Tras superar el coronavirus, falleció a los 77 años por una infección intrahospitalaria
Murió Horacio González
Escritor y sociólogo, ex director de la Biblioteca Nacional, columnista de Página/12, González fue un baluarte del pensamiento argentino, lúcido y profundo, nunca apegado a dogmatismos.
Escribir en pasado es un dolor mayúsculo. La lengua no quiere conjugar el tiempo pretérito. Se resiste a forcejear con el verbo. Como si pensar en pasado fuera una manera de borrar la potencia de una vida y una obra con las intensas vibraciones que aún genera. El “parlanchín porteño”, así se definía él con esa autoironía empecinada en burlar los lugares comunes, el profesor universitario apasionado por el lenguaje y sus derivas para interrogar e incomodar, respetado y amado por tantos estudiantes y colegas, estaba internado en el sanatorio Güemes desde el 19 de mayo. La muerte de Horacio González, el escritor, sociólogo y exdirector de la Biblioteca Nacional, este martes y a los 77 años, por una infección intrahospitalaria tras superar el coronavirus, conmociona a la cultura argentina. Cuesta imaginar la ausencia de su voz en diálogo con las disidencias y las heterodoxias, nunca apegada a dogmatismos que se vuelven un obstáculo para pensar libremente; una voz proclive a expandir los debates en vez de clausurarlos. Un polemista en estado de inquietud permanente.
Interrumpir a Borges
“Horacio es como un relámpago, en un instante breve ilumina un territorio y cuando desaparece, la imagen queda inscripta adentro tuyo”. Qué imagen más bella y certera que usó Mauricio Kartun para sintetizar el efecto que provocaba con sus charlas, sus ensayos, sus contratapas en Página/12. Él, que nació en Buenos Aires el 1º de febrero de 1944 y parecía que lo leía todo, no fue un niño con una biblioteca voluminosa y con una vida familiar confortable. Su padre había abandonado la casa en Villa Pueyrredón y lo crió un abuelo ferroviario que había nacido en Recanati, la ciudad del poeta Giacomo Leopardi. Como su madre trabajaba en una biblioteca popular, empezó a sacar libros y a leer con voracidad la colección Robin Hood. En el colegio Nacional Sarmiento descubrió todo de repente: las pedradas y los tiroteos de los militantes de Tacuara y las disputas entre liberales y nacionalistas.
Horacio solía recordar que como estudiante de sociología de la Universidad de Buenos Aires en los años sesenta no tuvo una buena relación con Borges, el escritor al que más leería muchos años después. Él estaba entre los jóvenes militantes que interrumpían las clases de Borges para invitar al alumnado a una movilización. No sabía entonces que el tiempo atenuaría esa hostilidad juvenil. Que sería director de la Biblioteca Nacional. Como Borges. Que terminaría escribiendo Borges. Los pueblos bárbaros. El joven Horacio participó del proyecto de las Cátedras Nacionales, que funcionaron entre 1968 y 1972 como un movimiento de resistencia contra las sucesivas dictaduras de Juan Carlos Onganía, Roberto Levingston y Alejandro Agustín Lanusse. Y escribió en las revistas que fueron surgiendo a partir del proceso de politización y radicalización vivido en las universidades, como Antropología 3er. Mundo y Envido, una revista de ciencias sociales vinculada con la izquierda peronista, que conjugaba tres tradiciones político-ideológicas: peronismo, marxismo y cristianismo.
De pronto pequeños detalles adquieren otro relieve vistos en conjunto. Horacio fue ayudante de una pequeña empresa de fotografía popular a cargo del psicólogo Alfredo Moffatt. Los dos tomaban el tren en Puente Alsina, se vestían como vendedores ambulantes y viajaban hasta Villa Fiorito ofreciendo retratos. Varias décadas después ese “como si” de la venta desembocó en su debut como actor en la película El artista, donde interpretó a un viejo senil, junto a Fogwill, León Ferrari y Laiseca. El vértigo de la vida y la militancia se sucedían a fines de los 60; leía a Hernández Arregui, Foucault, Gramsci, Perón, Sartre, Jauretche, Marcuse y Fanon. De la militancia universitaria pasó a la FAP (Fuerzas Armadas Peronistas). En 1970 se recibió de sociólogo y un año después comenzó a relacionarse con el Movimiento Revolucionario Peronista, un grupo que luego se integraría a Montoneros. El asesinato de Rucci partió las aguas y Horacio quedó del lado de la JP Lealtad y cuestionó la militarización y la lucha armada.
