29 de Marzo de 2015
Gustavo Molfino, autor de las fotos al genocida que violó la prisión domiciliaria
Una familia desmembradaEl seguimiento a Jorge Capitán fue una especie de revancha por la muerte, tortura y el exilio vividos por casi toda su familia. Relato de un sobreviviente.

Seguimiento - Empezó por el comentario de un vecino, que le sugirió seguir a un viejito con un pasado no muy bueno. Su madre, Noemí, y su hermana y cuñado.
No se puede mensurar el dolor generado por la dictadura. Ni hacer una competencia para saber quién sufrió más. Pero es inevitable preguntarse cómo hicieron para seguir viviendo aquellos que quedaron en pie, de familias enteras desmembradas por el genocidio. A Laura Bonaparte le desaparecieron su compañero, tres hijos y dos yernos. A Delicia Córdoba, motor de la Línea Fundadora de Madres, sus dos hijos, la mujer de uno de ellos y su hermano. Elsa Oesterheld todavía mira como miraban sus cuatro hijas secuestradas, una por una, con una diferencia de pocos meses.
Los Molfino son una de esas familias. Primero criada en el Chaco, y después, durante los tiempos revueltos de militancia en los setenta, desperdigada por todo el mundo en medio de atentados, amenazas y avisos de muerte que en algunos casos llegaron a ser muertes de verdad.
Gustavo, el autor de las fotos del coronel retirado Jorge Gerónimo Capitán que Tiempo publicó el pasado 24 de marzo, mientras el represor paseaba tranquilo lejos de su casa a pesar de tener que cumplir prisión domiciliaria, se incorporó orgánicamente a Montoneros a los 16 años. Hacía embutes, servía de correo, apoyaba en la logística para facilitar el viaje de compañeros exiliados, y era el nexo para recibir a refugiados en el exterior después del golpe de Estado. El sobrevivió, pero varios de los Molfino, no. La madre, Noemí Gianotti, fue secuestrada en Perú a mediados de 1980, hasta que un mes después apareció envenenada en un hotel madrileño. A su hermana Marcela la detuvieron legalmente, pero desapareció para siempre. Igual que su cuñado Guillermo Amarilla, el compañero de Marcela. La pareja también se había incorporado a la organización. Su hermano mayor, Miguel Angel, corresponsal del diario Mundo en Chaco, fue amenazado varias veces por la Triple A, un grupo de parapoliciales le incendió el auto intentando que él estuviera adentro, amagaron con tirarlo al vacío desde el puente Chaco-Corrientes, lo torturaron casi hasta matarlo, y los golpes y las descargas eléctricas que soportó en Coordinación Federal le dejaron marcas indelebles físicas y espirituales. Sandra, otra hermana mayor, debió correr para no terminar en una zanja, y terminó escapándose a Francia. Y otros dos hermanos, asentados en la provincia natal del grupo, sufren un insoportable desarraigo interior, con amigos que ya no están, y otros que durante años hicieron como que no los conocían, para salvar la piel.
Pero Gustavo se tomó una especie de revancha. A mediados del año pasado, el vecino lo alertó de que un viejito con cara de bueno, que salía a caminar tranquilo por la calle todos los días exactamente a las 11 de la mañana, era viejito, pero no tan bueno. La versión de la cuadra era que se trataba de un genocida que no tenía por qué andar suelto. Después, la historia conocida develada por este diario en los últimos días: la publicación de las imágenes impunes tomadas por Molfino a Capitán, una investigación tejida por el periodista Franco Mizrahi que radiografió el pasado tenebroso del caminante –jerarca del Operativo Independencia y capanga del centro clandestino de detención La Escuelita en Tucumán–, y la medida impuesta por la justicia de anularle la prisión domiciliaria a Capitán, a partir de la difusión de esas fotos. Que sacó Gustavo, partecita en pie de una familia desmembrada.
