijeron que él había estado en esa reunión. El hombre, ante la evidencia, no negó nada, pero aclaró que los guerrilleros habían estado esa única vez y no habían vuelto por el lugar. Después lo dejaron en libertad.

El lunes siguiente al carnaval Vega se presentó a trabajar en El Taller. Un subteniente de apellido Díaz lo detuvo, lo hizo prisionero y lo condujo a la Escuela 361. “Había otros detenidos –dice Vega y agrega–: creo que eran de La Rinconada. Me hervía la sangre de cómo los golpeaban. Yo escuchaba los clamores. A mí me pegaron una tremenda paliza. Me quebraron la muñeca de un pisotón. Después me cruzaron a la Enfermería y me hicieron atender con un doctor”.

Los otros detenidos, secuestrados y desaparecidos por los militares, no tuvieron la misma suerte que Vega. Pero la magnanimidad de los uniformados tenía un motivo: pocos días después y aun con su muñeca fracturada, Vega debió oficiar de guía de las patrullas que salían a buscar a los guerrilleros en las inmediaciones.

Vega comenzó a ser guía mientras era prisionero de los militares cuando una patrulla se perdió en los tupidos cerros tucumanos y lo llevaron a buscarla. “Los milicos daban vueltas como pelotudos”, dice.

El desconocimiento de la zona y sus características era casi total en los oficiales y suboficiales del Ejército. Le temían tanto al monte impenetrable, a los despeñaderos y a las alimañas, como al fantasma de la emboscada guerrillera. Lo cierto es que la desorientación y el extravío los condujo en más de una oportunidad a enfrentamientos entre la tropa propia. El miedo a lo desconocido transformaba sus FAL en armas de gatillos celosos que se disparaban ante cualquier ruido extraño. Una corzuela podía ser un guerrillero agazapado, una pava del monte un francotirador en medio del follaje, un pecarí a la carrera una patrulla insurgente al ataque.

Vega es uno de los pocos testigos civiles de la muerte del subteniente Rodolfo Berdina a manos de camaradas suyos. “El día anterior a su muerte –dice– yo lo había acompañado al mismo lugar del monte donde lo mataron. Cuando llegamos, otro grupo del Ejército, que tenía su base en Santa Lucía, nos rodeó y nos hizo levantar las manos. Lo raro es que al día siguiente lo volvieron a mandar al mismo lugar, pero sin guía y cuando llegó ya no había soldados sino guerrilleros”. Pero agrega, describiendo al malogrado Berdina: “Lo mataron los mismos milicos, que no lo querían porque era tranquilo, era bueno, no era abuso como ellos”.

En todo el tiempo que el Ejército tuvo ocupada la zona –casi dos años– Vega vio un solo guerrillero prisionero: “Lo tenían atado de pies y manos todo el día. Tenía desolladas las piernas por las ataduras. Era un cordobés como de 40 años, rubio, de ojos claros. Macho el tipo, de categoría”, dice Vega y agrega: “Se les reía a los milicos cuando lo llevaban al monte y le exigían que les mostrara los campamentos de sus compañeros. Qué me preguntan a mí de campamentos, que si me dejan solo aquí me pierdo, les decía. Un día ya no estuvo más”.

Las víctimas en el campo. Los numerosos relatos de los testigos de los hechos destacan que los pobladores de todos los caseríos cercanos sufrieron la bárbara represión militar. Hombres, mujeres y niños de Caspinchango Frías Silva, La Rinconada, Tres Ceviles, Negro Potrero y Los Laureles fueron detenidos y arreados peor que animales hacia el campamento militar de Caspinchango Viejo.

La Escuela Nacional 361 y la Enfermería fueron los lugares donde centenares de jornaleros y sus familiares fueron martirizados por oficiales y suboficiales del Ejército. Muchos de ellos fueron asesinados y sus cuerpos desaparecidos. Nunca se radicaron denuncias de estos hechos hasta ahora. El terror pudo más que el propio tiempo. La legalización política de Bussi después de la caida de la dictadura y las leyes de impunidad frenaron a las víctimas y sus familiares. A fines de 2003 comenzaron a conocerse algunos testimonios, cuando Bussi fue detenido y trasladado a Buenos Aires para pasar el final de su vida en la lujosa casa de su hija en Pilar.