En 1976 se exilió en San Pablo (Brasil), donde dio clases, cursó el doctorado en Sociología y escribió en portugués Evita. La militante en el camarín, que sería traducido y publicado por la Universidad Nacional de Córdoba en 2019. Volvió al país en 1983, conoció a la cantante Liliana Herrero, su compañera desde entonces, y pronto reanudó su conexión con la vida universitaria en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, en la Universidad Nacional de Rosario y en la Facultad Libre de Rosario, donde fue profesor de Teoría Estética, de Pensamiento Social Latinoamericano y Pensamiento Político Argentino.
Era el profesor diferente que daba clases en los colectivos y tomaba examen arriba de los trenes. Escribió en la revista Unidos, que dirigió Carlos “Chacho” Álvarez entre 1983 y 1991, y Cuadernos de la Comuna, hasta que en el verano de 1991 impulsó junto a Eduardo Rinesi (luego se sumarían María Pía López y Christian Ferrer), la revista El ojo mocho, un proyecto intelectual que pretendió revitalizar el papel de la crítica cultural y política en las ciencias sociales. La generación de la revista Contorno tendría un lugar clave, especialmente las figuras de David Viñas y León Rozitchner. Esta revista antimenemista, antialfonista y antiprogresista, se proponía “repotilizar el mundo de la cultura” y “reculturalizar el mundo de la política”. Horacio polemizó en las páginas de El ojo mocho sobre el gran malentendido de las juventudes de los años 60 y 70 respecto al discurso de Perón; un discurso de derecha que había sido interpretado de izquierda.
Lengua barroca
El polemista Horacio, desde la trinchera del ensayo, se mide en la escritura con una metodología impulsada por las preguntas aparentemente más sencillas, donde reposan capas de sentidos para explorar los límites y las posibilidades de la lengua barroca. En los años 90 se anudan las publicaciones, una serie de libros que van desde La ética picaresca (1992), pasando por El filósofo cesante (1995) -luminoso ensayo sobre la filosofía de Macedonio Fernández-, Arlt: política y locura (1996) hasta cerrar esa década con un libro crucial: Restos pampeanos. Ciencia, ensayo y política en la cultura argentina del siglo XX (1999), donde entre los muchos textos y autores que rescata del olvido para hacerlos “hablar de nuevo” están Juan José Hernández Arregui, José Ingenieros, Carlos Astrada, Leopoldo Lugones, Juan Perón, Ezequiel Martínez Estrada y Raúl Scalabrini Ortiz.
“Los textos de Horacio son paradójicos: el estímulo al pensamiento es extremo, y a la vez hacen sentir que todo lo que se diga sobre ellos corre el riesgo de un desacierto, que se incurre de manera precipitada y tosca en lo que la reflexión ha omitido con cuidado; que seremos capturados por la palabra que se trataba, precisamente, de no decir", escribió Diego Tatián. "Zahorí de altísima sensibilidad cultural, la escritura gonzaliana detecta en el barullo vocinglero de la discusión política argentina los precipitados inadvertidos de discusiones más antiguas, o nombres olvidados que entran, de la manera más natural, en la conversación de los vivos y los muertos cuyo objeto de disputa es la Argentina”.
El presidente Néstor Kirchner lo llamó al bar Británico para ofrecerle la subdirección de la Biblioteca Nacional, que dirigió en una primera instancia Elvio Vitali entre 2004 y 2005. Después el director fue Horacio, que defendía un pensamiento libertario con fuerte herencia en la cultura nacional, entendida en sus manifestaciones más densas. Conversador persistente que negociaba hasta el cansancio, se apropió de todas las tradiciones y esquivó maniqueísmos. Sólo Horacio pudo ser un funcionario libertario que logró transformar la Biblioteca innovando en los legados. Volvió a editar la revista La Biblioteca, fundada por Paul Groussac; rescató de “la lenta omisión que traen el tiempo y el olvido de los hombres” títulos como Vidas de muertos, de Ignacio Braulio Anzoátegui; Vivos, tilingos y locos lindos, de Francisco Grandmontagne, y El idioma nacional, de Lucien Abeille; publicó ediciones facsimilares de revistas de diversas corrientes ideológicas y políticas como Contorno, La Rosa Blindada, Pasado y Presente, Arturo, Poesía Buenos Aires, Fichas, Letra y Línea y Literal, entre otras. Durante su gestión se inauguró el Museo del Libro y de la Lengua (2011), que estuvo a cargo de María Pía López primero y que ahora dirige María Moreno.
