18 de julio de 2021

OPINION.

 Opinion

Otra guerra desastrosa

18/07/2021

La semana pasada celebrábamos en esta columna los cincuenta años de la edición de «Blue», el maravilloso disco de Joni Mitchell. Hoy, continuando con las efemérides de medio siglo atrás, recordamos un hecho bastante menos placentero y estético: fue en junio de 1971 que el entonces presidente de EEUU, Richard Nixon -luego depuesto tras el escándalo de Watergate- declaró su guerra contra las drogas, «el enemigo público número uno» según su retórica de cowboys.

Gallinero.

Como suele ocurrir en estos casos, lo que empezó como un asunto interno de los EEUU, se derramó luego hacia el sur, por aplicación de la ley del gallinero, sobre todos los países latinoamericanos. Un poco al modo que hoy importamos otras aberraciones jurídicas como los «arrepentidos» y las «delaciones premiadas» que constituyen el centro mismo del sistema de persecución política denominado «lawfare» (aquí también se usa la terminología bélica).
No es que antes no hubieran leyes que penalizaban el tráfico, consumo y tenencia de drogas en los Estados Unidos. Pero nunca se habían generalizado de esta manera. Las viejas prohibiciones de la primera mitad del siglo XX estaban focalizadas en las minorías raciales, como los chinos en California (opio), los negros del Sur (cocaína) o los mexicanos en el Medio Oeste (marihuana).
El resultado de esta «guerra», conforme cualquier estimación, ha sido un portentoso fracaso. No sólo por la enorme cantidad de vidas malogradas con largas sentencias de prisión por el sólo hecho de cargar un porro en el bolsillo, sino sobre todo, porque lejos de disminuirse el problema del consumo y la adicción, se potenció un negocio ilícito de recursos siderales, que en más de una ocasión ha puesto en jaque a los propios estados. La razón es obvia: el narcotráfico es una expresión pura del capitalismo, y así lo han entendido los bancos internacionales como el HSBC, que se prestaron solícitos para lavar dinero proviniente de esas actividades ilegales.

Límites.

Cincuenta años después, está claro que nos movemos hacia un escenario en que las drogas pasarán a tener un lugar social más acorde con la historia de los milenios anteriores, y se encararán, en todo caso, como un problema de salud pública, no de política criminal. En ese sentido apuntan, entre nosotros, los fallos de la Corte Suprema descriminalizando la tenencia de drogas para consumo personal, o la ley que promueve el uso medicinal de la marihuana. Está el caso de Uruguay, donde la legalización de esa planta es total. Y están los casos como el estado de Oregon, que -plebiscito mediante- ha legalizado el consumo personal incluso de drogas «duras» como la heroína o la meta-anfetamina.
Lo que no está claro es cómo, y hasta qué límite, volveremos a convivir con las drogas hasta ahora ilegales. Con el tabaco, establecido su potencial cancerígeno, establecimos fuertes restricciones para los fumadores, sobre todo en lugares públicos, y fuertes multas a las compañías tabacaleras por su publicidad engañosa. Con el alcohol, otra droga legal y ampliamente difundida, ya están en vigor (y con tendencia al crecimiento) limitaciones a su consumo por parte de menores, y de conductores de vehículos.
Es razonable asumir, de todos modos, que el proceso no parará meramente en el uso medicinal, ya que, al menos en algunas personas, la búsqueda de estados mentales alterados es una propensión inevitable. Esto sea dicho no sin señalar el desatino que ha representado demorar durante medio siglo la investigación científica sobre los efectos terapéuticos del cannabis, e incluso de algunas drogas alucinógenas que están dando sorprendentes resultados en el tratamiento de distintas patologías psiquiátricas.

Sorpresas.

El nuevo escenario ya ha comenzado a deparar sorpresas. La legalización total del cannabis en Canadá, por ejemplo, ha demostrado que contra los pronósticos agoreros de siempre, la gente no salió en masa a consumir desenfrenadamente. Muy lejos de ello, muchos de los noveles productores han comenzado a experimentar dificultades ya que el mercado de consumidores no tiene la magnitud anticipada.
Otra novedad en este terreno es el cambio en la percepción de las adicciones. Nuevos estudios han demostrado que existe una gran mayoría de personas que, incluso sometiéndose a consumos sostenidos de drogas «duras» o adictivas, no sucumben a esa amenaza. De hecho, está comenzando a estudiarse la posibilidad de que las adicciones no sean en realidad una enfermedad, sino un síntoma de otras dificultades, como el trauma, la inadaptación social, la depresión o las carencias económicas.
Si la arqueología nos enseña que la humanidad ha convivido con drogas desde sus albores, la antropología puede mostrarnos algo más revelador aún: la sabia relación que hoy guardan los pueblos originarios con estas poderosas sustancias, relación en la cual la preparación, las expectativas y -sobre todo- el contexto, son cruciales para la experiencia. Casi siempre el «contexto» involucra alguna forma de ritual dirigido y de espiritualidad, un poco a la manera de los cultos que obtuvieron su legalización en EEUU y por ende han venido teniendo acceso irrestricto a drogas como el ayahuasca o el LSD.
Para quienes no tienen tendencias religiosas, ya están comenzando a diseñarse centros de experiencias psicodélicas tipo «spa», con dirección médica y contención, para minimizar la posibilidad de «malos viajes»…
El futuro es incierto, y probablemente algunas personas seguirán teniendo problemas con las drogas. Lo que sí sabemos es que la clandestinidad de ese mundo no ayudaba en nada al tratamiento. Ya sabemos cómo fue la «guerra» contra las drogas. Tal vez sea tiempo de darle una oportunidad a la paz.

PETRONIO

Fuente:LaArena

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