“En Los Laureles desaparecieron los Pisculiche y uno al que le decían Chapera, dice un testigo. Otro reflexiona: “Acá se cometieron injusticias terribles. Yo he sufrido mucho. Me torturaron durante semanas. 

Me tuvieron preso dos años. Mataron a mis suegros. No quiero recordar. Ya pasó. Si hay Dios, espero que los castigue. Y si no hay, qué le vamos a hacer. Lo único que me gustaría preguntarle a Bussi es por qué me tuvo preso y me torturó y por qué mató a mis suegros. Si no teníamos nada que ver con los extremistas”.

Máximo Vega, el baqueano prisionero de los militares, después de ser torturado y usado como guía, fue liberado. Sus suegros y uno de sus cuñados desaparecieron. Otro de sus cuñados fue asesinado por el Ejército y un tercero sufrió atroces tormentos. “Mis suegros, Cecilia Romano y Reyes Pastor Palavecino y mi cuñado Juan Carlos desaparecieron. Mi cuñado José cometió el error de escaparse cuando lo llevaban junto con el padre a que señalaran campamentos extremistas en Negro Potrero. Ninguno de ellos tenía nada que ver con los guerrilleros, pero al chango le dio miedo. Después volvió a su casa y ahí lo fusilaron. A mi otro cuñado, el menor, Reyes, lo golpearon tanto que después tuve que internarlo en el hospital”.

Un hecho patético que horrorizó a todos los habitantes del poblado fue el asesinato de dos ancianos. Uno de ellos, “Liberato, así le decían, era un viejito medio deficiente mental que vivía con el rengo Antonio Díaz en un cargadero de Frías Silva. Estaban casi siempre en pedo y parece que no escucharon cuando les ordenaron abrir la puerta una noche. Ahí nomás los acribillaron a los dos”.

Néstor Alfaro, que en tiempos del Operativo Independencia era ayudante del herrero en el taller cuenta “haber visto una tarde que bajaban de un unimog a un encapuchado. Tenía la cabeza tapada con una capa de lluvia de las que usan los milicos y supongo que era hombre. Al día siguiente ya no estaba”.

Un hombre que en esa época se desempeñaba como fumigador y que prefiere omitir su nombre, como la mayoría de los testigos, cuenta que a los prisioneros “los tenían en la Escuela y en la Enfermería. Ahí tenían un tacho de 200 litros, de esos de aceite, destapado arriba y lleno de agua. En el techo habían puesto una roldana. Ataban a la gente de los pies y le metían la cabeza en el tacho”.

Uno de los casos que más recuerda, tres décadas después de ocurrido, sucedió a la vista de numerosos testigos: “Una mañana cuando fuimos al Taller todos vimos a tres chicas jovencitas, lindas, medio rubias, a las que tenían atadas, sentadas y con los ojos vendados. Dos estaban de pantalones blancos. Se comentaba que la noche anterior las habían sacado de un boliche bailable de la ciudad. Del taller se las llevaron en un jeep. A las tres las ejecutaron en la Grúa de las Ranas. Era un cargadero de caña que quedaba cerca de una laguna y estaba siempre lleno de ranas”.

Vega sigue contanto otro de los muchos episodios y nombres de víctimas que recuerda: “Al Negro Jaida lo trajeron en calzoncillos y le dieron picana en los compañones. Lo dejaron incapacitado. Murió años después. Lorenzo Castellano quedó ciego por la tortura”.

El campesino tucumano es parco, medido en sus actos y en sus palabras. Quizás por eso los sobrevivientes de Caspinchango Viejo, ahora residentes en pueblo Berdina, no recuerdan muchos nombres de los oficiales que se desempeñaron en el lugar: teniente primero Trucco, teniente Jándola, subtenientes Berdina, Saravia y Díaz. Seguramente hubo muchos más, ya que las dotaciones eran relevadas cada 30, 40 días. El pacto de sangre exigía esa rotación y la participación activa de jovenes oficiales enviados a una tierra lejana, habitaba por gente extraña, convencidos de que eran cuando menos apoyo logístico de la guerrilla.
Fuente:MiradasalSur

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