Por Jorge Pinedo *
No lo saben, pero lo hacen
Karl Marx, El Capital, cap I.
En cuanto bajaron de los barcos, en el siglo XVI, los conquistadores españoles no demoraron en tildar a los pueblos originarios que habitaban el continente americano de salvajes, impíos, promiscuos, en fin, multitud de calificativos. Lo que en la actualidad se denominaría autobombo, versión autorreferencial de una campaña de prensa casera. Ignoraban, entre tantas otras cosas, que con aquellos epítetos, por oposición, se estaban definiendo a sí mismos como adalides de la civilización, portadores de la verdadera fe, defensores de la auténtica moral, en ese orden. Nada muy diferente del discurso de los dictadores cuando hablaban de subversivos, apátridas, ateos, marxistas, etc., que los colocaba como representantes de la legalidad, patriotas, defensores de la única fe, fascistas, neoliberales; es decir lo que resume el eslogan occidental & cristiano y lo que la historia se encargó de demostrar. Magia berreta de los antónimos que el pensamiento riguroso hace herramienta de conocimiento al definir enunciado y enunciación. Algo así como “dime lo que dices del otro y descubrirás tu alma”. Como los toscos invasores de hace cinco siglos o la torpe milicada reciente, no es improbable que quien se lance a calificar con tamaña vehemencia ignore hasta qué punto se desnuda el propio pensamiento. Inconsciencia que en absoluto releva la responsabilidad.
Con ribetes nada trágicos, la herramienta supo ser aplicada a partir de los ’70 para analizar las telenovelas que, en su pretensión realista, mostraban cómo un sector social (la pequeñoburguesía que proveía de guionistas) veía a las restantes clases. De tal modo, una supuesta aristocracia estaba poblada por señores de corbata y batas de seda tomando whisky, los trabajadores eran pobres pero honrados, los malvivientes tenían pinta de tangueros y los intelectuales nunca zafaban de la polera negra y el aire tuberculoso. Caricaturas al fin, pero didácticas a la hora de describir un espectro cultural en épocas donde no era preciso parecer políticamente correcto y Alberto Migré fundaba entrañables estereotipos.
En estos tiempos de espectro social descuajeringado y batallones de escribas detrás de cada tira televisiva, la impronta ideológica resulta más transparente en los contenidos de la publicidad. Como los taxistas y remiseros en su mayoría expulsados de la producción formal, el gremio de los creativos publicitarios (como los periodistas, odontólogos y telemarketers) obtiene personal proveniente de los sectores aledaños a la clase media para reunirlos en una suerte de etnia transitoria ritualizada en el consumo fashion, convencida de que crean tendencia. Si bien hay piezas publicitarias que rozan –hay que reconocerlo– la obra artística, buena parte son al menos ingeniosas. No en vano la publicidad argentina está caracterizada como una de las más creativas del mundo... por los propios publicitarios. Sin restarle eficacia, talento y hasta belleza, muchas si no todas de estas piezas muestran en sus contenidos la hilacha ideológica. No exclusivamente del equipo creativo que las produjo, pero sí de una franja de la sociedad que tanto le da cabida como la legitima en forma acrítica. Colectivo social formado durante el menemismo (en tanto materialización de los ideales de la dictadura) y regado por el neoliberalismo, acaso sin saberlo transmite pautas, criterios, modelos. Pues la publicidad se desempeña, al menos, en dos planos. Por un lado está su producción manifiesta: la pieza publicitaria, el comercial como materialidad con su factura técnica, su argumento, su estética, soporte y eventual eficacia; su producto, destinado a ser objeto de intercambio en el mercado. Por otro emerge lo que reproduce: el universo ideológico en el que conjunto está inmerso, la idea que los productores tienen de sí mismos y de su relación con el mundo. Repasemos algunos botones de muestra.
