16 de junio de 2015

DIFUSIÓN.




Muerte Negra


(En enero de 1802 una expedición militar francesa de 24.000 hombres, al mando del cuñado de Napoleón, el general de brigada Charles Víctor Emmanuel Leclerc, invadió a Haití. Dos años después se produjo allí la primera revolución independentista en el continente que estableció el fin de la esclavitud)
La noche sin luna cubre con su manto oscuro el pequeño cuarto. Una vela lagrimea sebo y dibuja un hongo amarillo sobre la pared. Los tambores avanzan desde muy lejos. El tam-tam se acerca como una ola que se agiganta al arrastrar el agua para reventar contra las rocas de la costa. Llega hasta un parche que toma la posta y corre hacia otro que se comunica con otro y otro más, hasta penetrar en la hacienda, vencer las paredes del cuarto, entrar por un oído, salir por el otro, saltar a otro tambor, correr hasta otro más lejos, picar hacia otro, aún a más distancia y por fin perderse en el horizonte del sonido. Ya no se alcanza a percibir hasta donde llegó ese tam-tam que se fue y aparece otro tam-tam que llega, para traer ese negro presagio.
Abre los ojos. Siente su cuerpo como una madera ardiendo. Gira la cabeza y una puntada le penetra como una puñalada en la nuca. Después de un repetido parpadeo, concentra su mirada en la llama de la vela y sus pupilas bailan al compás de ésta. Tras un instante, ese movimiento se vuelve a sus ojos más lento, como el ondular sensual del cuerpo de ella... Paulina cuando camina, cuando mueve sus caderas de aquí para allá y de allá para acá, Paulina de atrás, la carne voluptuosa que sube de un lado cuando baja del otro... piel de leche, aroma a sexo. ¿Por qué abrazado a este fuego? En este cuarto negro, en esta noche negra, en este infierno negro. No es esta la vida. Nuestro lecho; pezones con pezones, piernas anudadas, labios pegados, lenguas que acarician como médulas y derretirse en saliva para después zambullirse en el vino fresco... Esa es la vida...
Una brisa que penetra una ventanuca acaricia la llama de la vela que se retuerce para un lado y para el otro hasta formar un pequeño sombrero. ¿Es usted Señor? El general Leclerc intenta ponerse firme en la cama para saludar al gran Corzo, pero una puntada en el estómago lo dobla y vuelve a caer. Dis... disculpe Señor, acá el general Leclerc en Saint-Domingue. Quisiera con todo respeto... tengo una pregunta y espero no enojarlo, no piense en mi grado militar; véame tan solo como su cuñado y entonces... Señor, por favor respóndame: ¿Por qué? ¿Por qué este castigo? ¡Esto no es la guerra! Tambores, dioses extraños, danzas, gritos, maleficios. ¿Dónde está el ejército enemigo? Ese que enfrenté en el desembarco y que después de una ardua lucha derroté. No tardé mucho en enviarle a su jefe a París para que se pudra en la cárcel. Ese ejército no existe más, pero yo siento que se bifurcó por todos los rincones de la isla para aparecer en cualquier momento y desde cualquier lado. El enemigo son esos tambores que machacan mi cabeza; el enemigo palpita en el agua, en el fuego, en el aire. Está presente en esta noche negra, en este féretro que tengo como cuarto. Y esta fiebre que me cuece las tripas, el cerebro, el corazón. Esto no es guerra; no como las suyas Señor, que enfrenta ejércitos a lo largo y ancho del mundo; soldados con uniformes, marchas, formaciones, banderas, que toman posiciones. Esto no es guerra; esto no es vida... la vida quedó allá, del otro lado del océano, con sus palacios y sus jardines, las noches de galas, los bailes  y los banquetes con sus vinos... y las mujeres tan delicadas, para comérselas despacito, bocado a bocado; no estas brujas negras de almas criminales, que solo me miran para... Allá está la vida, Señor; acá la muerte. Negra la muerte, como este cielo, como esta tierra y como todos los salvajes que la habitan. Lo único que da vida a este infierno es lo único blanco que existe en él: el azúcar. Sí; blanca y dulce como las mujeres francesas... Paulina.
Un rumor creciente de tambores lo estremece. Ya vienen. Se sienta en la cama y esta empieza a girar como un bote en el centro de un remolino de agua. No puede acertar al tacho del suelo. El vómito negro se convierte en otro manchón negro de la colcha ennegrecida. Su cabeza cae sobre la almohada y nota como el hongo amarillo de la pared empieza a cerrase sobre sus ojos.
El general Leclerc había sido vencido por la fiebre amarilla. Su Ejército Imperial sería vencido por ese pueblo negro, tan negro como el último vómito del general.

Texto: Pablo Marrero. Escritor. Integrante de Red Eco Alternativo (de su libro: LA HISTORIA A PURO CUENTO)
Imagen: Caro Butron Avalos