El desacuerdo entre el perfil y la misión de la Biblioteca Nacional resultó irreconciliable. El historiador Horacio Tarcus renunció como subdirector a fines de diciembre de 2006 porque entendió que Horacio defendía un modelo de Biblioteca centrado en sus actividades culturales, mientras que Tarcus ponía el eje en la modernización de la gestión bibliotecológica. El funcionario libertario, en el filo de la disidencia, nunca dejó de escribir. ¿Cómo hacía para gestionar una institución tan compleja y a la vez encauzar el torrente ensayístico? Durante la primera década del siglo XXI publicó La crisálida. Metamorfosis y dialéctica (2001), Filosofía de la conspiración. Marxistas, peronistas y carbonarios (2004), Los asaltantes del cielo. Política y emancipación (2006), Escritos en carbonilla. Figuraciones, destinos, relatos (2006), Perón: reflejos de una vida (2008) y El arte de viajar en taxi (2009), entre otros libros.
Como si no fuera suficiente, en 2008 estuvo entre los intelectuales que crearon Carta Abierta. Horacio tensó hasta lo indecible los nudos de la trama oficialista entre el apoyo al kirchnerismo y un fuerte cuestionamiento, como cuando asumió César Milani como jefe del Ejército o cuando Jorge Bergoglio devino el Papa Francisco. La relación entre literatura y política fue, es y será conflictiva. Horacio criticó que Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura 2010, haya sido elegido en 2011 para inaugurar la Feria del Libro, en una carta dirigida al presidente de la Cámara Argentina del Libro (CAL). La entonces presidenta de la Nación, Cristina Fernández, le pidió al director de la Biblioteca Nacional que retirara esa carta y le planteó que esa discusión “no puede dejar la más mínima duda de la vocación de libre expresión de ideas políticas en la Feria del Libro, en las circunstancias que sean y tal como sus autoridades lo hayan definido”.
Se lo acusó de “autoritario”, de querer censurar la palabra de un escritor que piensa distinto, justo la práctica intelectual y política contraria de Horacio, que siempre consideró los argumentos del Otro. Vargas Llosa aprovechó la equivocación. “Los intelectuales kirchneristas comparten con aquel general (por Albano Harguindeguy, que censuró sus libros La tía Julia y el escribidor y Pantaleón y las visitadoras) cierta noción política de la cultura y del debate de ideas que se sustentan en un nacionalismo un tanto primitivo y de vuelo rasero”, escribió el Premio Nobel de Literatura en el diario El País de España. “Donde usted, Vargas, ve barbarie, hay civilización”, le contestó Horacio en un extenso artículo publicado en Página/12. Había un entusiasmo sostenido en las intervenciones públicas de Horacio, una responsabilidad y un compromiso que lo desvelaba. Polemizaba, escribía ensayos y novelas; participaba en congresos, charlas, encuentros. El mismo año de la disputa con Vargas Llosa, en la misma Feria del Libro, presentó Kirchnerismo. Una controversia cultural.
Rumiar ideas
El peronismo y sus liturgias lo empujó también a escribir su primera novela, Besar a la muerta (2014). La chispa del asado convoca a una comunidad conversante de roedores. El anfitrión es el padre Poggi, un sacerdote nihilista que atiza el fuego de la lengua al tiempo que lucha por desentrañar algunas de las frases señeras del sacerdote Hernán Benítez, el confesor personal de Evita, en una carta que le escribió a Blanca Duarte. Si lo más densamente humano es coincidir alrededor de un lecho en el momento de la muerte, la deriva de las conversaciones, con toques diestros y calculados de un humor sarcástico, incluirá otras dos cartas –de Juan Domingo Perón a John William Cooke y de Salvadora Medina Onrubia a Evita– como puntadas del bordado textual de la tragedia nacional y sus posibles interpretaciones. Completa el elenco de conversadores el ex fraile Santiesteban y el escéptico profesor universitario Juan Carlos Rupestre, especialista en Max Weber. Larga será la noche, en la parroquia de Floresta, para estos tres personajes. “Espectros”, se los llamará en una instancia del escrito, manuscrito o “noveleta conversacional”.