NOEMÍ. Con la mitad de sus hijos del PRT y la otra de la Juventud Peronista, Noemí Gianotti de Molfino nunca sabía a quién darle la razón en las discusiones políticas que se armaban en la cocina de su casa, mientras las Tres A de López Rega sembraba de cadáveres el país. Había quedado viuda a los 36 años, en Chaco ni siquiera pudo ir a la escuela, pero "escribía tan bien, tenía una caligrafía tan hermosa, que en realidad, a las letras las dibujaba", dice Gustavo, que recuerda el lugar de juventud como "un hervidero de militancia". Tanto que Noemí no sólo apoyó a los chicos, sino que además se sumó orgánicamente a Montoneros, y pasó a realizar actividades de solidaridad en todo el mundo para los exiliados y las familias de los caídos desde que llegó a París con Gustavo, en 1977. Se veía con Adriana Lesgart y María Antonia Berger, y a veces parecía de piedra, sólo para que sus hijos no la vieran doblarse. Cuando la dictadura detuvo a Marcela, la versión familiar era que ella se había tiroteado con la policía, comentario que después fue desmentido. Pero al enterarse del secuestro, fue Noemí la que sostuvo anímicamente a Gustavo, y no al revés: "Quedate tranquilo, la flaca murió peleando."
Tenía 55 años cuando llegó a Lima en 1980, con la intención de adelantarse a una visita que Jorge Videla haría a Perú y reclamarle al genocida por la desaparición de su hija y de su yerno. En realidad, el arribo a la capital peruana formaba parte de instrucciones que Montoneros había impartido a varios de sus cuadros, entre ellos Noemí, para acompañar a Roberto Perdía en distintas reuniones con representantes políticos sudamericanos. Pero el 12 de junio de ese año fue secuestrada junto a los militantes Julio César Ramírez y María Inés Raverta, mediante un operativo tejido dentro del Plan Cóndor. Noemí fue llevada a la frontera con Bolivia para ser entregada a los represores argentinos, pero la vuelta al país nunca se produjo: el 21 de julio, un mes después de su detención ilegal, la encontraron muerta en un hotel español de Madrid.
Una investigación realizada por el diario Público aportó información hasta ahora desconocida de aquellos días madrileños antes de su muerte. La publicación reveló que Noemí pisó el aeropuerto de Barajas el 18 de julio custodiada por servicios del Batallón de Inteligencia 601, y de ahí fue llevada al Hotel Muralto, ubicado en la calle Tutor. "Nunca dudé que había sido asesinada –recuerda Gustavo–, pero la presión de la dictadura argentina hacia España, y la complicidad de los españoles, hicieron imposible una investigación." Aquel 21 de julio, en pleno verano y con el aire acondicionado apagado, su cuerpo estaba tirado en el piso cubierto con tres frazadas, para acelerar su descomposición. Se supone que la mataron con una sobredosis de pastillas, y para que tardaran en encontrarla, del lado de afuera del cuarto colgaron un cartel de "no molestar".
En la ropa tenía un documento falso a nombre de María del Carmen Salcedo.
LA CAUSA DE LA CONTRAOFENSIVA. Gustavo y su sobrino, el hijo de Marcela nacido en cautiverio y que recuperó su identidad en 2010, son querellantes por esos casos familiares en la mega causa Campo de Mayo, y en el caso 4259 correspondiente a la Contraofensiva Montonera. Se investiga lo ocurrido con 85 víctimas, hay 12 imputados, ocho militares cumplen prisión domiciliaria, y varios genocidas identificados están prófugos. La investigación, representada por el abogado Pablo Llonto, espera hoy la etapa de indagatorias.
Historia de una foto
A mediados del año pasado, un vecino de Gustavo Molfino que conocía su historia familiar lo alertó. "Por el barrio hay un viejito que sale a pasear, dicen que es un militar que tiene prisión domiciliaria. ¿Vos sabés algo? Venite mañana a las 11, que seguro te lo cruzás." Se preparó y fue. "Al otro día estaba clavado a esa hora y lo vi por primera vez –relata a Tiempo–, canoso, con ropa azul y deambulando tranquilo. Una vez esperé para comprobar dónde entraba, y ahí supimos que el domicilio era Sánchez de Bustamante 1777, en Barrio Norte." Y agrega: "Lo llamé a Franco Mizrahi, y empezamos a investigarlo. Franco chequeó datos, fuentes judiciales, y llegamos a un legajo archivado en los tribunales de Tucumán, con un tal Jorge Gerónimo Capitán involucrado en el Operativo Independencia, que vivía en ese lugar y tenía permiso para salir por momentos. Las producciones fotográficas de Molfino fueron por lo menos seis, con especial interés en saber hasta dónde se extendían los paseos. "Siempre los iremos a buscar –finaliza–, para no dejarlos tranquilos, para que sepan que no olvidamos."
Fuente:TiempoArgentino
Enemigo íntimo
Por Miguel Angel Molfino
De siniestras gallinas de sepulcro, pesado esputo,
Cifra de la traición que la sangre no borra...”
Pablo Neruda
“El general Franco en los infiernos”
Marcela Molfino y Julio César Marturet.
