10 de agosto de 2014

LA FUERZA DE LA IDENTIDAD - EL TRABAJO DEL EAAF.

La aparición del nieto 114 nos tocó a todos de cerca pero más a quienes vivimos en estas alejadas y sufridas tierras patagónicas y conocíamos, algunos a fondo y otros de rebote, la historia de “Puño” Montoya y la denodada e inclaudicable lucha de su hermano Jorge, que movió cielo y tierra -de la manera más profunda, dura y oscura- primero para encontrar los restos de Oscar, asesinado por la dictadura, y ahora para tener esta alegaría inmensa de abrazar a su sobrino.

La noticia ya trascendía lo común -aunque nunca el hallazgo de un nieto apropiado puede o debería serlo-, cuando se confirmó que Ignacio-Guido era hijo de la hija de Estela Carlotto, fundadora y presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, pero cuando su hija, Claudia, aseguró que se trataba del hijo de Oscar Montoya, de Caleta Olivia, el milagro fue total.

Al escuchar ese relato confuso de Claudia Carlotto, porque no recordaba el nombre pero sí el apellido de quien fue la pareja de su hermana y el padre de su sobrino, acá en Comodoro y seguramente en la ciudad de El Gorosito y Canadón Seco, los corazones redoblaron su latido, las lágrimas traspasaron las fronteras que a veces custodian y cierran los ojos de los hombres y mujeres duras, y el grito de emoción y alegría atravesó al viento patagónico.

Desde ese entonces, sin obviar la referencia a Carlotto, para los que aquí nacimos y vivimos, Ignacio era y es el nieto de doña Hortencia Ardura, la reconocida docente de la escuela de Cañadón Seco, el sobrino de Jorge, el actor e imprentero de Caleta Olivia, el primo -entre otros- de Raúl Belcastro, el dirigente de judiciales, y el compañero de varios que acercaron datos pero prefieren todavía que no se los nombre.

La aparición de Ignacio, que ayer confirmó que seguirá usando el nombre que le puso la familia que lo crió, que definió como maravillosa, hizo recordar esa inquebrantable lucha de Jorge, que muchas veces en soledad y siempre en silencio, recorría cuando podía alguna punta informativa para seguir el rastro de “Puño”, ese hermano que con fuertes ideas políticas se fue a estudiar a La Plata y que logró escapar del cerco de la dictadura, hasta que un día fue acribillado y luego enterrado en una fosa común en el cementerio de Berazategui (Buenos Aires).

La identificación de “Puño” fue posible gracias al también denodado y maravilloso trabajo del Equipo Argentino de Antropología Forense. Una vez encontrado Oscar, luego de las tomas de ADN que entre otras más permitieron identificar plenamente a su hijo, la familia decidió cremar sus restos y esparcirlos en una pequeña loma de una estancia cercana a la casa familiar.

Jorge contó el jueves, en nota exclusiva y muy emotiva con Radio Del Mar, que vio a “Puño” por última vez en 1977 en La Plata, cuando los hermanos se despidieron con un fuerte abrazo, que encerraba el peligro que estaban corriendo en ese día y momento, pero también el temor cierto de no volverse a ver más, como finalmente sucedió.

“Me dijo que no podíamos comunicarnos más, por seguridad mía y de los viejos, y era cierto porque en casa teníamos el teléfono pinchado, las cartas nos llegaban abiertas. Así fue nuestra despedida”, señaló Jorge que tampoco pudo guardar muchas fotos de su hermano.

“Tenía muchas cosas de él, sobre todo fotos, pero un día vino el Ejército y logré esconder las que me quedaban entre mis ropas. Por suerte no las vieron y eso que yo estaba temblando, pero luego tuve que quemar todo, por su seguridad y la nuestra”, relató Jorge, que medita cada palabra y frase, ahora no por temor sino por emoción.

La Argentina tiene una mancha indecorosa en la historia mundial por haber perfeccionado, por estos siniestros personajes y procedimientos que asolaron el país entre 1976 y 1983, la desaparición de personas, pero también tiene otro hito en la historia mundial, y este es absolutamente positivo, como es el de haber también ideado el sistema para que los desaparecidos aparezcan y dejen atrás años de identidades secuestradas y tengan por delante otros de encuentros y aprendizajes.

Al margen del parecido físico, la comparación de las fotos no dejan lugar a dudas del parecido físico de Ignacio con su joven papá, en esta historia, como en la de la mayoría de los nietos 114 recuperados, hay un poder genético que traspasó todas las barreras que la apropiación y la dictadura planteó, como para tabicar la historia, entre padres desaparecidos e hijos luego reencontrados.

Así como ocurrió en otros casos, donde los hijos pintan o escriben poesía como sus padres, a esos que nunca conocieron, en esta historia nuevamente el arte volvió a sortear todas los vericuetos del olvido, y así como “Puño” era músico, Ignacio también lo es.

“¿Quién resistirá cuando el arte ataque?”, se preguntaba Luis Alberto Spinetta, que más que nadie sabía que hablaba de ese arte que sigue resistiendo y dando vida, y que tiene otro sabor y color cuando logra sortear e imponerse sobre los torpes y tenebrosos vericuetos de la muerte más dura, que es la del ocultamiento de historia y la del olvido.
Fuente:Patagonico





Las verdades del nieto 114
Año 7. Edición número 325. Domingo 10 de agosto de 2014
Por Raúl Argemí
argentina@miradasalsur.com
En su primera presentación en público, Ignacio Hurban, o Guido, el nieto recuperado de Estela de Carlotto y de Hortensia Montoya, arrojó un manojo de las razones que lo impulsaron a buscar su verdadera identidad.

Sobre las tres de la tarde del viernes, en un marco de bullicio, gritos y alegría, se presentó a la prensa Ignacio “Guido”, el nieto reaparecido de Estela de Carlotto. Por suerte para la prensa es, como músico, un hombre acostumbrado a la exposición pública y al diálogo micrófono en mano. La conferencia, trasmitida en simultáneo por varios medios, los tuvo a él junto a Estela de Carlotto, quien lo presentó más como abuela que como representante de Abuelas de Plaza de Mayo.

Sí puede resumirse en una idea de las contestaciones que dio a las preguntas, naturalmente sin orden y de acuerdo con los interrogantes de quien preguntaba, es que la verdad siempre se impone; que puede tardar más o menos, pero que siempre sale a la luz.

En ese sentido recordó que fue en 2010, en unas jornadas por la memoria, cuando decidió tomar en serio la inquietud, las dudas sobre su identidad. “No podría explicarlo, pero son cosas que uno va sintiendo, sin saber de dónde vienen, como si tuviera memorias perdidas.” Una respuesta semejante es la que esbozó cuando le señalaron que su padre, Walmir Oscar Montoya, era como él músico. “Yo no sé si hay una memoria genética, o algo parecido, la verdad es que no lo sé –dijo–, pero tal vez sí, porque me crié en una familia que nada tenía que ver con el arte, y sin embargo mi incliné hacia ese lado.” Esta aproximación a los pasos que lo llevaron a indagar sobre su identidad tuvo una ampliación conceptual cuando respondió acerca de la conciencia social que él, como músico, ha mostrado y el compromiso político de sus padres. En ese sentido señaló que siempre, desde que tenía memoria, se había sentido “muy cerca de lo que pensaban las Abuelas de Plaza de Mayo, de esta necesidad de dar con la verdad para cicatrizar las heridas que nos han quedado. Y yo creo –dijo– que el arte es una forma de hacer política. En ese sentido también tengo tal vez algo heredado, una energía, algo así.”

Con calidez y respuestas directas, el nieto reaparecido número 114 bromeó incluso con su abuela en torno del hecho de que son una familia numerosa “muy grande”, aseguró con una sonrisa, pero dejó en claro que lo que verdaderamente le importaba era que se cerraba la búsqueda de otro nieto: “Pude ser yo o pudo ser otro, eso no tiene importancia. Lo importante es que todo el trabajo que se pone en esas búsquedas, todo el amor puesto, tiene una respuesta en el encuentro con la verdad. Yo, hoy no pienso en mañana. Tendré que trabajar todo lo que es mi pasado, el saber recién hace dos días quién soy, pero tengo todo el tiempo por delante. Ahora me siento muy cómodo, muy feliz por haber dado con la verdad”.

Ante el fluir de las preguntas, difíciles de oír por el clima de fiesta popular que se vivía en el entorno de la conferencia de prensa, Guido “Ignacio” Montoya Carlotto, quien no reniega de su nombre de toda la vida, subrayó que lo que le parecía más importante era que su caso lo llenaba de felicidad, “por mí y porque es un hecho simbólico y mucha gente lo vive con felicidad, porque contribuye a cicatrizar una capítulo penoso de nuestro pasado nacional”.

