(José Gervasio Artigas, oriental y ejemplo de revolucionario, sueña en su lecho de muerte en Paraguay, con lo que no fue)
¡No! Yo no puedo morir en la cama; quiero hacerlo montado a mi caballo. ¡Prepárenlo que este oriental ya está listo para partir!
Y sintió el corazón como el de un toro que raspa con sus patas el suelo y toma carrera para la embestida. Un bramido lo hizo saltar del lecho ahuecado por su cuerpo.
Ahora, los ochenta y seis años de José Gervasio son puro músculos en sus piernas para caer de un salto sobre su caballo. Da una vuelta en círculo, saluda la primavera de Ibicay y sale a la carrera a puro grito:
—¡Unión, compatriotas y estad seguros de la victoria!
Ya galopa por la llanura envuelto por campos verdes y amarillos, plagados de vacas y caballos, de trigo y girasol. No para de saludar a esa gente sudorosa que deja las herramientas para levantar sombreros y agitar pañuelos a su paso.
—Mirá, Andresito, como trabajan nuestros paisanos.
Andrés Guaucurarí lo alcanza y tras sofrenar a su corcel se pone a la par.
—Son nuestros hermanos guaraníes y los gauchos y los negros, a los que usted entregó las tierras... Las que les sacó a los malos europeos y peores americanos.
—¿Todos tienen su parte?
—Toditos, y nadie tiene más que otro. Cada uno con su legua y media de frente y dos de fondo, como usted lo dispuso. Todos construyeron sus ranchos y los corrales. Trabajan con ganas porque de eso viven.
A José una sonrisa le hace cosquillas en el pecho. Ahora anda despacio, como si disfrutara de un paseo. Al ver que nace un camino que cruza los campos, se frena.
—¿Qué pasa? –pregunta Andresito
—Tenemos que llegar rápido.
— ¿Adónde?
— ¿Estás dormido, hijo? Ya deben haber vuelto de la Gran Asamblea.
Y sin dar más explicaciones, se zambulle por el nuevo camino en busca de los cinco representantes de la Banda Oriental a la Asamblea del año 1813.
Los encuentra al costado de un camino, sentados bajo un árbol y en plena ceremonia del mate.
—¡Pasen un verde y hablen! –les ordena mientras desmonta.
Los hombres rodean a su jefe y uno de ellos va directo al grano:
—Los hijos de esclavos que nazcan a partir de ahora serán libres, se reconocerán todos los derechos de nuestros hermanos los indios, verdaderos dueños de estas tierras, se eliminan para siempre los instrumentos de tortura y...
—¿Y qué más? —pregunta con ansiedad.
—Y mucho más —interviene otro—: aceptaron todas nuestras propuestas.
—¿Todas?
—Y los representantes de Buenos Aires fueron de los más entusiastas a la hora de apoyar nuestro pedido de habilitación de los puertos de Maldonado y Colonia.
—¿Y con la forma de gobierno? —pregunta ahora con el ceño fruncido.
—Cada provincia tendrá su forma de administrarse, pero a la vez vamos a estar unidos porque acaba de nacer La Confederación de las Provincias del Río de la Plata.
—¡Eso! Bien juntitos para que ni españoles, ni portugueses, ni ingleses, nos pasen por encima —se entusiasma.
—Y algo más —agrega el que había tomado la palabra—: Buenos Aires desistió de ser sede del gobierno central. Sus representantes explicaron que eso traería rivalidades y que en nada ayudaría a la necesaria unidad. En cambio se acordó que la capital se alternará de una provincia a otra.
—Justo —sentencia el Jefe de los orientales.
Aprovecha la pausa para tomar un mate y enseguida los interroga con la mirada. Al no escuchar palabra los intima:
—Desembuchen.
—¿Qué más quiere, jefe? —le contesta uno, pero ya sus compañeros no pueden contener la risa ante la cara de enojo de Artigas. Otro toma la palabra:
—Sí, sí: se declara la independencia de toda dominación extranjera. Falta escribir el texto pero ya están todos de acuerdo.
—Ya era hora —aprueba.
La última ronda de mate corre entre risas y abrazos. Ahora, sale al camino con el alma llena, dispuesto a disfrutar del paisaje. Al poco de andar se percata de la ausencia de Andresito. Al rato, de frente, ve avanzar hacia él una nube de polvo huracanado.
—¡Andresito!
—Traigo noticias de Buenos Aires. Pueyrredón alista sus tropas para auxiliarnos en la lucha contra los portugueses. Dice que peleará en dos frentes: con San Martín en la campaña de Los Andes y con usted en la Banda Oriental.
— ¡Vamos! —grita Artigas y el caballo patina antes de salir a la carrera.
El trayecto se hace largo, cansador. Llegan a una loma y se detienen al escuchar el ruido de las explosiones y del choque de metal. Al subirla pueden observar el campo de batalla.
—Los de Buenos Aires cumplieron —dice con satisfacción, Andresito.
El jefe de los orientales infla su pecho:
—Tacuarembó quedará registrado en la historia como la batalla en la que los portugueses fueron derrotados para siempre por el ejército de la Confederación de las Provincias del Sur. ¡Tiemblen esos tiranos de haber excitado nuestro enojo, sin advertir que los americanos del sur están dispuestos a defender su patria y antes a morir con honor que vivir con ignominia en afrentoso cautiverio!
—Tenemos que seguir —lo interrumpe Andresito.
—¿Qué nos queda?
—Don Simón nos espera.
En un soplo de viento llegan a Panamá donde sesiona el congreso con la asistencia de los representantes de todo el continente. Por el voto unánime de los presentes se funda la Gran Confederación Americana.
Ahora, ya de regreso, encontrándose en la entrada de Ibicay, Andresito se detiene:
—Debemos separarnos.
No hay palabras. Un abrazo y un instante de silencio es suficiente para expresar todo.
El anciano siguió sólo. Llegó a la casa, desmontó el animal y sintió el peso en sus piernas. Apenas pudo alcanzar la cama. Ahora abría los ojos para clavarlos en el techo de su última morada paraguaya. Ahora los cerraba, acompañado por un suspiro que le desinflaba el pecho.
Texto: Pablo Marrero. Escritor. Integrante de Red Eco Alternativo (de su libro: LA HISTORIA A PURO CUENTO)
Imagen: Caro Butron Avalos
No hay comentarios:
Publicar un comentario