22 de febrero de 2017

ROSARIO: SOBREVIVIENTES.

Sobrevivientes 
Sobrevivientes Resistieron a la maquinaria represiva de la dictadura más siniestra de nuestro país. Horacio, Martha y Lelia. Sobrevivientes. Sus historias nos cuentan cómo afrontaron esos momentos, y cómo los transformó la vida luego de recuperar la libertad.

Sobrevivientes: Horacio Dalmonego
Fotografías: Flavia Guzmán - Julieta Pisano / Crónica: María Sol Prados

Nació el 24 de Abril del 1958 y vive en plano barrio Abasto. Nos recibe en su casa, y entre mates, se muestra relajado y abierto. Esta no es la primera vez que cuenta su historia: fue colaborador con el Colectivo de Ex Presos Políticos y querellante en la causa DíazBessone (ex Feced).
Horacio fue secuestrado el 17 de septiembre de 1976 y fue llevado al Servicio de Informaciones, también conocido como "El Pozo". Permaneció allí detenido hasta el 5 de noviembre de 1976, para luego ser trasladado a la cárcel de Coronda hasta su liberación, en abril de 1979.

“Para mi es fundamental el testimonio del sobreviviente, es difícil tener a todos esos represores ahí sentados, esas basuras... Pero es fundamental, justamente para que se los juzgue y se sepa en la sociedad… por el Nunca Más. Es fundamental generar memoria”. 

Su infancia trascurre en el barrio Cuatro Plazas, allí es donde empieza a involucrarse con los movimientos sociales. A comienzos de los 70, y con tan solo once años, se empieza a relacionar con la gente de su barrio a raíz del estallido social que se produce con el Rosariazo. Pero es recién en 1973, con el golpe de Estado en Chile y la llegada de Pinochet, donde entra en contacto con la Unión de Estudiantes Secundarios. “En esos años, la sociedad estaba mucho más politizada y muchas discusiones se empezaban a dar en distintos ámbitos, como en la escuela. Ahí fue cuando entre a contactarme y empezar a hablar sobre las reivindicaciones de las secundarias, el medio boleto estudiantil, que fue la bandera de lucha de la UES”.

Su militancia activa empieza en 1974, antes de la muerte de Perón y con una fuerte presencia de la Triple A. Es en 1975, después de la toma del cuartel en Formosa, cuando la organización hace un giro muy grande hacia la lucha armada. Horacio comenta que es ahí cuando ya se toma una actitud de llevar el foco de la lucha a todos los niveles y de enfrentarlos en todos los sectores. Había una necesidad de un cambio directo. 

“Pensábamos que lo teníamos ahí cerca, rápido, que íbamos a tener a toda la población atrás. Y después uno piensa… somos muchos pero no somos tantos. En ese momentouno piensaque tiene la justa y va para adelante. Bueno, mira si no lo pensábamos que prácticamente nos jugábamos la vida en eso”.

“Para nosotros cualquier accionar era prácticamente como una operación militar porque te podían desaparecer”, cuenta Horacio, y agrega que luego del golpe de 1976, una de las funciones de la UES era apoyar los accionares de Montoneros: los actos relámpago consistían en cortar calles, quemar autos o tirar panfletos desde edificios para desviar a las autoridades. “Igual si llegábamos a hacer alguna pintada en alguna calle, para escribir reivindicaciones sobre el medio boleto o cualquier cosa, y llegaba algún móvil del servicio de informaciones, nos tiraban directamente”, remarca.
Horacio comienza a militar activamente en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) en el año 1974. "Para nosotros cualquier accionar era prácticamente como una operación militar porque te podían desaparecer", relata. 

Y eso es justamente lo que sucedió el 7 de septiembre del 1976. Este evento es solo el comienzo de su encontronazo con las fuerzas de seguridad, pero ciertamente es uno de los más duros. “Nosotros estábamos por hacer una pintada en La Paz y Corrientes, íbamos a pintar una reivindicación. Y en ese momento llega un auto, pero llegan tirando. En esa pintada mueren dos amigos nuestros. El número uno de la UES de Rosario, “el Lalo” y “El negrito” de Chaco.

Ya sin contactos, Horacio logra volver a su casa. “Rosario no contaba con muchos lugares seguros para alojar a distintos miembros de la organización que eran buscados, y al ser una ciudad no muy grande, siempre corríamos el peligro de que nos reconocieran por la calle”, rememora.
El 7 de septiembre de 1976, Horacio y sus compañeros se disponían a realizar una pintada de la organización, en calles La Paz y Corrientes. Un auto se detiene frente a ellos, y matan a dos de sus amigos: el número uno de la UES de Rosario, "El Lalo", y "El Negrito" de Chaco. Horacio logra escapar, pero sólo por unos días.