Por otra parte reiteró que quienes tuvieran alguna duda sobre su identidad acudieran a las Abuelas, “porque todo el procedimiento es muy respetuoso, tranquilo, y lo peor que puede pasar es que uno no tenga la respuesta que busca. Lo difícil es prepararte para no encontrar nada”. Sobre este punto bromeó brevemente con su abuela, porque es sabido que la noticia de haber encontrado al nieto de Estela de Carlotto se “filtró” a la prensa, cuando el protocolo exigía ser más cuidadoso.

El histrionismo del músico de Olavarría, puso una nota de color cuando contó, con una imitación tierna y jocosa, sus diálogos telefónicos con quienes le dieron la noticia de haber dado con su identidad y con su abuela. Con algo más de seriedad, pero no solemne, el nieto recuperado agradeció también a su familia de crianza, que le dieron “treinta y siete años de amor”, con lo que queda planteado el mejor de los escenarios, un nieto recuperado que no tiene que renegar de quienes lo criaron porque no son represores ni apropiadores.

En todas las respuestas el nieto 114 giró en torno de la verdad. “Esta es mi verdad, la que me toca”, señalando de diversas maneras que no es posible ocultar la verdad, que de alguna manera se filtra a través de los días, y termina por imponerse por caminos que pueden ser incomprensibles. “Yo no sé por qué uno se hizo esas preguntas, por qué comenzó a atar cabos, no lo sé, pero cuando eso se da hay que dar el paso y buscar la verdad.”

Tal como comenzó, con un clima de fiesta de barrio, donde las preguntas de los periodistas naufragaban en el bullicio, Guido Montoya Carlotto y su abuela Estela de Carlotto, que se mantuvo en un discreto segundo plano, cerraron la conferencia de prensa con un abrazo de los dos, que se extendió al conjunto de los asistentes.




“Aquí está tu mamá, Guido”
Año 7. Edición número 325. Domingo 10 de agosto de 2014
Por Walter Goobar
argentina@miradasalsur.com

Encuentro. La primera foto que se conoció del encuentro de Guido con Estela.
Puede sonar a verdad de Perogrullo, pero la diferencia entre una buena y una mala biografía, entre un buen y un mal documental, es una sola: poder identificar y retratar ese momento en la historia del personaje que lo convirtió en ese ser único e irrepetible que con sus acciones ha cambiado –en un sentido o el otro– la vida de millones de seres humanos. Dicho de otra manera. ¿Qué hizo que un Daniel Barenboim, un Nelson Mandela, un Borges, un Osama Bin Laden, una Thatcher o un Videla sean lo que son o lo que fueron?

Héroes o villanos que trascienden en el tiempo. Lo mismo vale para Estela de Carlotto.

Cuando, junto con Magdalena Ruiz Guiñazú y Silvia Di Florio encaramos el proyecto de un documental sobre Estela, no dudábamos que esa delgada línea roja que atravesaba la vida de la presidenta de Abuelas era el secuestro y muerte de Laura y –aún más–, la silenciosa y paciente búsqueda de Guido, su nieto ausente.

Cuando se lo planteamos, ella aceptó a regañadientes, aduciendo que no quería nada centrado en ella, sino en la obra de Abuelas. De todos modos, firmó el consentimiento para que quien firma esta nota accediera a los 11 tomos de la causa por la apropiación de Guido.

Sin embargo, Estela se mantenía en las suyas. En interminables e inútiles horas de entrevistas, Estela esgrimía el sólido y contundente discurso que todos le conocen como presidenta de Abuelas. Todas sus respuestas y sus reflexiones eran interesantes, políticamente correctas, pero absolutamente estériles desde la perspectiva de la búsqueda de Guido. Todos los trucos que usamos para tratar de hacerla entrar en clima, como proyectarle su testimonio en el Juicio a las Juntas o en el juicio en Italia, naufragaron. Se mostraba totalmente irreductible a la posibilidad ante la posibilidad de mostrar esa herida que convirtió en coraje ante una cámara.

En una pausa de la grabación que se nos hacía eterna, tomé a Estela por el hombro para apartarla del equipo de filmación.
–Querida Estela –le dije, sin saber cómo iba a continuar–, usted sabe cuánto la queremos y la respetamos todos los que estamos acá, pero para sacar esto adelante necesitamos que usted por un instante se corra del lugar de presidenta de Abuelas y nos hable como abuela de Guido. No estamos haciendo un institucional...

Se alejó de mí unos imperceptibles milímetros y con su tono imperturbable de siempre respondió: “Querido, las Abuelas usamos ese tono institucional porque si no estaríamos todas locas o muertas”.

Me di cuenta de que Estela era capaz de bailar con una escoba frente a las cámaras si fuese necesario para Abuelas, pero no podía o no sabía cómo desnudar su dolor frente a la lente.

Dispuesto a tirar la toalla, hice un último intento:

–Estela, ¿no tiene un álbum de fotos? –le dije como al pasar....

Se puso de pie, caminó hasta un vestidor donde se zambulló por unos minutos. Como un acto reflejo le pedí al camarógrafo que comenzara a rodar. Estela no volvió con un álbum sino con un ajado sobre de papel marrón. Nadie movió un músculo y creo que todos quisimos hacernos invisibles en ese instante. Ella se sentó y sin que nadie se lo pidiera comenzó a esparcir y ordenar las fotos sobre la mesa, como si jugara al solitario con esas imágenes de su familia. Sola, más sola que nunca, comenzó a contarle a Guido qué era cada una de esas fotos: “Aquí esta tu mamá, Guido”.

En la intimidad de su hogar, reconstruyó para su nieto la historia de su familia. Narró a cámara –como si se lo contara a Guido– el secuestro de su marido, el de su hija Laura, y el nacimiento de ese hijo varón que Laura había parido en cautiverio y bautizado como su padre.

“Que sepa que lo estoy esperando, que lo estoy buscando. Que me encuentre, que me deje encontrarlo”, se le escuchó decir, como en una plegaria.

En 2008, después del estreno del documental Estela se sinceró con Miradas al Sur en una entrevista que resultó premonitoria:

–Cada cumpleaños de Guido ha sido un día difícil, pero este año lo fue más, quizá porque se trataba de los 30. Es la recordación de un nieto al que no conozco. Se multiplica la necesidad de conocerlo, de recuperarlo. Intenté escribirle una carta que me había prometido escribir para descargar ese amor, pero sólo logré escribir algunas líneas y después dejé. No pude seguir.

–¿Por qué?
–No sé. Creo que al hacer cosas por los demás, hago cosas por él también. Siempre estoy esperando que el que sabe algo, me lo diga y me ayude a encontrarlo.

–Cada restitución de identidad es un triunfo de Abuelas, pero encierra una pequeña frustración personal porque no logra encontrar a Guido.
–Hay como una especie de pequeño egoísmo. Me alegro porque los nietos de cada Abuela son como los míos, pero cada tanto me pregunto: “¿Y a mí cuando me va a tocar?, ¿Cuándo tendré esta suerte, esa felicidad?”.

–¿Siente que tiene un mandato de encontrar primero a los otros?
–Si uno es religioso puede decir: “Es la mano de Dios y Dios así lo quiere”. Si no es el destino, es la casualidad o –de repente– el milagro.




“Cada recuperación nos repara a todos”
Año 7. Edición número 325. Domingo 10 de agosto de 2014
Por Miguel Russo
argentina@miradasalsur.com
Entrevista. Remo Carlotto. Diputado Nacional del FPV y tío de Guido Montoya Carlotto.
Es diputado nacional (FpV) por la provincia de Buenos Aires. Pero, como anunció hace un par de días en la Cámara, “hoy habla el tío”. Entonces, Remo, el tío menor de Guido Montoya Carlotto, habla: “Encontrarlo, reencontrarnos, fue una enorme conmoción y una explosión de alegría. Tratamos enseguida de conectarnos entre la familia, con mis hermanos, con nuestros hijos. En un primer momento, nos reunimos en la sede de Abuelas para tener toda la información, con una enorme alegría. No es para menos, se trata de una búsqueda de 36 años. Al encontrar a Guido, pensé mucho en Laura. Ella tenía 23 años y le arrebataron la vida y nosotros asumimos un compromiso con eso”.

–Como ve el encuentro con Guido, ¿como el cierre de un ciclo o la continuidad de una lucha?
–Nosotros tenemos un compromiso con los derechos humanos. Y es pensarlos como algo colectivo. La lucha nunca fue individual. Asumimos el compromiso de buscar justicia por quienes fueron víctimas del terrorismo de Estado y por todos los chicos expropiados. Al mismo tiempo que sentimos la felicidad de encontrar a Guido, sabemos que tenemos que seguir buscando a los 400 chicos que aún faltan. Estamos muy felices que la localización de Guido haya servido para que en Abuelas de Plaza de Mayo y en la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad hayan explotado los teléfonos de chicos que dudan de su identidad o de personas que quieren aportar información que sirva para localizar a los chicos que faltan. Esta búsqueda colectiva va a continuar y nos obliga a seguir en la lucha. Los Carlotto somos una familia con una gran militancia en materia de derechos humanos. Y eso nos compromete. Teníamos el compromiso individual con Laura y colectivo con cada uno de los compañeros que fueron víctimas, para buscar juicio y castigo a los culpables, la construcción de una política de la memoria y, fundamentalmente, la localización de los chicos que faltan.