Horacio explicaba lo de “noveleta” como una necesidad de anticiparse con una denigración previa. “A lo largo de todo lo que escribí buscaba confundir respecto de quién estaba hablando y quién era el poseedor de la palabra -decía el escritor y ensayista-. O sea que utilicé técnicas denigratorias. Cuando las escribe uno mismo sobre lo que hace, invita a un dilema porque nadie puede creer que una persona se denigre en relación con lo que hace de una manera tan tajante. Se me ocurrió que una forma de proteger lo que uno escribe es considerarlo un arte menor. La novela conversacional es parienta del bildungsroman, pero el bildungsroman es prestigioso y la novela conversacional no”.
¿Qué se puede escribir en cautiverio? ¿Qué queda del hombre cuando es sometido a las formas más extremas del terror? Estas son algunas de las preguntas que surcan las páginas de Redacciones cautivas (2015), su segunda novela en la que explora un tema complejo: la colaboración de las víctimas con sus captores en los campos de concentración. “Informaré reservadamente de mi nombre. Joseph Albergare. Enfermo, enclaustrado, viejo. Mi profesión fue el periodismo. Dirigí dos diarios. El mío y el de los otros (...) No sé si era libre cuando fui obligado o si era cautivo cuando creí estar libre. Fui torturado, y eso no me excusa”.
En Tomar las armas (2016), su tercera novela, el narrador, un profesor de historia apodado Echeverría, reflexiona sobre la lucha armada en los 70: “Algo que se hacía 'sin querer hacerlo', que se hacía al margen de la voluntad pública, esa que nada sabe de los inesperados desgarramientos internos. Se hacía solo si se estaba obligado por una situación en que el abandono de las profesiones reales (abogados, novelistas, poetas, ingenieros, médicos) era sentido como una penosa expropiación. Algo a lo que nos llamaba un deber superior, una excepción dolorosa. El emplazamiento a abandonar lo que se era, en nombre de algo más sublime que ya será, y que se presentaba como un reclamo inesperado, mutilado por su propia desesperación”.
Después de diez años intensos como director de la Biblioteca Nacional, de diciembre de 2005 hasta diciembre de 2015, Horacio regresó, invitado por el actual director, Juan Sasturain, para reactivar el Departamento de Publicaciones y retomar la edición de libros en papel. De marzo de 2019 a noviembre del mismo año fue director de la filial argentina de la editorial Fondo de Cultura Económica (FCE). Y siguió escribiendo y publicando por Colihue, la editorial en la que están la mayoría de sus libros, Traducciones malditas (2017) y La Argentina manuscrita. Cautivas, malones e intelectuales (2018). Entre los reconocimientos y distinciones que recibió se destacan el Doctor Honoris Causa otorgado por la Universidad Nacional de La Plata, el Doctor Honoris Causa de la Universidad Autónoma de Entre Ríos, el Premio José María Aricó de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, y fue declarado Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires.
Una frase de Lacan podría condensar también la intención de Horacio: “No escribí mis Escritos para que se los comprenda, los escribí para que se los lea”. Cuando se lo leía, muchas veces se le demandaba “claridad” a través de un interrogante indulgente: “¿qué quisiste decir?”. Lengua díscola, la de Horacio, porque no se domesticaba ni se sometía a los designios de una legibilidad regida por la ilusión de la transparencia. La escritura de sus ensayos y novelas se emancipaba de la comprensión inmediata. Las palabras, las tramas textuales, dicen mucho más de lo que dicen. En el movimiento de su escritura producía desvíos y abría caminos. Nadie como él supo estar “dentro” y “contra”, una suerte de dialéctica que nunca alcanzaba una síntesis. Desplazó la disidencia de los márgenes hacia el centro, un corrimiento sutil, que en vez de impugnar propiciaba los pliegues, la lectura entrelíneas. La muerte del intelectual que generaba intensas comunidades duele en el alma.