Es después de la fatídica noche del 16 de septiembre, donde el movimiento estudiantil es golpeado severamente, cuando el nombre de Horacio aparece. “El 17 me vienen a buscar a mi casa. Sé que alguien dijo mi nombre, pero no le puedo decir nada, porque cuando te están torturando uno puede decir cualquier cosa”, comenta.

“Ya cuando caí preso, pase por la tortura. Ellos trataban de sacarte información muy rápido, entonces yo siempre decía que mi contacto estaba en tal calle, en tal lugar y a tal hora. Pero volvían y me decían: “este miente”. Lofiego, que le decían “el ciego”, manejaba la picana. Él decía “maquina, maquina” y te torturaban”.

“Por suerte me pude mantener en esa posición, porque no era fácil, cuando pasas un par de días ahí. Había una camilla de hierro donde te ataban, desnudo, y te tiraban agua. Te daban con la picana eléctrica, te golpeaban. No te sacaban ni para el baño. Un médico venia y te miraban el corazón, te interrogaban de nuevo y después perdías el conocimiento. Te volvían a interrogar… Y vos no sabías ni dónde estabas ni que habías dicho, porque te ponía mal de la cabeza”.

Horacio permaneció preso en el Servicio de Informaciones desde el 17 de Septiembre al 5 de Noviembre de 1976. Sus primeros treinta días los paso encapuchado en “La Favela”, un entrepiso del cual era imposible escapar. Y no era el único. “Estábamos todos apretados, tirados en el piso. Pasábamos días enteros ahí, te bajaban para interrogar y te volvían a tirar”, comenta. El proceso de blanqueamiento consistía en bajar a un sótano, donde ya no se estaba encapuchado. “Te decían que en cierta forma el que bajaba estaba blanqueado, que por ahí ya no te mataban, que tenías un poco de esperanza”.
El Pozo fue el principal centro clandestino de detención de la ciudad, manejado por Agustín Feced, jefe de la Unidad Regional II de la Policía de Santa Fe. Horacio permaneció allí sus primeros treinta días encapuchado hasta que lo bajaron al sótano. "En cierta forma el que bajaba estaba blanqueado. Ya no te mataban, tenías un poco de esperanza", relata.

El 5 de noviembre, Horacio es trasladado a la cárcel de Coronda. Esta fue dividida para albergar a presos políticos, donde seguían lejos de ser tratados como presos comunes. Se prohibía hablar, leer y hacer gimnasia. “En Coronda te trataban de destruir de la cabeza, ideológicamente, o desmoralizarte, pero igual nosotros hacíamos todo un trabajo interno, de estudio, de charlas, para mantenernos activos”.

En abril del 79 sale la lista con su nombre. Luego de salir sobreseído de una causa, por falta de pruebas, llegaba el fin del encierro.Sin embargo, el viaje de regreso no sería tan grato, un grupo de la patota del Servicio de Informaciones es designado para trasladarlos a Rosario. “Subimos a los autos y había muchas armas, estar sentado ahí era horrible. Fijate que en determinado momento paran en la autopista, y empiezan a tirar con las pistolas a los pájaros cagándose de risa. Cuando llegamos a Alvear y 27 de febrero nos dejan en la calle, y nos dicen “bueno, saben cómo tienen que andar ahora eh, anden tranquilos porque no tienen otra chance, de acá si los van a buscar de nuevo van al metro ochenta”. La historia de Horacio termina como la de muchos otros.

Pocos meses después de salir en libertad, se entera que su nombre había vuelto a saltar, que alguien había comentado algo, y que podían llegar a buscarlo otra vez. “Ese día hable por teléfono y no volví, mis viejos me prepararon un bolso y plata, y fui directo a la estación de colectivos con un boleto a San Pablo”.
Pocos meses después de salir en libertad, Horacio se entera que su nombre había vuelto a saltar. “Ese día hable por teléfono y no volví, mis viejos me prepararon un bolso y plata, y fui directo a la estación de colectivos con un boleto a San Pablo”, remata. 

En Sorocaba, pequeño pueblo cerca de San Pablo, se aloja con un amigo que también había estado preso. Las circunstancias no eran las mejores, ya que se veían obligados a cruzar la frontera cada seis meses. Sus padres consiguen la ciudadanía Italiana desde Argentina y logran comprarle un pasaje de avión a España.