–Hace mucho que una noticia no une a toda la sociedad bajo un mismo entusiasmo. ¿Qué lectura política hace sobre este fenómeno?
–He participado en decenas de conferencias y encuentros familiares, de trabajos de investigación en la búsqueda de los chicos. Los chicos son los desaparecidos con vida, una forma de reparación ante todo lo que la dictadura nos quitó. La búsqueda de juicio y castigo es un acto de reparación central, para que los culpables cumplan su condena en una cárcel común. Pero encontrar a un chico es como arrebatar algo en el tiempo a lo que la dictadura nos quiso sacar. Mi vieja, que es una persona muy conocida, muy querida y respetada por vastos sectores, se convierte en una expresión más contemplada de esa mirada. La recuperación de la identidad nos repara a todos. Como dice la Presidenta, cada vez que se encuentra a un chico, la Argentina es un país un poco más justo.

–Pero el periodismo muchas veces toma otras formas de ver la realidad. En el caso de la aparición de Guido, la noticia y el tratamiento fueron casi unánimes.
–Que alguien pueda estar en contra de que una familia encuentre a un niño robado por la dictadura cívico militar es una locura. Las Abuelas llevaron adelante una lucha en contacto con la sociedad, fueron respetuosas. Tienen esa sabiduría de abuelidad en la vida cotidiana, en la acción, que es política. Sin duda esto no fue de la misma manera desde el retorno democrático. Nosotros vivimos la época en que nos decían que dejáramos a los chicos donde estaban, que estaban bien criados. Hubo un cambio de la mirada desde que el Estado quiso en 2003 volver sobre nuestro conflicto del pasado para resolverlo. Eso está marcado fuertemente en toda la sociedad. Los medios de comunicación opositores, inclusive los opositores a las políticas de derechos humanos del Estado nacional, frente a un tema de tanta sensibilidad, hicieron una impasse. He visto en medios que son muy agresivos una actitud distinta. Bienvenido sea. La búsqueda de la verdad, la construcción de la memoria, la justicia, la recuperación de identidad de los chicos es una obligación y una reparación del Estado democrático. Los medios de comunicación no pueden obstaculizar ese camino, sino apoyarlo. Aquí no hay mirada de venganza, de revancha, no hay ninguna actitud que busque lastimar a la sociedad. Lo que se busca siempre es una reparación. Pero es inaceptable equiparar a aquellos que fueron víctimas con sus victimarios. No puede ser que se reivindique a la dictadura como sucedió en editoriales del diario La Nación. Nos parece bien que haya una reflexión distinta, pero tiene que vincular y comprender las diferencias entre lo que es la historia particular de la búsqueda de un chico con la acción política y criminal de un Estado. Lo que la dictadura hizo no fue sólo una agresión a las víctimas, sino al conjunto del pueblo argentino. Es la única manera de garantizar la no repetición.

–Cree que la familia Hurban tenía alguna noticia sobre la verdadera identidad del hijo que adoptaron…
–Por lo que hemos hablado con Guido, sus padres de crianza no tenían ningún conocimiento, actuaron de buena fe. Su crianza no estuvo vinculada al hecho trágico de lo que significó su robo y vulneración de identidad.

–No es así con el dueño del campo donde trabajan los Hurban, Francisco Aguilar…
–Aguilar fue quien se llevó de La Plata a Guido y lo entregó, sabía cuál era su origen. Ahora viene un camino que la Justicia debe investigar, pero nosotros creemos que la familia que crió a Guido actuó de buena fe. Son personas sencillas que viven en el campo. Su patrón les entregó un niño. Es un ardid que vemos muchas veces en esos patrones de estancia que deciden sobre la vida de las personas y eso lo tenemos absolutamente claro.

–Treinta y seis años de espera, ¿cuál será su regalo para Guido?
–Tengo atesorada desde hace mucho tiempo la información familiar, mucha información sobre nuestra familia para que él la pueda ver con tranquilidad. Fotos de su mamá, de sus abuelos, de la familia en la vida cotidiana, en la intimidad, las cartas de Laura. Tenemos, después, este amor acumulado y concentrado de 36 años de búsqueda que es el mejor regalo que le podemos hacer. Darle nuestro amor que es, de alguna manera, la continuidad de aquella mano de Laura cuando lo tocó por última vez después de haberlo tenido cinco horas. Nosotros queremos que sea una caricia reparadora y que él sienta plenamente.





“Todo aparece”
Año 7. Edición número 325. Domingo 10 de agosto de 2014
Por Beatriz Cunioli D’Mentes. Contenidos - Olavarría
argentina@miradasalsur.com
Desde siempre, Ignacio lleva la música en sus venas. Eso fue lo que llevó, después de haber terminado el secundario, hacia lo que él define “la Meca de todo argentino”: Buenos Aires. Y allá llegó en 1997 a estudiar piano (“y a ser famoso”, dice irónicamente). La crisis de principios de siglo lo obligó a volver a Olavarría, su ciudad. “A los que estábamos trabajando de músicos, estudiando o haciendo las dos cosas, se nos hizo tan difícil que tuvimos que volver... y volvimos todos”. Y sigue contando: “Como muchos de los volvedores, el trabajo fue retomar contactos perdidos, y establecer una profesión que no existe como tal. Porque en Olavarría no hay mercado. Así es difícil, para empezar a trabajar muy de a poco, el músico tiene que bancarse unos cuantos años de indigencia”. Pero, como él mismo razona, “si uno supera eso, después todo aparece”.

Volver a Olavarría significó encontrarse con una ciudad que tiene otra velocidad, otra manera de pensar las cosas. “No está la necesidad del apremio que siempre es mal vista acá. En realidad creo que esa necesidad es la que te mantiene vivo. Acá vos tocás un instrumento y ya está, todo el mundo te llama. Pero en Buenos Aires hay 300 tipos que tocan igual... No es solamente tocar bien. Tenés que tocar mejor, saber leer música, tener un mejor instrumento y reírte de los mismos chistes. Eso es crecimiento también. Más allá de que la mayoría no se lo aguante”. Para él, “si no te lo aguantás, la profesión no es para vos, dedicate a otra cosa y dejalo como hobby. La música es durísima en ese sentido, más allá de que sea una alegría después. En el momento de hacerla hay que hacerla bien y estar súper despierto”.

Por todo eso, él dice estar en un “proselitismo de la profesión”, lo que significa enseñar, ejercer, tomar y ocupar lugares. “A veces salen trabajos free-lance que no están tan buenos pero que hay que hacer para mantener los contactos. Hay que saber el lugar donde uno está parado y hacer muchas cosas: escribir en el diario, dar clases particulares, trabajar en una institución, grabar discos, siempre apuntando a trabajar con la música propia en algún momento”. Para Ignacio, el músico tiene una función y es la de “transformar la realidad”. Tarea ardua en el contexto de una ciudad mediana de la provincia de Buenos Aires como Olavarría. “Es muy extraño lo que pasa con la ciudad: nosotros tenemos que ayudar a los pibes para que emigren, lo cual es tristísimo. Después surge el orgullo que siente el olavarriense con el tipo que triunfa afuera, cuando en realidad se tendría que sentir tremendamente triste porque ese músico se fue. El problema es que la ciudad no lo puede contener y hace que el tipo se tenga que ir, a su pesar. Nadie se quiere ir. Pero a su vez, es necesario que los músicos lo hagan para aprender a tocar, a conceptualizar el arte con otra velocidad. Esto es un semillero, sacamos los plantines y cuando crecen hay que transplantarlos y después tienen que volver de alguna manera”. Así es como él volvió, con todo el de­safío que representaba. “En Olavarría se promueven cosas, uno puede accionar algunos engranajes de tal manera que se pueden lograr proyectos y se pueden hacer cosas, que cuestan trabajo pero que ese mismo trabajo cuesta en todos lados”. Siente que es una postura filosófica y política muy importante dar a entender que se puede vivir de lo que a uno le gusta, sobre todo cuando tiene que decirle a un pibe que debe hacer algo de manera excelsa pero que no va a tener rédito inmediato, porque el mismo mercado no se lo va a permitir. “Así y todo el panorama es alentador porque por algún milagro de la naturaleza sigue habiendo tipos talentosos y la gente sigue siendo sensible al arte. Eso está bueno como incentivo”.