Sensibilidad y brillo intelectual
Cómo escribir sobre Horacio González
Cómo escribir, mientras la tristeza me recorre el alma, sobre alguien que hizo de la escritura un arte sublime. Que transformó su pasión argentina en una aventura intelectual construida desde la intensidad de un lenguaje único, laberíntico, exuberante y de una belleza que desafía la inteligencia de los lectores. Cómo escribir de alguien que hizo de la enseñanza una experiencia capaz de conmover a miles de estudiantes. Cómo escribir de alguien que le dio a la palabra “maestro” una nueva significación convocando, en su larga y prolongada caminata universitaria, a varias generaciones de discípulos que disfrutaron de su generosidad. Cómo escribir de alguien que vivió con una intensidad y compromiso desbordante la larga travesía de un país siempre en estado de provisionalidad, de crisis y de esperanza. Cómo escribir de alguien que cultivó la amistad como si fuera una obra de arte, atravesada por conversaciones infinitas, escuchas persistentes y comprensivas, complicidades capaces de conjurarse para diseñar mil proyectos de revistas, de cátedras, de espacios políticos, de congresos contra académicos. Cómo escribir sobre alguien que fue construyendo su andadura acumulando bibliotecas enteras en su acervo de lector infatigable; de alguien que hizo de la erudición un gesto de humildad mientras nos dejaba sin respiro a sus lectores entusiasmados tratando de seguirle la pista a sus pesquisas que podían surcar geografías muy diferentes. Cómo escribir de alguien que hizo del peronismo la materia desbordante de sus indagaciones interminables, que supo interpelarlo con una agudeza y una originalidad inigualable al mismo tiempo que lo vivió en la plenitud y en el desconsuelo del entusiasmo político. Cómo escribir de alguien que nunca renunció a un lenguaje y a una escritura copiosas -algunos dirían “barrocas” creyendo que lo disminuían- y que jamás subestimó la inteligencia de sus lectores ni buscó quitarles su dimensión emancipadora. Cómo escribir de alguien que prefería el anacronismo a las modas pasajeras, que elegía las causas perdidas a los dispositivos legitimadores. Cómo escribir sobre alguien que sentía en carne propia la tragedia de nuestra época y que buscaba la clave que le permitiese descifrar el misterio de nuestra deriva histórica. Cómo escribir sobre alguien que construyó un estilo único, inclasificable e imposible de imitar porque, eso lo sentía y lo expresaba, un estilo es el cuerpo del escritor, su encarnación, su idiosincrasia, su personalidad y su concepción del mundo. Cómo escribir de alguien que llegó a la Biblioteca Nacional, la de Groussac y Borges, y la cambió para siempre convirtiéndola en un eje de la vida cultural y en un espacio vital en el que los libros, satisfechos, se sintieron partícipes de un jolgorio de lecturas, músicas, exposiciones, presentaciones, debates políticos, simposios internacionales sobre cine, teatro, poesía, filosofía, arquitectura, ciudades y cuanto tema y cuestión cayeran en el radar de un hombre infatigable a la hora de hacer del edificio diseñado por Clorindo Testa el sitio más espléndido para dejar que la cultura volara cada vez más alto. Cómo escribir de alguien que habitó los bares de Buenos Aires, que hizo de ellos un lugar imborrable, espacio del encuentro con los amigos, de conversaciones guarecidas por la serenidad nocturna y que se convirtieron esos bares, para él, en su lugar de lectura y escritura, en su propio vientre materno.
Cómo escribir de Horacio González sin detenerse en cada una de las estaciones de su vida, en cada uno de esos lugares que frecuentó y en esos espectros -sus amigos, como Roberto Carri, David Viñas, León Rozitchner o Nicolás Casullo, apenas para citar a algunos- con los que nunca dejó de conversar. Acaso con Horacio se va el último de quienes constituyeron un mundo intelectual, político y cultural que se ha desvanecido. Un mundo en el que la pasión de la revolución se entrecruzaba con la búsqueda de la palabra justa capaz de darle al poema, a la novela o al ensayo su potencia y su esplendor. Un mundo en el que se podían encontrar lo plebeyo de un ideal justiciero con la urdimbre refinada de un lector de alturas. Un mundo que incluía a su Villa Pueyrredón de infancia y adolescencia con sus inolvidables conferencias parisinas sobre “retórica y locura” en las que elaboró una teoría de la cultura argentina. Cómo escribir de alguien que, como dijo sabiamente Mauricio Kartún, “es como un relámpago, en un instante breve ilumina un territorio y cuando desaparece, la imagen queda inscripta adentro tuyo”. Eso produce Horacio en quien lo escucha. Su hablar espiralado que va desgranando un tumulto de ideas y de imágenes que siguen fluyendo en quien lo escucha aunque el tiempo de la comprensión no deja de demorarse. Una huella que persiste, que no se borra, que nos hace recorrer el camino sin tener prisas para llegar a destino. Con Horacio uno sigue las huellas de una indagación que nunca termina. Internarse en sus libros constituye una experiencia prodigiosa, una aventura de la que no se vuelve al punto de partida. Un gozoso extravío.