Dentro de lo más light en pantalla, el comercial “Invisible” del Peugeot 307 (de la agencia multinacional RSCG) hace uso tanto de la última tecnología como de un dispositivo neurótico tendiente a ahuyentar el displacer. Los resultados son deslumbrantes. De la escena callejera se esfuman todos los medios de transporte, a excepción del auto que promocionan, con lo cual éste resume el conjunto de posibilidades de lo estético, ligado a lo placentero. Quitar lo que sobra y agregar lo que falta es la premisa que se agazapa como regla para lo cotidiano. Recorte de la realidad que niega una parte y ensalza otra, en forma semejante –salvando las abismales distancias– a cuando el dictador tucumano Antonio Domingo Bussi dispuso arrojar a los menesterosos fuera de las fronteras provinciales. Ni por asomo puede endilgarse a los creativos de RSCG ni a la marca francesa semejantes intenciones, muy por el contrario. Por los medios a su alcance resultan meros transmisores de un esquema que les antecede y dentro del cual habitan. La invisibilización cobra otra significancia en una cultura que sostiene semejante política con las minorías.
Menos naïf, más explícito es el comercial –hasta hace muy poco en el aire– concebido por la agencia Vegaolmosponce para el agua Eco de los Andes. Un trío de alegres ancianos –juventones, diría Gombrowicz– despliega envidiable vigor al trotar por escarpadas sierras. En un recodo divisan un auto detenido, descompuesto, con su joven conductor oteando por ayuda mientras en el interior se insinúa una figura presuntamente femenina, estática. Los viejitos se miran entre sí, toman ramas del suelo a modo de bastones y pasan simulando achaques junto al coche detenido, sin prestarle auxilio, claro. Una vez traspuesto el campo visual del joven conductor en problemas, los veteranos arrojan sus bastones y, entre risitas de burla, continúan con el footing. Paradigma de todo lo opuesto a la solidaridad, miserable sorna hacia el caído, apología de la más ventajera viveza criolla –en sentido borgeano–, hace de la impostura, cátedra. En tanto anécdota, rebasa el plausible juicio moral individual para legalizar en el foro unidireccional mediático una conducta. Relicto de esa porción de la estética menemista según la cual el individuo se eleva forzando el descenso del semejante, logra la proeza de hacer triunfar en lo catódico lo que los genocidas perdieron en lo político.
El grotesco es un género que se mofa de sí mismo sin desmentir lo que propone. Acaso en tal renglón pueda inscribirse el tríptico realizado por la agencia BBDO Argentina para la bebida energizante Gatorade. El esquema se reitera en los tres comerciales que se emiten en forma alterna por la TV abierta bajo un eslogan que se hace consigna política al articularse con las imágenes: “Para los jugadores de fútbol que trabajan de otra cosa”. Muestran, respectivamente, un tiernísimo maestro de jardín de infantes cantándoles a los niñitos, un adusto médico conferencista, un psicólogo aconsejando a una pareja. Intercalado a estas escenas, los tres varones argentinos participan de un sanguinario partido de fútbol. Trampean, roban pelotas, agreden, pegan, destruyen objetos, niegan sus faltas, ventajean a sus propios compañeros de equipo, discuten al árbitro lo indiscutible: un catálogo del doble discurso, tan caro a la corporación política vernácula. Sumado a un individualismo sin fisuras, el fútbol (la competencia en general y el deporte en particular, por extensión) es el escenario elegido donde se suspende toda norma de convivencia y pasa a prevalecer la ley del más fuerte. Darwinismo social que despliega la trampa de alojar en el orden natural lo que es arbitrio de la cultura. Más aún: el maestro (el que detenta el saber) cantor frente a sus alumnos, el catedrático de medicina (nada menos que el cuerpo entre la vida y la muerte) ante su público, el psicólogo (depositario de los meandros indecorosos) con sus pacientes, reproducen la posición del amo, y desde ese podio se autorizan a perpetrar estragos aun fuera de sus prácticas específicas, jugando a la pelota. (Luego, al calor del hogar, alguien se rasga las vestiduras parloteando sobre la violencia en las canchas.) Es entonces el lugar de quien detenta el poder omnímodo el que legitima cualquier verdura y, por sobre todo, su condición de amo, patrón, jefe, soberano, jefe, capanga, profesor titular o cabo primero.
Imaginar a la publicidad como un sujeto parado en un lugar de la corteza de este canino planeta en un tiempo determinado opera al modo de espejo, a veces deformante, algo opaco –es cierto–, que no refleja a nadie en lo personal pero sí a un conjunto en particular. Ejercicio que hace de la simple visión una mirada, fortifica el vapuleado músculo de la libertad, indispensable a fin de evitar deglutir sin al menos masticar los pucheros de sapo que tan apetitosos parecen detrás de cada vidriera.
* Antropólogo, psicoanalista, UBA.
(Fuente:Pagina12).
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