El viaje más largo
Año 7. Edición número 325. Domingo 10 de agosto de 2014
Por Miradas al Sur
contacto@miradasalsur.com

Laura Carlotto.
Del libro Laura, de María Eugenia Ludueña.
El viernes 25 de agosto de 1978, el vigilante salió con la citación de la Comisaría 9a, ubicada frente al departamento de la Gordi. Caminó hasta la casa de los Carlotto. El mensaje era breve: “A los progenitores de Laura Carlotto se los cita con carácter de urgente a la comisaría de Isidro Casanova. A los efectos que se les comunicarán.”
Remo y Kibo se ilusionaron.
–No habíamos perdido la esperanza de encontrar a mi hermana. Esperábamos con ingenuidad, desde hacía tiempo, cada año, un acto de misericordia. Que nos dijeran dónde estaban ella y el bebé –recuerda Remo.
Anochecía cuando Estela y Guido, acompañados por Ricardo, el padrino de Laura, encararon en el Rastrojero para Isidro Casanova. Entre los tres se alegraban y entristecían sucesivamente con las conjeturas.
–A lo mejor está detenida en esa comisaría.
–A lo mejor la blanquean como detenida común.
–¡Miren si nos volvemos con el bebé! –fantaseaba Estela.
–Cuidado. No vaya a ser cosa que estos desgraciados nos digan lo peor.
Era de noche cuando llegaron a la comisaría y se presentaron en el mostrador. Estela mostró el telegrama al oficial de guardia. El tipo leyó, los miró. La Ñata, Guido y el padrino prestaron mucha atención a esa mirada, los ojos de saber un secreto horrible. No es que tuviera un tono compasivo cuando dijo: “Esperen acá. Ya vuelvo”.
Por la cara con que el agente les devolvió el papel, intuyeron que pasaba algo grave. Después de unos minutos, el oficial les hizo señas de que pasaran al despacho del subcomisario, que los recibió de pie, detrás de su escritorio. En ningún momento les hizo señas de que se sentaran. Estela, su hermano y su esposo permanecieron parados, mirando una figura de Cristo apoyada sobre la mesa de trabajo. El subcomisario abrió un cajón, sacó una libreta cívica y extendió la mano hacia ellos para que la vieran. “¿Conocen a esta persona?”, les dijo con frialdad, mientras Ñata reconocía que era el documento de su hija.
La última fotografía que existe de Laura: 4x4, tres cuartos perfil, la belleza despreocupada e invencible de la juventud. La piel luminosa, el pelo lacio y oscuro, las cejas ultradepiladas y los ojos inconfundibles, con mucha sombra y máscara de pestañas, maquillados para ir a la fiesta de la vida.
–Sí, es Laura.
–¿Y qué son de ella?
–Los padres.
–Bueno, entonces lamento informarles que falleció –les dijo el hombre.
–¿Cómo que falleció? –alcanzó a preguntar Estela en voz baja.
La madre de Laura sintió que se volvía loca y se quedó un instante en blanco. Cuando logró subir a la superficie del dolor más brutal, gritó como nunca, como jamás en su vida había gritado, cómo nunca más volvería a hacerlo.
–¡¿Cómo que falleció?! ¡¡¡Ustedes la asesinaron!!! ¡La tuvieron nueve meses para matarla! ¡¿Por qué?! ¡Asesinos! ¡Cobardes! ¡Canallas! ¡Criminales!
El subcomisario no se inmutó, estaría acostumbrado a cosas peores. Estela seguía descontrolada. Su esposo intentaba tranquilizarla. El padrino de Laura preguntó:
–¿Y dónde está?
–Está afuera. En un furgón. –El policía abrió otro cajón del escritorio, sacó una pistola y se la calzó en la cintura.
–¿Y el bebé? –preguntó Estela.
–No sé –le contestó el policía con la expresividad como un pescado muerto–. No sé nada más. Cumplo órdenes del Ejército. Del área de operaciones 114.
Estela apuntó con su dedo a la figura del Cristo. Miró al subcomisario a los ojos y le dijo:
–Ese, el que está ahí: él es quien los va a juzgar; y los va a condenar para toda la eternidad.
El policía miró al padre y al tío de Laura, y les hizo señas de que lo siguieran. Guido y el padrino de Laura caminaron detrás del tipo y salieron de la comisaría. Estela quiso acompañarlos pero su esposo la abrazó y le pidió que los esperara adentro.
El agente los condujo hasta un furgón estacionado junto al edificio. El padre encontró el cuerpo de la hija extendido sobre el piso del vehículo. No había dudas. Laura tenía el rostro desfigurado por un disparo, estaba semivestida, llevaba un corpiño de color negro y medias verdes, y yacía junto al cuerpo de un muchacho. Guido la besó, le acarició el rostro y se quedó unos minutos a solas con ella, contemplándola sin pronunciar palabra. Después volvió sobre sus pasos, entró a la comisaría y abrazó a Estela.
–Es Laurita. –La madre lloraba a los gritos, repetía que quería verla.
–No, vos no la veas –insistía el padrino.
–Te vas a volver loca. Quedate con la imagen de Laurita viva –decía Guido. El subcomisario les preguntó qué iban a hacer con el cuerpo.
–Vamos a llevarla.
La partida de defunción describía a “dos jóvenes delincuentes secuestrados, prófugos, armados en el interior de un Renault blanco”. Según los registros policiales, Laura y el muchacho que la acompañaba se habían resistido a un control, no habían acatado la orden de detención en la Ruta Nacional N° 3 en Cristania de La Matanza. La versión policial decía que a la una y cuarenta de la madrugada se había producido un tiroteo, al que ellos habían respondido desde el interior del vehículo contra las fuerzas de seguridad, “resultando muertos en el enfrentamiento”. Los cuerpos habían sido entregados a la Subcomisaría de Isidro Casanova por el Ejército.
Una vez que se labró el acta, Estela, su esposo y su hermano marcharon a recoger el cuerpo. Junto al furgón ya se había apersonado, sin que los Carlotto lo pidieran, el dueño de una funeraria de Ramos Mejía. “Si quieren se la pongo en un ataúd y se la llevo hasta La Plata”, ofreció con indiferencia.
Abrumados, aceptaron. Pero antes de partir necesitaban hacer un llamado. Guido discó el teléfono del departamento en La Plata. Había prometido a sus dos hijos, Kibo y Remo, contarles cualquier novedad.
Apenas sonó la campanilla Kibo corrió a atender. Remo, el menor, vio a su hermano derrumbarse junto al teléfono. Comprendió lo que había pasado incluso antes de que su hermano lo repitiera. “La mataron a Laura, la mataron a Laura”. Los hermanos se abrazaron y lloraron. La otra hermana, Claudia, se enteraría de las malas noticias bastante después.
Todo fue desgarrador en esos días –dirá Remo muchos años después–. Parecía que se perdía el sentido para nosotros. Ya nos había tocado la desa­parición de mi cuñada María Claudia Falcone. Era decir: “Ya nos hicieron lo que querían, ya lo consiguieron”. Creo que mi viejo no lo pudo superar más. Él veía por los ojos de Laura. Mis padres, como casi toda su generación, se habían casado con el sueño del american way of life. Tenían cuatro hijos –dos nenas y dos varoncitos–, la casa propia, la pequeña empresa. La idea de “vamos a criar a nuestros nietos mientras tejemos a la luz de un hogar con leños prendidos”. Pero pasó la aplanadora por arriba de ese mundo.
* * *
El funebrero subió el cuerpo de Laura al furgón y los Carlotto lo siguieron detrás, hasta Ramos Mejía. Cuando bajaron en la funeraria, el hombre, que se llamaba D’Ercole, les dijo que estaba preparando todos los elementos para enterrar a la joven y al muchacho que habían encontrado a su lado.
–¿No se lo quieren llevar también? –arriesgó.
–¿Al muchacho? Pero si no lo conocemos –dijo Guido.
–Si usted nos dice quién es, lo llevamos y le avisamos a la familia –dijo Estela.
–No señora. No sé quién es. No tengo idea –dijo el funebrero.
–Si no sé quién es, no lo puedo llevar –se negó ella. Muchas veces se preguntará cómo no le dio una cachetada a ese hombre que era cómplice y se victimizaba.
–Nosotros acá enterramos todos los días. Los ponemos como NN. La otra noche éramos varias empresas fúnebres enterrando. Y gratis. Porque a mí ni el Ejército ni la Policía me dan un centavo para los cajones. Eso sí: yo los entierro en cajones. Nadie me da la madera. Pero los otros los meten en bolsas. La verdad que ustedes tuvieron suerte: es raro que entreguen el cuerpo. El otro día vino la señora de un militar, rogando por su hijo, tenían el cuerpo atrás de la puerta, pero no se lo dieron. Y después estaba una piba que yo conocía pero no me dejaron avisarle. Menos mal que llegaron antes de las doce, si no, la enterraba como NN. Mire, no miento.
El funebrero les mostró una orden del Área 114 del Ejército que pedía dos parcelas gratuitas al intendente para enterrar a dos NN: una mujer de 23 años y un “masculino”.
Después de elegir un ataúd para su hija, Estela pidió al hombre si podía prepararla lo mejor posible para que se la viera presentable. Quería velarla a cajón abierto. Mostrar a todos el horror. En su búsqueda de Laura, Estela se había cruzado con muchas personas que no creían que esas muertes fueran ciertas. Mostrar su verdad, eso quería. Pero el funebrero dijo que no había forma de recomponer la cara de Laura.
El camino de vuelta a La Plata nunca fue tan triste. Estela se quedó pensando en las palabras del funebrero. Se preguntó: si el dinero que había entregado para tratar de rescatar a su hija no había servido, ¿por qué le habían devuelto el cuerpo? ¿Por qué el privilegio? Ensayó una hipótesis: “Detrás de eso habrá estado la mano de Bignone. Después de verme, habrá dicho: voy a dar la orden para que se la entreguen a la señora”, pensaba Estela. Con el correr de los años el razonamiento se le hizo más fuerte.
* * *
La amiga de la secundaria de Laura, Marita Mac Dougall, se había instalado una temporada en Bolívar con su familia. Pero en agosto de 1978 pensó que lo peor había pasado y volvió a La Plata con su marido y sus hijos para quedarse a vivir.
“Cuando volvimos del campo, fuimos con los chicos y mi marido a lo de mi mamá, en 7 y 36 –dice Marita–. Subimos con el auto a la vereda. Bajaron mis dos hijos con mi sobrino, y entonces yo vi venir caminando a una compañera nuestra del Normal 7. Vivía en la otra cuadra de lo de mi vieja. Trabajaba en la Policía. Venía hacia nosotros y traía un papel en la mano.
–¡Marita, Marita, Marita! –gritaba la chica a medida que se acercaba.
Marita no entendía. Miró a su marido.
–¿Qué le pasa a esta mujer? –le preguntó.
–¡Marita! ¡Mirá lo que pasó! Leé esto. Lo recibimos recién en la oficina –dijo la chica.
La ex compañera le alcanzó un papel. Era un télex. Marita leyó: las fuerzas de seguridad habían interceptado un auto en González Catán. Se había producido un enfrentamiento. Como resultado del operativo, habían a matado dos personas. Una era un “masculino” NN. El otro cuerpo había sido identificado como el de Laura Estela Carlotto.
–¡Es Laura! –le decía la chica–. ¡Es nuestra compañera!
Marita estaba aturdida. No entendía si era verdad. En el barrio se comentaba que el marido de esa mujer era un hombre de derecha.
Yo me quedé muda. Dudé de si sería verdad. Tenía el papel en la mano, lo estaba leyendo yo. Entré en shock. Le expliqué: ‘Perdón, pero recién llego, después hablamos. A Laura hace muchísimo que no la veo...’. No sabía qué hacer, con quién hablar, a quién preguntarle. Después me enteré de que era cierto: le habían dado el cuerpo a Estela.”
Marita estaba muerta de miedo. Se preguntaba si no la vendrían a buscar a ella y a sus hijos. Entró en la casa de su mamá y le ordenó: “Ni se te ocurra abrir la puerta”. Marita recuerda haber visto una última vez a Laura, unos meses atrás. Se habían encontrado de casualidad.
“Creo que fue en marzo de 1978 cuando me crucé con Laura en el centro de La Plata, no recuerdo exactamente dónde. Yo ya tenía dos hijos: el menor había nacido en junio de 1977. Pensé: ‘Qué bueno, está de vuelta embarazada’. Por el tamaño de la panza, calculé que tendría fecha para junio o julio. Mi hijo y el de ella se iban a llevar justo un año.”
* * *
Guido levantó la tapa del cajón. Estela tomó de la mano a Laura. La mano de Laura: una mano crispada, los dedos manchados con la tinta de las huellas dactilares. No quiso detenerse a mirar la cara, la vio rápido, del cuello para abajo. Los pequeños surcos en el vientre, las estrías dejadas por la pólvora, el costado de la pierna, algo de la ropa interior.
Sin un papel que certificara su identidad, el domingo 27 de agosto los Carlotto enterraron a Laura en el cementerio municipal como NN. Los trámites para escribir su nombre en la tumba demorarían años. Al otro día, Estela recibió la respuesta a un hábeas corpus que había presentado hacía meses acompañada por las mujeres del grupo de madres y abuelas.
Llevaba la firma del juez Russo: “Laura Carlotto nunca estuvo detenida. Se desconoce su paradero”.
Tres días después de enterrar a su hija, llegó la otra novedad: le había salido el trámite de la jubilación. La primera impresión la amargó, la ironía la apuñalaba. Un instante después, le pareció que podía ser una bendición, una señal: de ahí en más podía disponer libremente del tiempo para encontrar a su nieto.