Lo veo a Horacio hablando ante una audiencia numerosa, mirando hacia un punto lejano, dejándose llevar por la ondulación de sus frases, buscando la ilación de un pensamiento que se calienta de a poco y que termina creando un clima único y enigmático en el que cada uno de los que están atravesando la aventura de escucharlo siente que algo de esa prodigiosa inteligencia lo toca y lo inspira. Con Horacio González se va, quizás, el último de los grandes intelectuales argentinos. Alguien que supo conjugar la pasión política, la sed de emancipación e igualdad, el cultivo de la amistad construida como si fuera una torre de babel en la que todas las ideas y todos los idiomas se entremezclan gustosamente, y el maestro insobornable de causas nobles destinadas a galopar sin un destino cierto ni garantías de éxito. Con Horacio González se va una parte mayúscula de nuestro mundo. Sin su palabra, sin su escritura la época se vuelve más oscura e indescifrable.
La vida plena de un hombre genial
La despedida de José Pablo Feinmann a Horacio González
Amigos íntimos desde hace más de 50 años, compañeros de aventuras intelectuales y de las otras. El filósofo, escritor y periodista ofrece un texto desgarrado."Te tocaron vivir 'años interesantes', como dice la maldición china. Pero todo lo que viviste, bueno o malo, lo hiciste con una plenitud que era tu propia identidad."
Hace más de cincuenta años que conozco a Horacio. Salvo una que otra discrepancia, siempre estuvimos en la misma. A nadie creo haber admirado y respetado tanto como a él. Su erudición, su inteligencia eran deslumbrantes.
Nos conocimos sacando a luz la revista Envido. Fue en 1970. El primer texto que publicó fue Humanismo y estrategia en Juan Perón. Era difícil pero una frase justificaba todo: "El hombre es el centro de la política" escribió cuando la destrucción del humanismo estaba de moda.
Te quise mucho. Fuiste un auténtico grande, Horacio. Muy pocos conocí como vos. La vida no fue justa con vos ni con nuestra generación, la que Kirchner definió como "diezmada". Casi ninguno o ninguno de nuestros sueños se cumplió. Pero siempre seguiste empujando la historia.
Está mal que mueras así. Por culpa de este virus maldito. En la cama de un hospital y con un respirador. No sé de qué otra forma podrías haber muerto. De ninguna. No te imagino muerto. Pero tu muerte es real y es también el fin de muchas cosas. Sólo puede ser peor la vida sin vos. Peor de lo que ya fue. Te tocaron vivir "años interesantes", como dice la maldición china. Pero todo lo que viviste, bueno o malo, lo hiciste con una plenitud que era tu propia identidad.
Insisto: te quise mucho, Horacio. Esperame. No voy a demorar. Así lo siento hoy, ahora, mientras escribo estas líneas tristes, esta despedida.
Una vida para intentar construir una sociedad más vivible
Horacio González, el conjurado
En estos días pensamos en respirar, con él, a su alrededor. Como él respiró con nosotrxs, abriéndonos el aire posible para que nos inventemos unas vidas dignas de ser vividas. Él, que en las aulas, nos enseñó que había un modo de amar lo que hacíamos y de buscar justicia en cada acto de lectura y amistad en cada conversación. Él, que nos trató como iguales, nos hizo iguales, en cada palabra y cada escrito. Pensamos que debíamos respirar, conspirar, para que sus pulmones respiren. Fuimos miles en pequeñas fogatas en las que ardía el deseo de retenerlo entre nosotres. Miles respirando para que sus pulmones no dejarán de hacerlo. Un campo de alveólos colectivos, un deseo. Porque la vida de Horacio González no fue la de un individuo que trazó un surco solitario. Fue la del conspirador, la del conjurado, la del revolucionario, la del que no dejó un segundo de intentar construir una sociedad más vivible.
Fue el intelectual más potente de estas tierras, el escritor de obras preciosas y el funcionario más osado que dirigió una institución pública. Lo suyo fue la imaginación política, capaz de abrir, sin cesar, posibilidades para todxs. ¿Cómo pensarlo en ausencia, a él que fue toda presencia? Entre sus últimos artículos, hay uno en la Tecla Eñe en el que dice que un modo de militar es llorar en silencio: llorar por las desdichas que acontecen y por el balbuceo de nuestras políticas para encararlas. No imagino este país sin la palabra de Horacio. Su falta no será algo que nos acontece a quienes compartíamos la conversación cotidiana, sino un aire que hacía a este país un poco más justo. Horacio González, hasta la victoria que este pueblo se merece.