Luego de vivir un tiempo en España, Horacio conoce a su primera esposa y se mudan a Inglaterra. Allí tiene tres hijos y permanece hasta 1996. Separado de su esposa, retorna definitivamente a Argentina, y en el 98 retoma contacto con Susana Rosano, hermana de su compañero Robin, permaneciendo juntos desde ese año.

En su retorno, no solo colabora con el colectivo de Ex Presos Políticos, a su vez se suma al proyecto de la Fundación de Madres de Plaza de Mayo, y contribuye en la construcción de viviendas. Si bien es colaborador con el Movimiento Evita, y cercano a sus integrantes, Horacio no ha vuelto a militar en ningún partido político.

“Me gustaría recordar a los compañeros que han caído en esta lucha, en esta resistencia… En especial a Lalo, el Negrito, Robin y la Flaca, que fueron mis últimos contactos, y que murieron todos. Yo tengo la suerte de estar vivo.”

En la actualidad, Horacio ha colaborado con el colectivo de Ex Presos Políticos, Fundación Madres de Plaza de Mayo, partidos políticos afines, y fue querellante en la causa Díaz Bessone (ex Feced). 




Sobrevivientes: Martha Díaz
Fotografías: Fernando Der Meguerditchian - Julieta Pisano / Crónica: Leandro Yanson 
No fue un sueño. Todo lo que cuenta Martha ocurrió, así como todo lo que cuentan los miles de detenidos durante la última dictadura. Su vida, la militancia, y el deseo de cambiar las cosas nos muestra cuáles fueron las razones. El encierro y las torturas sufridas nos revelan la represión de la época, y lo que vino después nos enseña las continuidades con aquellos tiempos que aún hoy siguen vigentes.
Martha y Dante, su marido por aquellos años y ambos militantes, fueron detenidos junto a su pequeña hija en abril de 1979, quedando a merced del II Cuerpo del Ejército del Batallón de Comunicaciones 121 de Rosario. 

Martha era militante, estuvo en el Cordobazo y en el segundo Rosariazo, desde el 68 pasó gran parte de su juventud en las actividades llevadas adelante por el PJ (Partido Justicialista), haciendo de estafeta para el partido. Fue en esa época cuando ella empezó a involucrarse en el activismo político. A partir de toda la movida que se gestaba en Córdoba, empezó a juntarse y organizarse, ellos buscaban definir qué es lo que querían para el futuro. Así dio inicio a su historia, que fue de una perpetua movilización, tanto en las calles como cambiando su hogar por lo que creía y porque la perseguían. Fue luego de ese 68 que intercambió la provincia del cuarteto, el fernet, y por ese entonces del estallido social, por Santa Fe, llegando a Rosario, donde también la sociedad se hallaba en efervescencia. 

“Ahí en junio es la primera vez que me voy. Con mi pareja decidimos buscar un trabajo afuera, él era plomero, yo trabajaba vendiendo fotografías y demás cosas. Nos casamos porque estaba mal visto en los pueblos, nos casamos en agosto, el 23, yo ya estaba embarazada de mi hija.” Al volver a Rosario se quedaron en San Nicolás al 3300, hasta que lograron alquilar una casa por Crespo al 3100. La casa estaba marcada, por lo que no estaban convencidos de irse a vivir ahí definitivamente. Durante ese tiempo su madre le contó que la SIDE (Secretaría de Inteligencia del Estado) había ido a su casa preguntando por ellos. Martha junto a sus hijos Franco e Ivana, y su nieta Amancay, en el frente del hogar familiar.
“Yo me quería quedar en la casa de mi suegra porque quería enganchar a un primo mío, que su papa había sido militante, y mi marido se quería ir a la casa que nosotros estábamos alquilando.” En octubre del 77 una patota recorrió el barrio Bella Vista, forzando a una vecina a que les informara quiénes alquilaban la casa de Crespo. La patota se asentó en la casa y armó una “ratonera” donde estarían por cinco días hasta que los cuñados de Martha y Dante llegasen al lugar, donde fueron separados y revisados. Sus conocidos comenzaron a decir que se habían ido a Córdoba, aunque su verdadero rumbo fue hacia Buenos Aires. A los 10 días finalmente se dirigieron a Córdoba, porque fueron avisados de que la casa a la que iban a parar sería revisada.

Comenzó entonces una odisea por la zona norte y oeste de Argentina, donde se dirigieron a Corrientes, Santa Elena, a Salta donde alguien les podía dar trabajo a ambos, probaron suerte en Santiago del Estero y Tucumán.