Perfil de Puño Montoya
Año 7. Edición número 325. Domingo 10 de agosto de 2014
Por Raúl Argemí
argentina@miradasalsur.com
El relato de un amigo y compañero del padre de Guido.
aEl nuevo nieto reaparecido tendrá que agregar al Ignacio, que lo acompañó hasta ahora, el nombre Guido y los apellidos Montoya Carlotto, lo que viene acompañado de una necesidad común a los hijos de los militantes muertos o de­saparecidos en los años de plomo, recuperar, saber, cómo eran sus padres, en este caso Walmir Oscar Montoya, su padre biológico. Y para eso el testimonio que más puede pesar es el de sus compañeros de juventud y de militancia política, sus amigos. Miradas al Sur entrevistó a Luis Porciel, quien vive en Caleta Olivia, la ciudad sureña donde comenzó aquella historia.

“Teníamos unos 20 años, y nos encontrábamos para tomar mate, hacer música, leer poesía, a veces a escribirla, en la casa de Alberto Luna. Era como un refugio, donde hablábamos de política, de arte y de todo lo propio de esa edad”, dice con nostalgia. “Ahí me encontraba siempre con el Puño Montoya, a quien llamábamos así porque se había pintado en la campera de tela de vaquero un puño cerrado –acota Luis Porciel–. Y cuando vi en la televisión la foto del hijo no tuve ninguna duda, tiene la cara del Puño.” De aquellas “peñas” de ciudad chica, donde se entreveraban arte, fiesta y política, rescata que a su amigo, que no era alto, algunos lo llamaban “Chiquito”.

En escenarios como Caleta Olivia, ciudad de Santa Cruz que hoy tiene algo así como 50.000 habitantes, era difícil ser un desconocido. Eso, más los avatares de la actividad política, hicieron que sobre el ’74 Montoya se trasladara a Sierra Grande con Reinaldo Tatú Rampoldi, otro oriundo de la Patagonia que sigue desaparecido; luego de estar un tiempo relativamente breve en Trelew y Madryn. La empresa Hierro Patagónico Sociedad Anónima Minera (Hipasam) había multiplicado al menos por diez el pequeño pueblo original, con trabajadores de todo el país; y donde hay trabajadores hay sindicatos.

“Había reclamos y, a fin del ’75, cuando ya los militares participaban en la represión en todo el país, entraron con todo y la mayoría de los hombres de Sierra Grande fue a parar a Rawson. Ahí le perdí la pista a Puño. Pensaba que había caído, pero tuve una gran sorpresa cuando me mudé a Bahía Blanca. Había un parque grande, donde nos juntábamos los compañeros de todos los frentes en una especie de picnic. Era un poco loco, por la seguridad, pero... era así. Ahí me lo volví a encontrar. Un alegrón. Por esos días pudimos leer un informe de los ‘servicios’, donde tenían todos los datos de los compañeros que militaban en el sur, y figuraba Montoya. Me acuerdo que decía: sujeto muy capaz. Habría sido trasladado a Bahía Blanca y estaría en Logística”.

Poco tiempo más tarde, la casa donde vivía Luis Porciel con otros compañeros fue allanada. “No caimos porque estábamos trabajando a esa hora, pero reventaron todo, hasta levantaron el piso. Así que hice mi bolsito y salí huyendo, sin saber dónde me podía guardar. La solidaridad de un camionero me dio techo, pero seguía descolgado. Hasta que unos días después, cuando iba por la calle buscando alguien conocido, por casualidad me lo crucé al Puño que venía en bicicleta”.

Ese fue el último tiempo que compartiría con Walmir Oscar Puño Montoya, porque Luis Porciel tendría que emigrar a Córdoba, donde iba a comenzar otra historia, con su paso por el campo de concentración de La Perla y, al final, el ingreso al penal de Rawson.

“Luego, pasados los años, cuando buscaban a Laura Carlotto, tuve la certeza, estaba seguro, de que había sido la compañera de Montoya, pero no tenía mucho para fundamentarlo. Así que, ahora, cuando aparece el pibe y se confirma que sus padres fueron el Puño y Laura, no sé, fue una emoción muy grande. ¿Cómo explicarlo? Con los compañeros cercanos, más que amigos, uno tiene una ligazón profunda, y me llenó de alegría ver la foto del pibe. La mamá de Montoya tiene 91 años, y si no tiene al hijo, al menos recupera a su nieto, que ya era hora”.