La imagen más recurrente que tengo del Pato es esa en que le cebaba mate a Mamá mientras ella estiraba la masa de los fideos del mediodía que comeríamos todos, o sea, mis hermanos, yo y el mismísimo Pato. Estudiante de Ciencias Económicas en la Universidad del Nordeste, en Resistencia, novio de mi hermana Marcela, desde hacía años era un habitué de mi casa. Cuando digo habitué, digo que se pasaba el día entre nosotros, como un hermano más.
Al desclasificarse la nómina de espías civiles dependientes del Batallón 601 de Inteligencia, nos estrellamos con la sorpresa de que el agente civil de inteligencia –con rango de agente de reunión– con número de orden 2832, DNI 7.863.331, no era otro que nuestro amigo del alma, Julio César Marturet, para nosotros el Pato.
Pero eso no es todo: es el actual subsecretario de Acción Cooperativa y Mutual de Misiones, donde reside desde 1982, una vez que se evaporó de Resistencia. Espía en la dictadura, funcionario en la democracia, como titula la revista digital Superficie de Misiones.
Nuestra historia familiar sólo necesitaba esta nueva crueldad para cantar ¡Bingo!
Fuimos infiltrados en nuestro propio hogar.
El espía Marturet llegó a Resistencia en 1967 procedente de Goya, Corrientes, de donde es oriundo. Alquiló una habitación en una pensión vecina a nuestra casa familiar en la que vivía también el sargento ayudante Cáceres, que revistaba en la unidad de la SIDE de Resistencia.
Nos hicimos muy amigos, jugábamos al fútbol, salíamos a varearnos por las rutinarias calles resistencianas y era un puntual asistente de los asaltos que mis hermanas organizaban en mi casa (las mujeres ponen la comida, los varones ponen la bebida). Así fue como se puso de novio con Marcela, mi tercera hermana, que terminaría secuestrada y desaparecida en 1979.
Durante cinco años fueron novios, hasta que Marcela lo dejó para unirse al que sería el compañero de su corta vida: Guillermo Amarilla, uno de los máximos líderes de la JP nacional.
Mientras duró el noviazgo, el espía Marturet frecuentó una casa que hervía de pasión política, los Molfino se preparaban para dar el gran salto: unirse a las crecientes luchas populares que sacudían el país por entonces. Y él fue un testigo privilegiado.
Nadie reparó en el silencio contemplativo de Marturet: mientras se sucedían las discusiones, él asistía con esa cualidad que sólo poseen los espías: son invisibles, grises, se mimetizan con las paredes y el mobiliario. Nunca se le escuchó una sola opinión y ahora, gruñendo con mis hermanos, pegando puñetazos a las paredes, nos repetimos hasta el cansancio, ¡cómo fuimos tan ingenuos! Por qué no sospechamos de él hacia esa época, porque es de conjeturar que sus delaciones habrán decidido muchos de los rumbos represivos que adoptaron los milicos para destrozar a nuestra familia. Y se habrá ganado un prestigio negro entre sus pares por la calidad de su implantación.
No conozco un caso igual. Todos los que militamos en los ’70 sabemos de varios casos de infiltración, pero que se haya infiltrado una familia es toda una novedad. Y lleva a pensar que debieron existir situaciones similares.
Cuando finalmente la familia empezó a desarmarse (pasajes a la clandestinidad, cárcel, exilio) el espía Marturet –ya no conservaba el status de novio de Marcela– siguió concurriendo a casa, ahora en plan de solo amigo.
Y cuando ya se produjeron las desapariciones de Marcela y Guillermo Amarilla y el asesinato de Mamá, el espía Marturet persistió en una agónica amistad con mi hermano José Alberto, hasta que abandonó Resistencia en 1982, con la misión cumplida.
Hoy hablé con él por teléfono. Lo localicé en su oficina de subsecretario misionero. Y se cansó de negar su papel siniestro durante la dictadura. Podrán imaginarse qué clase de palabras usé para azotarlo.
Ahora el problema es que, para el gobierno de Misiones, es una brasa que les quema y no sabe qué hacer. Amigos de Posadas me comentaron que no lo quieren cesantear, aduciendo que es un tipo muy eficiente en su puesto.
Según esos corrillos, lo trasladarían a una oficina en Iguazú, rodeado por la belleza de las cataratas.
Un buen premio para un traidor. Ojalá Dios tenga ganas de apiadarse de su alma. La familia Molfino no tiene ganas.
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