*Socióloga, escritora.
Fuente:Pagina12
22/06/2021 - SEMBLANZA
Horacio González y la militancia como forma de construcción colectiva y solidaria
El intelectual que falleció este martes supo compatibilizar la actividad académica con la función pública en su cargo de director de la Biblioteca Nacional y su participación en el espacio Carta Abierta.
Los asuntos públicos de su patria nunca le fueron ajenos a Horacio Luis González: a lo largo de su vida esas preocupaciones tomaron la fuerza de la pasión por lo colectivo como herramienta de intervención a través de la participación estudiantil, la militancia barrial, la actividad académica, la función como director de la Biblioteca Nacional o el armado de un espacio de intelectuales como Carta Abierta para pronunciarse a través de la palabra escrita y pronunciada siempre en voz alta.
En los años sesenta su militancia social y popular abrazó al movimiento peronista como espacio de debate y transformación, cuando se había generado una resistencia que retomaba banderas y luchas logrando desafiar con empeño la proscripción y los decretos que pretendían borrar los nombres de Perón o Evita.
Nacido el 1º de febrero de 1944 en el Hospital Pirovano de Coghlan, González estudió en el colegio comercial de Villa Devoto por indicación de su abuelo, un italiano que trabajaba en la estación San Martín como ferroviario y era clarinetista de la orquesta popular de Recanati, y pretendía que su nieto fuera contador.
Pero en los últimos años del secundario tomó la decisión de pasarse al Colegio Nacional Sarmiento, donde empezó su interés por la política e integró el centro de estudiantes. Con su grupo se denominaban liberales, se oponían al grupo armado Tacuara y contaban con el apoyo de profesores a los que González caracterizaba como grandes influencias, a diferencia de lo que sucedía con los universitarios con los que consideraba que establecía una relación de debate.
Ensayista y escritor, González hizo el curso de ingreso de sociología en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. En esos años de estudio reconocía las clases de José Luis Romero, Halperín Donghi o de Roberto Carri, de quien se hizo amigo. En ese tiempo como estudiante hubo encuentros claves con ferroviarios socialistas en bares de Boedo cercanos a la universidad en los que el peronismo encendía los debates.
Entraba a la facultad de incógnito, porque ya había una intervención y su nombre estaba entre los que tenían el ingreso prohibido.
Su primer trabajo fue como bibliotecario, en la carrera primero y en la Facultad de Psicología después por recomendación del poeta y periodista Alberto Szpunberg; mientras la política atravesaba sus días en Tendencia Antiimperialista Universitaria (TAU) y en la agrupación Línea Izquierda Mayoritaria (LIM).
Militó en las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAP) pero no se adaptó a lo que implicó la vida como clandestino y pasó al Movimiento Revolucionario Peronista (MRP), que lo tuvo como responsable de una unidad básica en el barrio de Flores mientras ese espacio confluía en Montoneros, de donde se fue en 1973.
El ensayista, sociólogo, escritor y docente protagonizó la conocida "movilización de los basureros", una demanda que tomó forma ante el planteo de un grupo de trabajadores con los que organizó en los barrios del Bajo Flores, el gran vaciadero de la Ciudad, el reclamo por la sindicalización y el pase al control público cuando cayó el gobierno de Héctor Cámpora.
En ese momento, el negocio de la basura se concentraba en una empresa privada llamada Maipú que contaba con corralones municipales y ese nombre transformó la movilización en "la batalla de Maipú" para los impulsores, quienes tomaron los corralones, desviaron los camiones, sitiaron el centro bajo la presidencia de Lastiri y lo llevaron en andas a González por Avenida de Mayo.
No le gustaba referirse a quienes se destacaban por su militancia y su capacidad de conducción como "cuadros", según dijo en un testimonio producido por la Biblioteca Nacional en el que también confesó que pensó a esa institución como un pequeño modelo de Estado libertario y que el kirchnerismo aceptó eso.
Ya en el 74 cuando Montoneros pasa a la clandestinidad, Horacio siguió en las unidades básicas y lejos de esa agrupación tuvo un breve paso por la JP Lealtad. Entre el 73 y el 76 dio clases en una materia introductoria de la carrera de Económicas, por la que pasaron 10 mil alumnos.