En ningún momento Luis Porciel dijo que le gustaría conocer a Guido, pero es previsible que un día se encuentren, tal vez en Caleta Olivia, y entre mate y mate recreen aquellas lejanas mateadas con el Puño Montoya.
Fuente:MiradasalSur






10-8-2014
Abuelas
Desde Olavarría
Dandys, militares y jinetes: tras las huellas de los entregadores

La posible relación entre el excoronel Ignacio Verdura –hoy a punto de ser juzgado por los crímenes del centro de detención clandestino Monte Pelloni - y el empresario ganadero Carlos Francisco Aguilar, señalado como el entregador de Ignacio Guido Carlotto, es la punta del iceberg para reconstruir el camino que recorrió el nieto de Estela de Carlotto desde que se lo arrancaron de los brazos de Laura.
Por: Laureano Barrera

Sol Vazquez
A solo cuatro días del hallazgo del nieto de Estela Carlotto la verdad tiene un solo destino: el camino que hizo el bebé arrrancado de los brazos de Laura, 1978. Treinta y seis años despues el nombre del supuestro entregador, Carlos Francisco Aguilar, se consolida como la punta del iceberg para avanzar hacia la trama criminal detras de la connmovedora hisotria de Guido Carloto Montoya, la misma que investiga la jueza federal Servini de Cubria.

En su lejana juventud, Carlos Francisco Aguilar fue un buen nadador pero sobre todo un jinete eximio. Sus proezas en el salto a caballo le dieron cierta celebridad en Olavarría. Tanto le gustaba montar, que colaboró en la fundación de uno de los primeros clubes hípicos de Olavarría y supo transmitir esa afición a sus hijos: Jerónimo Aguilar, el “Pipa”, dirige hoy el Centro de Equitación del que “Pancho” fue primer presidente. 

A través de la hípica conoció a varios militares. En las competiciones de salto, participaban jinetes del Regimiento de Caballería de Tanques (ReCTan 2), bajo el mando del Coronel Ignacio Verdura, señalado como el “hombre fuerte de Olavarría” en el informe final de la Comisión Especial por la Memoria, una suerte de Conadep local.

—Con los militares era muy compinche.
Lo dice un íntimo amigo de Aguilar, que aceptó hablar para Infojus Noticias a cambio del anonimato.

—Cenaba con todos los militares de su generación — repone su amigo.Tiene más de 70 años, campo, y una reconocida trayectoria profesional. 

En esos círculos también se movía Verdura, por entonces jefe del Área 124 –Olavarría- hasta octubre de 1977. El ahora excoronal tenía a su cargo el Regimiento de Caballería de Tanques 2 (RCTan2) y el Escuadrón de Ingenieros Blindados 1 (EIBl1). Verdura, además, compartió destino con uno de los rondaban la sala de parto clandestina en la que nació Guido Montoya Carlotto. Quienes siguen el hilo de esta historia revisan la posible relaciòn de Aguilar con el procesado Verdura, que desde setiembre será juzgado por 21 crímenes de lesa humanidad cometidos  en el centro clandestino de detención Monte Peloni.

Aguilar murió el 26 de marzo de este año. En un obituario pomposo, el diario Popular se condolió de la pérdida de un “reconocido y apreciado vecino olavarriense” y un “padre y abuelo muy dedicado a su familia”. Un conocido suyo fue quien le hizo llegar a Ignacio la versión de que no era hijo biológico y había llegado a la casa de Juana y Clemente, sus padres adoptivos, en manos del patrón de estancia. Eso lo decidió a ir a Abuelas de Plaza de Mayo y hacerse el estudio de ADN.

Ignacio –ahora Ignacio Guido- llevó el mismo nombre que Verdura, el padre castrense de la comarca. Otros hijos de desaparacidos apropiados han pasado por cosas similares: Eugenia Sampallo Barragán se llamaba Violeta, como la madre de su entregador. En el caso de María Natalia Suarez Nelson, el marino Juan Herzberg figuraba como su padrino.
Francisco Aguilar
En la sede recreativa de la Sociedad Rural de Olavarría, fundada en 1945, la atiende un cabo uniformado: la entidad ganadera presta una parte del predio para el Comando de Prevención Rural. El subcomisario Aguirre llama por handy al presidente José María Ortiz, pero no está. En la sede social, en el microcentro, espera Alberto Zulaica, maratonista y gerente de la entidad. La sala de reuniones tiene una alfombra gris, paredes revestidas en madera y los retratos solemnes de todos los presidentes.

- Aguilar no fue presidente, como leí por ahí. Fue un vocal desde 1994 hasta 1999, y no venía nunca- dice Zulaica. Y ríe. 

Zuliaca dice que no llevaba una vida ostentosa, que tenía una camioneta y no un auto carísimo, que no viajaba constantemente a Europa y que ésas 300 hectáreas eran toda su tierra. Hoy funciona ahí la cantera Cerro del Águila, que extrae roca volcánica.

-Ese suelo sale un fangote de plata- dice Zulaica. Y vuelve a reír.
- ¿Le dijo algo Aguilar sobre el niño que trajo?- preguntó Infojus Noticias.
- Conmigo nunca habló de eso, yo apenas lo conocí. Quizás con otros que tenía más confianza.
- ¿Hay fotos de Aguilar?
- No hay fotos de él porque, aunque era de ir a fiestas sociales, era por el club Estudiantes o el Centro de Equitación. A él le gustaban mucho los caballos.
El teniente coronel Ignacio Aníbal Verdura, un entrerriano de 46 años, llegó a Olavarría en octubre de 1975. Además de ser responsable de dos centros clandestinos –Monte Peloni y el que funcionó en el propio RCTan2-, Verdura se vinculó rápidamente a la oligarquía local. “Tenía muy buenos contactos con toda la alta sociedad”, dice una escritora olavarriense. “Tuvo mucho consenso en Olavarría, era un tipo campechano y popular. Iba a las reuniones del Rotary”, completa.

“En uno de los campos de Amalita, había asados entre militares como Verdura, empresarios y gente vinculada al campo”, dice Matías Moreno, hijo del abogado laboralista asesinado por defender a los obreros de la zona. Es la tríada que dejó en Olavarría 29 desaparecidos y asesinados, según el informe de la Comisión por la Memoría. Por eso circula el pálpito en el pueblo de que Guido no será el único.

En 2009, el juez Juan José Comparato procesó a Verdura por dos homicidios y 21 privaciones ilegales de la libertad y tormentos, con prisión domiciliaria. En 2010 se lo vio caminando por la plaza a la hora de la siesta en Santo Tomé, Corrientes. El 22 de septiembre comenzará el juicio oral por Monte Peloni, donde será por fin juzgado.
Laura Carlotto fue secuestrada el 26 de noviembre en capital federal. La llevaron a La Cacha, un centro clandestino en Olmos –cerca de La Plata- donde pasó nueve meses. Una de las posibilidades es que el 26 de junio de 1978, haya parido en la maternidad clandestina de la cárcel de mujeres de Olmos, que estaba en el mismo predio, como otras secuestradas. La otra es el Hospital Militar Central. Tres sobrevivientes relataron que Laura dijo haber parido en el séptimo u octavo piso de un hospital cuando volvió al chupadero sin su hijo. Un conscripto testificó que la vio allí durante una guardia, vendada y esposada a la cama, y que quién daba las órdenes era un militar de apellido Minicucci. También vio a una persona espigada, de civil, llevarse un bulto en brazos por los pasillos de la nursery. Hay tres militares con ese apellido: Guillermo (muerto), el médico Silvio y Federico Antonio, que participó en otras apropiaciones. 

Para entonces, Verdura había dejado Olavarría por el ascenso –en octubre de 1977- a la Comisión de Asuntos Legislativos (CAL), pero mantenía su influencia en la zona. Según el abogado marplatense César Sivo, que lo imputó en la causa del asesinato del abogado Carlos Moreno, seguía viviendo en la ciudad.
Tres años después, Federico Antonio Minicucci e Ignacio Aníbal Verdura compartirían destino en el comando Zona 4 de Campo de Mayo, que se dividía en ocho jefaturas de área. El primero asumió como director de la Escuela de Infantería (área 450) en septiembre de 1980. Verdura llegó un año después a conducir el área 430. Un destino que él y su paisano Aguilar conocían de sobra: La Escuela de Caballería.
—Aguilar era un típico petitero de los '60: iba al café de moda, se peinaba a la gomina, vivía de lo heredado y no laburaba ni necesitaba hacerlo. Se empilchaba con ropa de marca, campera de gamuza o carpincho de “El Cencerro”, zapatos de López Taibo o de Guido, que eran los de moda en ese entonces—dice una militante peronista de Olavarría.