Acabaron yendo a Cosquín a pesar de que la casa en la que habitaban estaba señalada, allí Dante consiguió trabajo en la FIAT. Por el momento se encontraban tranquilos, aunque desde hacía tiempo nadie podía mantenerse totalmente tranquilo. “En el 75 empezamos a cuidarnos para juntarnos en reuniones, ahí las personas se empiezan a ir del país”.
Franco e Ivana, permanecieron en prisión junto a sus padres. Ivana fue detenida con ellos, y Franco nació durante el cautiverio. 

Piero, un agente del Tercer Cuerpo del Ejército, le confirmó a Martha que tenían la orden de capturarlos, que tenían que pasar a la órbita del Segundo Cuerpo. No lograron salir del país, fueron a Misiones, pero la frontera estaba llena de controles por los que no podrían pasar.

“No lográbamos salir del país, intentamos salir por el norte, en Misiones, pero había controles. El 1 de abril ya Piero dice que nos tiene que entregar, que aunque nos resistamos nos tiene que entregar.

Ahí agarramos lo poco que pudimos y nos trajeron a Rosario, en un celular, los traslados se hicieron en Falcon, y quedamos en la órbita del Segundo Cuerpo del Ejército.”

Fueron aislados dentro del edificio. Dante estaba por un lado, mientras que ella e Ivana -su hija- estaban juntas en otro lugar. Fue entonces cuando se inició el Consejo de Guerra que haría de juzgado para sentenciar a ambos a la reclusión. Durante ese tiempo fueron trasladados de manera semanal para interrogatorios, el procedimiento se llevaba a cabo con ellos vendados, con las cabezas apuntando hacia el piso y con las luces bajas, de modo que no pudieran identificar a quienes les hablaban.

“En agosto nos hacen elegir a nosotros abogados defensores dentro de una lista del Ejército. Elegí a cuatro o cinco y no me querían defender. Me toca uno jovencito, que en el momento de pedir condena pide más que el fiscal, él pide 20 años y el fiscal 18. Nunca me habló, nunca me dijo nada, le escuché la voz el día de la sentencia.”

Tras esa instancia fueron llevados en un Falcon las cuatro mujeres y las dos niñas que se hallaban juzgadas junto a Martha durante esos días, en otro auto iban los dos varones. El destino era Monte Grande.
Los hijos de Martha sostienen una foto de ellos mismos dentro de la Unidad 21 de Resocialización de Ezeiza.

“Pensábamos que nos iban a desaparecer, porque nadie lo conocía. Cuando estamos en el Batallón 121, todo abril, todo mayo, sin que la familia supiera donde estábamos. A medida que empieza a funcionar el consejo de guerra, empiezan a blanquear nuestra situación, mi suegra puede empezar a visitarnos.

“ Acabaron en Monte Grande, dentro del partido de Ezeiza. Es el hogar de la unidad 19 que contaba con un casco de estancias, destino elegido por sus captores para mantener durante meses a los detenidos.

Es un predio ubicado en el centro de la 19, las estancias eran mixtas y estaban ocupadas por detenidos de todo el país, alrededor de dos personas por provincia, era la “unidad de resocialización”, la unidad 21, la U21.

Donde se hallaban había cuatro puestos de control, que era la fusión de los dos externos e internos de la unidad 19, además de contar con celadores propios de la estancia donde se hallaban.

En junio de 1980 por una orden de la Marina, todos los detenidos recibieron una inyección en la espalda, sin ser informados del fin de la misma. Diez personas fueron internadas, entre esas se encontraba Martha, que estaba embarazada.

Tras ese suceso Martha es llevada a la Unidad 10 de Caseros, y le realizan un aborto sin anestesia. Sin perder el tiempo le hacen limpiar el piso manchado por la sangre que había dejado.

Durante 20 días estuvo encerrada en un sótano oscuro en el que se filtraba la luz por una pequeña parte de una ventilación, desde afuera todos estaban insistiendo para que fuera trasladada. Finalmente fue llevada de nuevo a la Unidad.

Martha volvió a quedar embarazada. Pasados los seis meses de embarazo llegó el Ejército buscándola y le informaron que la trasladarían, porque tenía que parir por órdenes de los superiores. “Vieron que yo no paría, yo les explico que estaba de seis meses, y estaban desconcertados.”
Algunos objetos que Martha conserva de su detención. Regalos de compañeros, tejidos, y fotografías.