Estuvo preso en Devoto, días en la superintendencia de seguridad federal y en 1976 sin estar militando orgánicamente lo detuvieron y apresaron durante 6 meses en el Departamento Central de Policía con una causa que fue remitida al Consejo de Guerra del Ejercito, que al igual que la Justicia Federal se declaró incompetente.
Cuando lo liberaron se exilió en Brasil, específicamente en la ciudad de San Pablo donde ejerció la docencia hasta regresar a la Argentina en 1983.
"No es posible irse en calma de ningún país, ni del propio ni del ajeno, porque siempre nos acecha la temible demostración de que el ajeno se hace propio y el propio ajeno. Sin embargo se dejan hilachas por todos lados, único resguardo frente al hecho de que la vida se parte en franjas, con fuertes vallas entre tramo y tramo", dijo en el epílogo de La Voluntad, la monumental obra sobre la militancia en los 70 que escribieron Eduardo Anguita y Martín Caparrós y en la que González es una de las voces que le imprimen testimonio.
La vuelta a la Argentina lo encontró con un Doctorado en Ciencias Sociales y la incomodidad con el término "exiliado", ya que sostenía que lo incomodaba esa palabra para denominar su tiempo en Brasil comparado con lo que habían tenido que vivir otros compañeros.
Tampoco le gustaba el término "vecino" para denominar a los participantes de esas asambleas que se formaron después de la crisis diciembre del 2001 porque pensaba que ese nombre era "una forma de diluir la historia".
González vivió las jornadas de movilización del 2001 en la calle, fue hasta Plaza de Mayo el 19 de diciembre a la noche, compartió con un pueblo movilizado esas horas de protesta ante un gobierno que recortaba salarios, reprimía y bajaba jubilaciones y al otro día fue a tomar examen y volvió a la Plaza. En ese tiempo histórico se sumó y participó en las asambleas de San Telmo, Parque Lezama y Parque Centenario.
Su recorrido político lo llevó a ser director de la Biblioteca Nacional durante una década (2005-2015) a partir de un llamado del entonces presidente Néstor Kirchner. Incómodo con la idea de "cargo", asumió su responsabilidad sin solemnidades y aceptando las polémicas y extendiendo las fronteras de lo posible y esperable para la vida de esa institución.
"González no es un francotirador, sino un fundador de tribus. Tribus que se fragmentan, a veces se dispersan, otras se vuelven familia, se institucionalizan, se superponen con otros agrupamientos. Van de aulas a cafés, de bares a bibliotecas, de anaqueles a mesas redondas, de charlas a asambleas, de reuniones a asados, de comidas a clases", escribió la ensayista, docente y socióloga María Pía López en el libro que le dedicó, "Yo ya no".
En esos años no solo lo acompañó en esa responsabilidad al frente de la Biblioteca Nacional sino que también fue una de sus compañeras en el espacio Carta Abierta, conformado por un grupo de intelectuales, entre los que estaban Nicolás Casullo, Ricardo Forster y Jaime Sorín, que decidió tomar la palabra pública a través de documentos colectivos ante la disputa por la renta agropecuaria.
"Un espacio signado por la urgencia de la coyuntura, la vocación por la política y la perseverante pregunta por los modos contemporáneos de la emancipación", se podía leer en la primera de las Cartas que comenzaron a circular en 2009, durante el primer mandato de Cristina Fernández de Kirchner.
Si entró a la Biblioteca incomodo con la idea de "cargo", se fue con una despedida emotiva, informal y ruidosa de parte de trabajadores, trabajadoras y colegas con discursos de los delegados sindicales que lo saludaron con un "hasta luego, compañero".
A ese lugar volvió con la vuelta al poder del peronismo y con Juan Sasturain como director, quien lo convocó a tomar la responsabilidad del sello editorial de la casa.
Un personaje de su novela "Besar a la muerta" dice que "no hay pacto social sin sacrificio, no hay religión sin sangre, no hay sociedad organizada sin asado"y para González no hubo escritura sin política ni tiempo histórico sin militancia.
22/06/2021 - SU GESTIÓN EN LA BIBLIOTECA NACIONAL
Despertar una institución y hacerla casa crítica de cultura
En su gestión de una década al frente de la Biblioteca Nacional, el intelectual promovió la "multiplicidad de pensamientos", la apertura hacia lo popular y el rescate de revistas emblemáticas.
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