Esa frivolidad no le impidió en democracia escalar en la vida pública local: fue vicepresidente del club Estudiantes de Olavarría, titular del Consejo de Promoción Agropecuaria del INTA de Balcarce y dirigente de la Sociedad Rural. También prosperó en los negocios. En 2007 se asoció con sus hijos Jerónimo y Francisco en la firma agropecuaria Los Aguilares SRL y con Jerónimo en el Centro de Equitación de Olavarría SRL, para comerciar, adiestrar y experimentar genéticamente en la cría de caballos. La acumulación de poder lo animó a volver a probar en la política, después de su menemismo confeso de los años ‘90. Ese mismo año integró la lista de concejales por Unión-Pro.
En febrero de 1985, el pliego de ascenso a general de Verdura fue al Senado. La APDH de Olavarría se opuso denunciando su actuación en la dictadura. En el diario El Popular, las “fuerzas vivas” colocaron una solicitada. “Como amigos que somos del coronel Verdura, cuyas calidades personales, más allá de sus aptitudes profesionales pudimos valorar durante su actuación en Olavarría al frente del Regimiento 2 de Tanques”, hacían oír esa “reivindicación ante el agravio” del organismo por la “amistad y respeto ganado en el ámbito local por su caballerosidad e integración a la comunidad olavarriense”. La firmaban cuarenta nombres propios: comerciantes, empresarios, abogados, ganaderos, banqueros y proveedores de seguros. 
El linaje distinguido de los Aguilar no murió con el jefe de hogar. Susana Clara Mozotegui, su viuda, es de familia patricia y vocal de la “Asociación Damas Vicentinas de Olavarría”, que apadrina un asilo de ancianos. Son, en su mayoría, esposas de hacendados, martilleros, profesionales y comerciantes. Varios apellidos de casada de la comisión directiva coinciden con lo de la carta de “Amigos de Verdura”.  

Jerónimo Aguilar, el hijo mayor, es técnico en Producción Agropecuaria y se casó con Guillermina Teresa Dirazar, hija de quien presidió 25 años el Automóvil Moto Club Olavarría. Francisco, cuatro años menor, se casó con María del Pilar Andreu, una mujer de la clase alta olavarriense. La ceremonia fue en familia: el cura lleva su mismo apellido. Mercedes, su hija mujer, murió hace muchos años.

El campo donde se crió Guido está enclavado en las afueras de Colonia San Miguel, uno de los pueblos de alemanes del Volga que circundan Olavarría. Por las canteras repetidas, hay tramos que parecen una geografía lunar: montañas de piedra gris y un polvo permanente que cubre las casas y chamusca los campos. A pocos kilómetros está la empresa cementera de Loma Negra, que legó a sus entenados Amalita Fortabat. 

Cerca de ahí, en Sierras Bayas, está Monte Pelloni: guarecido del polvo de las canteras, arbolado y húmedo, aún resiste en pie la edificación que fue una cárcel clandestina entre septiembre y noviembre de 1977. El juicio oral comenzará el 22 de septiembre tiene a Verdura y a otros cuatro imputados. Entre ellos Omar “pájaro” Ferreyra,  el violador de Araceli Gutiérrez y un torturador sádico. 
La genealogía familiar de Susana Clara Mozotegui, la viuda de Aguilar, tiene un camino hasta los círculos más íntimos del jefe policial Ramón Camps. Mozotegui tenía parientes de apellido Presa que es, a su vez, el apellido materno de las distinguidas hermanas Fassina. Raquél, Perla y Clara Fassina pertenecen a la alta sociedad que ve con muy buenos ojos el matrimonio con un militar. Dos de ellas lo cumplieron: Clara Fassina estuvo casada con un militar de apellido Avalos. Raquel, se casó con el Teniente Coronel de Caballería Filiberto Salcerini, que terminó siendo asesor de Camps.

Cuando la Comisión Especial por la Memoria recibió en Olavarría el testimonio de un testigo protegido que había sido policía en una comisaría de la ciudad. M.A.F. dijo que “en los años mencionados comprobó secuestros y detenciones clandestinas de personas jóvenes” que eran cometidos por “policías locales de alta graduación, militares de la Guarnición local y hombres de la Jefatura de Policía, que generalmente eran comandados por el Teniente Coronel Filiberto Salcerini que era a su vez, asesor del General Ramón Camps”.

Salcerini murió en julio de 2008. En los tiempos en que eran familia política, compartían la pasión por montar. Cuando Aguilar murió, hace tres meses, las hermanas Fassina enviaron sus condolencias a través de los obituarios del diario a la familia del “primo Aguilar”. 

Mozotegui es actualmente vocal de la “Asociación Damas Vicentinas de Olavarría”, que apadrina un asilo de ancianos. Son, en su mayoría, esposas de hacendados, martilleros, profesionales y comerciantes. Varios apellidos de casada de la comisión directiva coinciden con lo de la carta en la que se declaraban “amigos de Verdura”, el mismo que hoy está a punto de ser juzgado.
Colaboraron: Pablo Waisberg, Juan Carrá y Victoria Ennis
Fuente:Infojus



OPINION
Aparecidos
Por Marta Dillon


“Recuerdo que era uno de los brillantes atardeceres de La Plata, el sol estaba bajando y era muy crepuscular, fue un momento muy intenso porque pude decirle a Estela: sí, realmente éstos son los huesos de tu hija pero en algún lugar allá afuera tienes un nieto que debería estar vivo. Fue un momento amargamente dulce. Esos huesos encapsulaban una historia: los huesos de Laura nos estaban diciendo ‘busquen a mi hijo’”, así rememoraba Clyde Snow, el fundador del Equipo Argentino de Antropología Forense frente al periodista Walter Goobar, el momento en que aparecía la primera prueba material de la existencia de ese joven tal vez demasiado canoso para su edad, de nariz fuerte y palabra luminosa, que creció llamándose Ignacio aunque era deseado, esperado, buscado como Guido. Fueron los huesos los que hablaron entonces, el rastro de su paso por el cuerpo de la madre, una mujer que había parido por primera vez cuando ya había sido robada a su comunidad, cuando su existencia estaba en esa zona sin nombre del cautiverio clandestino, ni viva ni muerta, desaparecida. Estela, la madre de Laura, definitivamente abuela del hijo de ésta desde la exhumación de esos huesos testigos, dice que desde ese preciso momento dejó de ocuparse del cementerio, de pensar en placas y ornamentos funerarios: tenía una tarea, la vida la reclamaba, tenía que encontrar a su nieto. Y además su hija tenía un lugar en el mundo aunque fuera entre los muertos, el duelo iba a continuar, pero el luto ya no. En aquel atardecer luminoso de 1985 todavía no se soñaba con que una operación de reactivos, aparatos que despiden números, números que construyen algoritmos, algoritmos que dibujan perfiles, perfiles que coinciden con un nombre y un nombre que se instala en un árbol genealógico, en una comunidad, una familia, serían, 30 años después, un procedimiento corriente. Los estudiantes de antropología y medicina que en torno de Snow formaron el EAAF contaban con lo que veían, con lo que podían hacer sus manos rescatando con cuidado esqueletos que no estaban mudos pero que no podían decir su nombre, excavando de día y llorando de noche porque esos huesos delataban a personas jóvenes, fusilamientos, ensañamiento en la vida y también después de la muerte y porque lo que buscaban no terminaba de aparecer: la humanidad de esos testigos silenciosos no era completa sin nombre, sin identidad.

Se contaba entonces con los testimonios, con la palabra de los sobrevivientes que reconstruyeron el mapa de esa zona liminar de los centros clandestinos, con su descripción de los tormentos, con sus listas de nombres, la mayoría atrapados en la no muerte y la no vida de la desaparición. Palabra sospechada al principio por el solo hecho de estar vivos. Palabra que se escuchó en los primeros juicios y fue conculcada con las leyes de impunidad que no consiguieron el silencio pero la volvieron menos audible sobre todo para quienes de antemano no querían o no queríamos escuchar del todo. Porque también de eso se trata la situación del desaparecido: nadie duda de la muerte y a la vez la muerte no se instala, no ordena, no deja a la vida seguir su curso. La presencia del desaparecido –de la desaparecida– es constante: en torno de ellos no se organiza el duelo, las familias no lloran juntas en el mismo momento, no se despiden. Cada quien siente el aleteo intermitente de la presencia y de la ausencia, una locura que lleva a mirar cada tanto el pasaje de un colectivo con una esperanza vacua; a lo mejor, tal vez, la tortura le quitó el juicio, esa mujer sentada en el fondo por un instante, un mínimo parpadeo de locura capaz de alterar el tiempo, podría ser mi madre. ¿Y acaso es fácil abandonar esa ilusión? ¿Desprenderse de ese milímetro de esperanza aunque sea vana? No es fácil, aunque tampoco es fácil confesar que se la mantiene, que en algún lugar del corazón o de la mente se la alienta como se sopla una brasa tapada de cenizas.