El último sueño de José Gervasio


(José Gervasio Artigas, oriental y ejemplo de revolucionario, sueña en su lecho de muerte en Paraguay, con lo que no fue)
¡No! Yo no puedo morir en la cama; quiero hacerlo montado a mi caballo. ¡Prepárenlo que este oriental ya está listo para partir!
Y sintió el corazón como el de un toro que raspa con sus patas el suelo y toma carrera para la embestida. Un bramido lo hizo saltar del lecho ahuecado por su cuerpo.
Ahora, los ochenta y seis años de José Gervasio son puro músculos en sus piernas para caer de un salto sobre su caballo. Da una vuelta en círculo, saluda la primavera de Ibicay y sale a la carrera  a puro grito:
—¡Unión, compatriotas y estad seguros de la victoria!
Ya galopa por la llanura envuelto por campos verdes y amarillos, plagados de vacas y caballos, de trigo y girasol. No para de saludar a esa gente sudorosa que deja las herramientas para levantar sombreros y agitar pañuelos a su paso.
—Mirá, Andresito, como trabajan nuestros paisanos.
Andrés Guaucurarí lo alcanza y tras sofrenar a su corcel se pone a la par.
—Son nuestros hermanos guaraníes y los gauchos y los negros, a los que usted entregó las tierras... Las que les sacó a los malos europeos y peores americanos.
—¿Todos tienen su parte?
—Toditos, y nadie tiene más que otro. Cada uno con su legua y media de frente y dos de fondo, como usted lo dispuso. Todos construyeron sus ranchos y los corrales. Trabajan con ganas porque de eso viven.
A José una sonrisa le hace cosquillas en el pecho. Ahora anda despacio, como si disfrutara de un paseo. Al ver que nace un camino que cruza los campos, se frena.
—¿Qué pasa? –pregunta Andresito
—Tenemos que llegar rápido.
— ¿Adónde?
— ¿Estás dormido, hijo? Ya deben haber vuelto de la Gran Asamblea.
Y sin dar más explicaciones, se zambulle por el nuevo camino en busca de los cinco representantes de la Banda Oriental a la Asamblea del año 1813.
Los encuentra al costado de un camino, sentados bajo un árbol y en plena ceremonia del mate.
—¡Pasen un verde y hablen! –les ordena mientras desmonta.
Los hombres rodean a su jefe y uno de ellos va directo al grano:
—Los hijos de esclavos que nazcan a partir de ahora serán libres, se reconocerán todos los derechos de nuestros hermanos los indios, verdaderos dueños de estas tierras, se eliminan para siempre los instrumentos de tortura y...
—¿Y qué más? —pregunta con ansiedad.
—Y mucho más —interviene otro—: aceptaron todas nuestras propuestas.
—¿Todas?
—Y los representantes de Buenos Aires fueron de los más entusiastas a la hora de apoyar nuestro pedido de habilitación de los puertos de Maldonado y Colonia.
—¿Y con la forma de gobierno? —pregunta ahora con el ceño fruncido.
—Cada provincia tendrá su forma de administrarse, pero a la vez vamos a estar unidos porque acaba de nacer La Confederación de las Provincias del Río de la Plata.
—¡Eso! Bien juntitos para que ni españoles, ni portugueses, ni ingleses, nos pasen por encima —se entusiasma.
—Y algo más —agrega el que había tomado la palabra—: Buenos Aires desistió de ser sede del gobierno central. Sus representantes explicaron que eso traería rivalidades y que en nada ayudaría a la necesaria unidad. En cambio se acordó que la capital se alternará de una provincia a otra.
—Justo —sentencia el Jefe de los orientales.
Aprovecha la pausa para tomar un mate y enseguida los interroga con la mirada. Al no escuchar palabra los intima:
—Desembuchen.
—¿Qué más quiere, jefe?  —le contesta uno, pero ya sus compañeros no pueden contener la risa ante la cara de enojo de Artigas. Otro toma la palabra:
—Sí, sí: se declara la independencia de toda dominación extranjera. Falta escribir el texto pero ya están todos de acuerdo.
—Ya era hora —aprueba.
La última ronda de mate corre entre risas y abrazos. Ahora, sale al camino con el alma llena, dispuesto a disfrutar del paisaje. Al poco de andar se percata de la ausencia de Andresito. Al rato, de frente, ve avanzar hacia él una nube de polvo huracanado.
—¡Andresito!
—Traigo noticias de Buenos Aires. Pueyrredón alista sus tropas para auxiliarnos en la lucha contra los portugueses. Dice que peleará en dos frentes: con San Martín en la campaña de Los Andes y con usted en la Banda Oriental.
— ¡Vamos! —grita Artigas y el caballo patina antes de salir a la carrera.
El trayecto se hace largo, cansador. Llegan a una loma y se detienen al escuchar el ruido de las explosiones y del choque de metal. Al subirla pueden observar el campo de batalla.
—Los de Buenos Aires cumplieron —dice con satisfacción, Andresito.
El jefe de los orientales infla su pecho:
—Tacuarembó quedará registrado en la historia como la batalla en la que los portugueses fueron derrotados para siempre por el ejército de la Confederación de las Provincias del Sur. ¡Tiemblen esos tiranos de haber excitado nuestro enojo, sin advertir que los americanos del sur están dispuestos a defender su patria y antes a morir con honor que vivir con ignominia en afrentoso cautiverio!
—Tenemos que seguir —lo interrumpe Andresito.
—¿Qué nos queda?
—Don Simón nos espera.
En un soplo de viento llegan a Panamá donde sesiona el congreso con la asistencia de los representantes de todo el continente. Por el voto unánime de los presentes se funda la Gran Confederación Americana.
Ahora, ya de regreso, encontrándose en la entrada de Ibicay, Andresito se detiene:
—Debemos separarnos.
No hay palabras. Un abrazo y un instante de silencio es suficiente para expresar todo.
El anciano siguió sólo. Llegó a la casa, desmontó el animal y sintió el peso en sus piernas. Apenas pudo alcanzar la cama. Ahora abría los ojos para clavarlos en el techo de su última morada paraguaya. Ahora los cerraba, acompañado por un suspiro que le desinflaba el pecho.

Texto: Pablo Marrero. Escritor. Integrante de Red Eco Alternativo (de su libro: LA HISTORIA A PURO CUENTO)
Imagen: Caro Butron Avalos

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