“Cuando rompí bolsa no llegaba la orden del Ejército, justo uno de los compañeros había estudiado medicina entonces pidió las autorizaciones para asistirme con otra compañera, a ver qué se podía hacer.”

A las 12 de la noche llegó finalmente la orden. Fue trasladada en un Falcon, esposada, se dirigían a Devoto. Cuando nació su hijo, tras el parto fue llevado enseguida, lo único que Martha alcanzó a ver fue un lunar en su espalda. “Nunca supimos donde estuvo ese tiempo, a los cinco días me lo traen de vuelta. Ahí reconozco el lunar y me habían dicho que era varón, nada más.”

El 18 de abril del 82 fueron liberados. Emprendieron el viaje a Rosario, sin tener absolutamente nada, ni trabajo, ni casa, ni muebles, ni comida. Martha no podía acceder a un trabajo ya que todavía figuraba con orden de captura, debido a que el segundo cuerpo no había dado aviso de su liberación. En el 86 había intentado conseguir el certificado de buena conducta, pero no sirvió para resolver su situación. En el 89 tuvo que conseguir un abogado para poder comenzar un litigio para lograr que el pedido de captura deje de tener efecto y se reconozca el cumplimiento de su condena. Durante todo ese tiempo tampoco pudo estudiar, sus materias aprobadas habían sido modificadas y estaba amenazada, le dijeron que si ponía un pie en la facultad la iban a matar o desaparecer.

Tras todo el esfuerzo para conseguir volver a su vida, criar a sus hijos, conectarse con la nueva realidad que se asomaba, Martha continuó su militancia, ahora con el claro objetivo de acabar con las continuidades de la dictadura, de garantizar la justicia y de revelar la verdad oculta durante esos años.

Así llegó a conformar la Comisión para la Memoria, la cual coordinaba con organizaciones de derechos humanos para dar lugar a intervenciones, posicionamientos y proyectos enmarcados en nuestros derechos. Un ejemplo es la expropiación del inmueble de calle Moreno y Córdoba, que pertenecía al bar Rock&Feller’s, donde ahora se encuentra el Museo de la Memoria. La expropiación se hizo mediante un pago a los dueños del bar de un monto total de dos millones de pesos. También fue parte de la lucha de Martha el apoyo para la continuidad de los juicios, ya que en aquel entonces todavía no se habían derogado las leyes de impunidad sancionadas durante los 90.

Todo el trabajo acumulado llevado adelante por ella y sus compañeros dieron fruto a muchos de los espacios que hoy en día continúan esa lucha, tanto organismos de derechos humanos, como la Comisión de la Verdad que forma parte de la Municipalidad, la cual estuvo basada en la comisión del Museo de la Memoria. Además, ella asiste todos los jueves a la ronda que hacen las Madres de Plaza 25 de Mayo pidiendo por justicia y por la verdad.

Martha es una sobreviviente del plan sistemático que buscó acabar con toda perspectiva de cambio social, pero no es sólo porque sigue con vida, sino también porque nunca bajó los brazos y para cada problema se organizó para encontrar la solución.
Martha nunca dejó de estar vinculada en la búsqueda de la verdad y la justicia. Cada jueves a las seis de la tarde, marcha junto a las Madres de Plaza 25 de Mayo en la tradicional Ronda de los Jueves.




Sobrevivientes: Lelia Ferrarese
Fotografías: Fernando Der Meguerditchian - Flavia Guzmán / Crónica: Celina Poloni  
Tenía 31 años en 1976. Vivía en el barrio Echesortu de Rosario con sus padres y tres hermanas. Cuando terminó la secundaria en el Normal N° 2, cuidaba niños por hora y usaba el dinero que ganaba para pagar sus clases de danzas clásicas y modernas. Lelia es sobreviviente de la dictadura, y tal vez no sea un agravante contar que no tenía militancia política. Pero sí deja en evidencia la impunidad con la que se manejaron los militares: no importaba ni quién, ni cuándo, ni cómo. Había que desaparecerlos a todos.

El 4 de marzo de 1976 hacía mucho calor. Lelia estaba en su casa con sus padres y dos sobrinos: la hermana tenía que viajar a Mendoza al día siguiente y por eso los había dejado con ellos. Eran pasadas las doce de la noche. El padre volvía del patio apagando las luces y la madre ya estaba en el dormitorio con los chicos, cuando empezaron a escuchar que Campeón ladraba sin parar (el campeonato de Newells del '74 le había dado el nombre al perro).
Lelia fue detenida en su domicilio el 4 de marzo de 1976 y permaneció hasta el 15 de noviembre en el Servicio de Informaciones. Luego, la trasladan a la cárcel de Devoto hasta que quedó a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN) en octubre de 1977. 

“Cuando mi padre se dirigía para la puerta, ésta se abre de un golpe y aparece uno de civil, con las armas”, dice Lelia. El primero que vio entrar tenía “pantalones vaqueros, camisa a cuadritos tipo escocesa con colores amarillito, rosa, celeste. Cabello castaño medio ondulado y unos ojos celestes fuertísimos”. Algunos estaban vestidos de negro, otros de oliva, y otros de civil. “Entraron como 7, 8, 10 ahí... y yo sentía que afuera también había”, cuenta. A pesar de ofrecer resistencia, los uniformados llevaron a los golpes al padre de Lelia hacia la habitación donde estaba la madre y sus nietos.

“Ahí me sentaron en el comedor, me empezaron a preguntar un montón de cosas, por nombres. Yo como tampoco militaba para mí eran desconocidos esos nombres”, aclara. Ni en Montoneros, ni en las FAR, ni las FAP, ni en el PRT-ERP, ni en la JUP. Lelia no militaba en ninguna organización. En su casa se hablaba y se discutía sobre política, con una marcada orientación “hacia la izquierda”, pero nadie militaba ni estaba afiliado a algún partido.

“No sé cuántos minutos habrán pasado. Yo pienso que muchos no. Entonces me agarraron a mí de los dos brazos con una venda y me sacaron para afuera. Yo iba por la vereda y reconocía por dónde pisaba. Me sacaron por el portón que estaba abierto y me metieron en un auto que estaba afuera”, relata. Y continúa: “En el momento del traslado yo empezaba a recordar un montón de casos que habían sucedido en el '75. Me acordé de unas chicas que aparecieron tiradas con los pechos tajados, muertas. Yo digo 'bueno... ¿ahora qué es lo que me va a tocar a mí?', porque evidentemente había una patota que estaba secuestrando gente”.

De hecho, “la desaparición de personas como metodología represiva reconoce algunos antecedentes previos al golpe de Estado del 24 de marzo de 1976”, según las conclusiones del Nunca Más, el informe elaborado en 1984 por la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas). (http://www.desaparecidos.org/arg/conadep/nuncamas/479.html) Se estima que hubo más de 1100 casos de desapariciones forzadas de personas y ejecuciones sumarias, desde el comienzo del gobierno de Héctor Cámpora, el 25 de mayo de 1973, hasta el 24 de marzo del 76'.

El auto se detuvo y Lelia escuchó que se abrían portones. La hicieron bajar y caminar sobre el suelo empedrado. “Me llevaban dos, uno de cada lado. Tan rápido me llevaban que yo los pies apenas alcanzaba a pisar”, dice y hace un gesto rozando las manos con la mesa. La hicieron subir por unas escaleras viejas de mosaico blanco. Era la Alcaldía de mujeres de la Jefatura de Policía de Rosario, ubicada en Moreno y Santa Fe.

Diversos objetos que Lelia guardó de los años en que estuvo detenida, incluyendo cartas que enviaba y recibía, tejidos que realizaban con retazos de telas, y huesos que tallaban dentro de las celdas para hacer colgantes. 

Después de muchas subidas y bajadas por las escaleras de la Alcaldía, la llevaron a una habitación con pisos de parquet, que Lelia pudo ver por debajo de la venda que le habían puesto. Le hicieron “submarino” dos veces. La tercera no pudieron porque se movía “como una anguila”, dice. El hombre de camisa a cuadros y ojos azules, el primero que había entrado a la casa a buscarla, era el que daba las órdenes a los gritos.

La levantaron, la hicieron cruzar un patio y la metieron en una habitación llena de colchones en el piso, a la que se entraba por una puerta de vitraux de colores. Estaba exhausta. “El cuello no lo podía ni mover por el submarino y tenía el pelo que era un lío”, recuerda. En se momento, escucha una voz que le susurra “quedate tranquila, ahora no te van a hacer más nada”.

“A la mañana temprano venían las celadoras, abrían la reja. Algunas se empezaban a levantar, tomaban mates. Y después se armaban distintos grupos para hacer algo. Primero se hacían muchas manualidades, se tejía. Inclusive a las agujas las hacían de madera con los cajones que hacían entrar de naranjas, mandarinas, o manzanas algunas veces. También se hacían ruedas de conversaciones... alguna relataba alguna película y se discutía. O sea, tratábamos de mantenernos activas”, describe Lelia. Así eran los días en la Alcaldía de Mujeres.
Lelia sostiene una carta que hicieron sus compañeras detenidas, con un dibujo inspirado en la vocación por la danza clásica que ella practicaba en su juventud. 

Durante su detención, Lelia recibió las visitas de su padre y de su madre. Sin embargo, esa posibilidad de contacto con el exterior duró sólo dos meses: a partir del 8 de mayo se cortaron las visitas y sólo les podían llevar cosas como alimentos o yerba. A pesar de eso, Lelia y sus compañeras lograban -por momentos- burlarse de esa incomunicación. En el sótano de la jefatura había una ventana rectangular pequeña que daba hacia la calle Moreno y estaba al ras del suelo. “Algunas veces pasaban los familiares por afuera, les veíamos las piernas. Entonces los llamábamos y caminaban despacito, como para que nosotros podamos decirles cosas”, cuenta.

Allí se quedó hasta el 15 de noviembre de 1976, día en el que trasladaron a todas las mujeres a la cárcel de Devoto en dos aviones Hércules. Lelia suspira fuerte y relata: “Nos pusieron a todas en el piso, engrilladas en el piso. Inclusive en todo el traslado... yo estaba en el medio, pero a las que estaban en los bordes les pegaban a todas, las tiraban de los pelos. Cuando llegamos, nos metieron en los “celulares”, y pusieron a cuatro de nosotras en cada uno. Así que imaginate el calor impresionante que hacía, estábamos apretadas, no podíamos ni respirar”.

En octubre de 1977, a Lelia le “levantaron el PEN” junto a otras 45 compañeras de Devoto (“tener el PEN” significaba estar a disposición del Poder Ejecutivo Nacional). Las trajeron en un ómnibus del ejército a Rosario, a la Plaza San Martín, donde había muchos familiares esperando. Las hicieron entrar a la Jefatura, en la parte de lo que hoy es el estacionamiento. A ambos lados, las rodeaban militares con armas. Frente a ellas estaba Leopoldo Galtieri y dos más. “Galtieri nos dio un discurso de bienvenida. Habló de varias cosas, hasta que dijo que se nos daba una nueva oportunidad de poder reintegrarnos a la familia y a la sociedad... pero que tengamos en cuenta que si a nosotros se nos encontraba en algún momento en alguna situación sospechosa, no se nos iba a preguntar qué era lo que estábamos haciendo. Entonces hizo un gesto con las manos: puso las dos manos juntas con un dedo hacia adelante, como apuntando, y de izquierda hacia derecha, hizo 'ta ta ta ta'”, recuerda. Como si no hubiesen sido suficientes los maltratos, las torturas, el hambre, la incertidumbre, la soledad. Como si no se hubiesen dado cuenta de que quienes tenían en frente eran capaces de disparar antes de preguntar.
Una nota que le acercaron amigos de Lelia cuando estaba detenida, y un "ordenador", hecho con hilos de toallas viejas, que las internas colgaban de las camas para poner sus pertenencias. 

Durante 1977, la familia de Lelia se había acercado muchas veces a la Jefatura para preguntar por ella, para exigir explicaciones, para obtener alguna respuesta. En una de esas visitas, su hermana notó que el personal policial se refirió a Lelia como alguien que había estado viviendo en una pensión, y que se la habían llevado de ahí. “No, no era una pensión, era una casa”, le respondió la hermana al oficial, y le aclaró que al lado sí había una pensión pero que a Lelia se la llevaron de una casa que tenían con su familia desde hacía más de 60 años.

Se confundieron. “Ellos se ve que habían ido a buscar a alguien que estaba en la pensión. E indudablemente alguien estaba en la pensión, porque a los pocos días (de la detención), mi madre dice que en el cordón de la vereda había unos paquetes con propaganda del PRT y del ERP. Y evidentemente a eso lo sacaron de la pensión, y la que estaba en la pensión se había ido”, deduce Lelia. “Cuando me dieron la libertad a mí, a mi hermana le dijeron que me levantaban el PEN porque habían dado con la persona que ellos habían buscado en la pensión. Que la habían encontrado, que trabajaba en un banco y que tenía 'muy bien hecho el minuto'”, dice. Esto quería decir que esta persona aparentemente ya tenía armada una versión con testigos que daban cuenta de que no era quien buscaban.

Lelia no sabe quién es la chica que buscaban en su lugar. “Una lástima” – reflexiona. “Yo hubiera querido saber quién era y conocerla, viste, charlar. Pero a lo mejor puede ser que ella también piense que por haber estado en el lugar de ella una le guarda rencor. Y yo al contrario, quisiera saber. Me gustaría decirle 'por suerte vos pudiste zafar, y qué bien que no te presentaste para decir que eras vos para que te lleven en lugar mío, porque hubiésemos quedado las dos adentro. A mí no me hubiesen sacado igual'”.

Cuando la liberaron, Lelia se fue a vivir un año y medio a Mendoza con su hermana. Después vivió otro año en Buenos Aires, donde también tenía familiares, y trabajaba en una farmacia. A partir de ahí se instaló en Rosario hasta el día de hoy. Trabajó un tiempo en la Biblioteca Argentina y, más tarde, en la biblioteca del Museo de la Memoria ubicado en Córdoba y Moreno, a una cuadra de la ex-Jefatura de Policía donde había estado detenida. “En octubre de 2003 me jubilé... pero sigo yendo dos o tres veces a la semana a colaborar con las compañeras de la biblioteca”, dice.
Lelia trabajó y se jubiló en la Biblioteca del Museo de la Memoria. Uno de sus salones exhibe fichas de socios detenidos-desaparecidos pertenecientes a la Biblioteca Argentina. Colgadas desde el techo, y a la vista de todos, han servido para establecer conexiones de casos particulares. 

Desde que salió en libertad, Lelia no militó orgánicamente en ningún espacio. Sin embargo, desde el primer momento acompañó y marchó con las organizaciones de familiares desaparecidos. Además, hoy en día sigue yendo a las reuniones del espacio Juicio y Castigo “para saber de los juicios, para estar en las audiencias, acompañar a la gente, hacer los aguantes”.

Pero Lelia no sólo “hizo el aguante” desde afuera de Tribunales: también dio su testimonio frente a la justicia en dos ocasiones. La primera vez fue el 15 de febrero de 2010 como testigo de la causa “Diaz Bessone”, por el caso de Ruth González. Ruth había estado con Lelia en la Alcaldía de mujeres, y apareció muerta en octubre del '76 con su hermana y su cuñado. Al año siguiente, el 27 de febrero de 2011, testimonió en la causa “Altamirano y otros”, de la que fue querellante. En esa ocasión, señaló a Carlos “caramelo” Altamirano en una rueda de reconocimiento; el hombre había estado a la izquierda de Lelia en el auto en el que la detuvieron.

“Actualmente las amigas que tengo son hechas en la cárcel”, dispara Lelia. Y cuenta que como ella había sido una de las primeras en salir, después “sabía cuándo iban a salir en libertad las demás y las iba a esperar a las compañeras”. Compañeras: “las que comparten el pan”. Esa definición aparece en el libro “Nosotras, presas políticas” ( http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-66226-2006-04-28.html) (2006), en el que 112 mujeres relatan su experiencia en distintas cárceles del país. Lelia participó de ese libro y comenta por qué se detuvieron a reflexionar sobre el significado de esa palabra: “Aparte de compartir el pan en algunas situaciones en las que se cortaba en pedazos chiquitos para todas iguales, en la Alcaldía se han compartido un montón de otras cosas: momentos de alegría, dolores, tristezas, las cartas con los familiares, las visitas. Y ese vínculo que se ha creado es un vínculo que sólo puede entender la que pasó eso. Es un vínculo indestructible, que mas allá de las formas de pensar que pueda tener una o la otra, ese vínculo de compañeras, lo seguimos teniendo hasta ahora”.

La historia de Lelia es una muestra más de la impunidad con la que se manejaron los militares en la última dictadura. Y no porque su detención haya sido un “error” (de hecho ninguna detención, ni la de los jóvenes que sí militaban fueron “aciertos”). Pero es un relato más que pone en evidencia los horrores que cometieron, y la manera en la que se adueñaron de los cuerpos y de las almas de toda una generación.

Sin embargo, y a pesar de todo, con Lelia no pudieron. Sentada en el patio de su casa, agarra el libro que escribió junto a sus compañeras y rescata una frase de Jean Paul Sartre que dice: “Lo importante no es lo que han hecho de nosotros, sino lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros”.

Lelia se enteró, luego de su liberación, que su detención fue una "equivocación". Al lado de su domicilio había una pensión en donde vivía una estudiante a la cual buscaban, pero se llevaron a ella por error. "Yo siempre digo que les salió mal, porque adentro me hice militante", remata.
Fuente:LaBrujula

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