18 de mayo de 2014

HOMENAJE A MIGUEL BRASCÓ.

Homenaje. Miguel Brascó (1926-2014)
¡Salud, maestro!
Por Víctor Ego Ducrot
14.05.2014


Escritor, dibujante y periodista, luchó siempre contra el “macaneo” del saber comer y beber. Veintitrés reproduce su columna “La faena de olfatear”, del 6 de abril de 2006.
En situaciones varias del vivir aquí y ahora, desde atosigues en preembarque de aerolíneas hasta colas lungo-largas de cajeras supermarket, antesalas neutras de otorrinolaringólogos o simple encontrón coyuntural en paraje cualunque de Buenos Aires, mi existencia cotidiana es interceptada vuelta a vuelta por señor/señora de modales apacibles pero expresión conjetural que me pregunta ché Brascó decime con qué know how hay que entender y con qué narices olfatear la nueva ciencia infusa de los vinos.

Esa pregunta me eriza, tanda por tanda, los pelitos todos de la nuca. Mucho me temo que el bla blá tan activo últimamente del bobetaje fashion en radio, diarios, revistas y televisión esté logrando desconcertar a los consumos con sus menciones de la maloláctica, el enigma del terroir, los taninos dulces y los aromas andá a saber a qué de las llamadas frutas tropicales. Madonna mía santa, convoco a los dioses sencillotes del escabio para que retrotraigan todo a como era seis, siete años atrás cuando, para corpacharse con los topacios concitantes del Malbec –dijo una vez el tucumano Chonchón Mothe, diputado nacional– nadie necesitaba aprender nada.

¿Cómo se olfateaba antaño un tinto de prosapia? No se olfateaba, Pepe: olía solo. Tenía un hálito de la gran flauta a pura fruta intensa, redondeado con perfiles New Wave style por el roble de los toneles grandes. Con un ímpetu elegante y tal envión que te impregnaba los aquí nomás de esa memoria que provisoriamente todos llamábamos el alma.

¿Y el vino común de mesa, assemblage de uva criolla chica con robusto corte de Malbec y añadiduras de Bonarda? Todos los argentinos, adultos y pendex, lo tomábamos, envuelto y fortachón, on the rocks con burbujitas. Era nuestra cocacola. Y a ningún pelópidas seudo-abstemio de la burocracia ministerial alpedista se le hubiera ocurrido prohibir su venta a los menores de dieciocho. Al contrario. El Vino Es Salud era la consigna: la Bebida De Los Pueblos Fuertes. La famosa paradoja francesa del facultativo Serge Renaud (dos copas de Malbec por día y chau colesterol) te la cantaba cualquier gaucho sentado en las raigambres de un ombú corpulento. Por áhi no mencionaba específicamente al colesterol debido a que los paisanos no son de explayarse en farmacologías. Pero todos entendíamos lo más bien.

Hoy vino para pendex, verboten, interdit, prohibido. Que no tomen vino, para eso tienen la marihuana y la cerveza, que los mama igual pero con la ventaja de estropajearles el hígado.
Mi interlocutor en la cola del supermercado quiere saber dónde se aprende la faena de olfatear el vino. Puede preguntarlo sin cometer delito porque no tiene menos de dieciocho años sino más de treinta. De modo que le contesto así nomás, chac, sin el menor tapujo o circunloquio.

A olfatear el vino se aprende en cualquier lugar donde haya vino. Los vinos blancos hoy tienen aromas más intensos que los de antes. El hálito de los tintos es menos intenso pero más carnoso. Uno lo aspira y da gusto. La mitad del placer del vino es olfatearlo.

Pero ¿cómo se hace?, insisten los desconcertados. Primero eche vino en una copa, un tercio solamente de su capacidad. Copa, si es posible, grande y con boca menos amplia que la panza. Espere un poco a que los hálitos se desprendan del vino. Se desprenden sí o sí porque son corpúsculos gaseosos (ésteres) muy volátiles. Si se los enfría (manía argentina del vino blanco bien frappé) se achanchan y no salen. Con buena temperatura, se alborotan y emergen.

Emergen y se retienen fugazmente en el cáliz de la copa, esperando a que aparezca usted y los huela. Vaya y hágalo de una buena vez. Meta la nariz en la copa y, suave pero intenso, respire al vino; prestando la mayor atención posible a lo que hace.

¿Eso es todo? pregunta el interlocutor. Yes. Eso es todo.

Cuando algún enólogo, comentarista famoso o autoproclamado experto en escabios le diga que un vino tiene un dejo a frutas tropicales, un tono a flores blancas, una arista de montura sudada, un toque de lata de atún recién abierta, una reminiscencia a los pantalones de cuero que usaba su abuelo (de él) o cualquier otro macaneo glorioso semejante, cierre la oreja y no le dé más bola.
Tomar vino es un placer, no lo convierta en una colegiatura. 
Fuente:Veintitres

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