En estos más de treinta años que pasaron desde aquel atardecer luminoso en que un hombre de sombrero texano que venía a decir que se podía hacer hablar a los huesos y que esos huesos, en el caso de la hija de Carlotto, decían que había desaparecidos vivos, la tecnología avanzó y la palabra se jerarquizó. Cayeron las leyes de impunidad, se sentaron algunos culpables en la silla de los condenados y hubo lugar para las apariciones.

El padre de ese niño que dejó un rastro en los huesos de su madre, el padre del joven que hoy conmueve al país entero, también fue un aparecido. Gracias a la perseverancia y a la tecnología sus restos fueron hallados en 2006, su nombre escrito en un epitafio, su perfil genético conservado y ambas cosas, como una cuña en el devenir, ocuparon su espacio entre generaciones, el espacio necesario para que su hijo pudiera aparecer y para que apenas aparecido se reivindicara como una herramienta de una posible cicatrización.

La historia que esta semana nos conmovió con una alegría contagiosa, impertinente, rebelde frente a cualquiera otra noticia, otra amargura, alegría incluso por sobre la evidencia de la pérdida o potenciada por eso mismo, es una historia de apariciones. De apariciones que vienen sucediéndose, de desaparecidos vivos como son los nietos y las nietas que completaron su identidad con las familias que los buscaban. Y también de los desaparecidos y desaparecidas asesinados, masacrados, ocultados de los ritos de pasaje que las familias y la sociedad entera necesitan para seguir adelante, para procesar el legado, para pelearse incluso con ese legado. Cientos de cuerpos –esqueletos, sí, pero también cuerpos– emergieron del anonimato donde habían sido enterrados en los últimos años con la fuerza de la prueba: cuerpos amados, llorados y enterrados y también cuerpos del delito que acusan por sí mismos a los perpetradores.

Aparecidos que ocupan su espacio entre nosotros, entre nosotras y que abren otros nuevos, que dejan que
las generaciones se organicen, que permiten llorar la muerte y llorar de alegría. Que volvieron inteligible una historia que nos pertenece y que puede ser contada incluso a los más chicos. Porque está la prueba, porque está el lugar, porque están las voces. Y están también los oídos que escuchan.
Fuente:Pagina12





LA ANTROPOLOGIA FORENSE LE PERMITIO A ESTELA DE CARLOTTO SABER QUE TENIA UN NIETO
El rastro de la ciencia
La llegada del norteamericano Clyde Snow y la creación del Equipo Argentino permitió identificar a cientos de NN. En este caso, en 1985 pudo establecer cómo fueron asesinados los padres de Guido Montoya Carlotto y que Laura había tenido un bebé.
Una de las excavaciones del Equipo Argentino de Antropología Forense para identificar a desaparecidos.Imagen: Télam
Con casi un cuarto de siglo de diferencia, el trabajo de los antropólogos forenses derivó en aportes sustanciales para la reconstrucción de la historia familiar de Ignacio Hurban, el joven músico que esta semana conoció su verdadera identidad y supo que es el nieto que Estela de Carlotto buscaba desde 1978. 

En el caso de su madre, Laura Carlotto, la exhumación del cuerpo y la pericia encabezada por Clyde Snow, fundador del Equipo Argentino de Antropología Forense, implicó para Estela en 1985 la confirmación del nacimiento de Guido, como lo llamó su hija. En el caso del padre, Oscar Walmir Montoya, el avance de la ciencia y su aplicación al servicio de la investigación del genocidio argentino permitió ni más ni menos que la identificación de los restos, un logro impensable sin la posibilidad del cruce masivo de muestras de ADN en el marco de la Iniciativa Latinoamericana para la Identificación de Personas.

El 27 de agosto de 1978, sin ningún documento que acreditara su identidad, Estela y su esposo Guido Montoya Carlotto enterraron a Laura en el cementerio de La Plata. Por el contacto con sobrevivientes de La Cacha y el testimonio de un ex conscripto conocieron detalles de su cautiverio y del nacimiento de su nieto. Pero fue recién tras el retorno de la democracia, en 1985, cuando esa certeza tuvo por primera vez un respaldo científico. “Estela, tú eres abuela”, fueron las palabras de Snow que la presidenta de Abuelas recordó una y otra vez.

Abuelas de Plaza de Mayo y la Conadep habían recurrido un año antes a la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia, la ONG estadounidense que contactó a Snow. Poco después el antropólogo llegó al país, explicó que a partir del estudio de los huesos se podía reconstruir parte de la historia de las víctimas, dio con un grupo de estudiantes de antropología y medicina que aceptaron el desafío de asumir un trabajo “sucio, deprimente y peligroso”, como lo definió Snow, y creó el EAAF.

“Hice exhumar el cuerpo y el Equipo de Antropología Forense lo examinó a fondo para determinar con exactitud todo lo que los militares habían negado”, contó Estela en 1999 durante una entrevista con la periodista Gabriela Castori en la revista El Mensajero. “El deterioro de su dentadura probaba su largo secuestro; por la pelvis supimos que había tenido un bebé y por las balas que tenía alojadas en el cráneo, que había sido ejecutada con una Itaka disparada a 30 centímetros, por la espalda”, relató. “Así reuní elementos de prueba para la Justicia y para demostrar en el exterior, donde teníamos causas abiertas, qué era lo que había pasado. Esta vez sí quise verla. Vi sus huesitos, su pelo, la vi a ella, la vi. Y cerré el duelo y nunca más necesité ir al cementerio”, agregó.

En 2004, al declarar en el Juicio por la Verdad de La Plata, Carlotto recordó que familiares y amigos presenciaron la exhumación. “Vi sus huesitos, pero era ella, tenía el corpiño que le había regalado Alcira Ríos, tenía las medias que le habían visto ponerse, un zapato, porque el otro apareció en el cajón cuando exhumaron a Carlos Lahite”, con quien la habían ejecutado. “Ahí en el cementerio, después de cepillar y tocar casi religiosamente esos huesos, el doctor Clyde Snow me llamó aparte y me dijo ‘Estela, tú eres abuela’, porque los huesitos de la pelvis tenían las marquitas de cuando un bebé se apoya hasta el momento de nacer.”

“Ese informe meticuloso, científico, está agregado a todos los expedientes de la Justicia en el país y en el exterior, porque dice claramente que Laura fue asesinada, que para reducirla le quebraron un hueso del brazo, que se resistió, que en el suelo y de espaldas le dispararon con armas de grueso calibre a 30 centímetros de distancia en la cabeza, porque las cápsulas estaban dentro del cráneo, y además balearon su vientre para no poder probar la maternidad. Todo eso demuestra que tengo un nieto”, recordó ante los jueces de la Cámara Federal platense.

La incertidumbre de la familia Montoya duró varios años más. “Puño”, como lo apodaban, también estuvo secuestrado en La Cacha y fue asesinado el 27 de diciembre de 1977, mientras Laura sobrellevaba en cautiverio su tercer mes de embarazo. Sus restos habían sido enterrados como NN en el cementerio de Berazategui, de donde los antropólogos forenses lo exhumaron el 3 de abril de 2006 por orden de la Cámara Federal porteña. El único dato de la burocracia de la época era el acta de defunción, que señalaba que dos hombres habían muerto ese día en un enfrentamiento en calle 4, entre 30 y Carlos Pellegrini, de esa localidad. De la exhumación y el estudio de los huesos surgió que Montoya tenía no menos de 16 impactos de bala en “el cráneo, tórax, miembros superiores e inferiores”. La versión oficial del enfrentamiento sumada a las evidencias del fusilamiento, marcas registradas de la dictadura, no dejaban dudas sobre el rol del Estado terrorista. La cantidad de casos similares y la incertidumbre sobre el destino de miles de desaparecidos, sin embargo, impedían establecer una hipótesis específica sobre las identidades.

Mientras los restos de Montoya se mantenían a resguardo en el EAAF con la identificación BZ 9/69 (por el cementerio de Berazategui y el número de sepultura), su hermano Jorge y sus padres, José Montoya y Hortensia Ardura, dejaron muestras de sangre en el marco de la Iniciativa Latinoamericana para la Identificación de Personas. El cruce masivo de muestras de ADN hizo el resto. En octubre de 2009 la Cámara que preside el juez Horacio Cattani, impulsor de las identificaciones desde hace dos décadas, confirmó que los restos de uno de los ejecutados en Berazategui correspondían a Montoya. La familia los cremó y esparció sus cenizas en un campo de Cañadón Seco, a once kilómetros de Caleta Olivia, en Santa Cruz, donde vivió su infancia. Antes la Cámara Federal mandó una muestra de ADN al Banco Nacional de Datos Genéticos, paso que le permitió a Ignacio “saber quién soy y quién no era”, como resumió el viernes durante su presentación en sociedad junto a su familia.
Fuente:Pagina12

No hay comentarios: