Durante el ataque a la Plaza de Mayo se tiraron “más de cien bombas, entre 9 y 14 toneladas de explosivos
Por Alejandra Dandan
Existe un hilo conductor entre el bombardeo a la Plaza de Mayo de 1955 y el golpe de Estado de 1976: hubo una continuidad política y nombres de personas que enlazan uno y otro momento. Esa es la conclusión más importante a la que arribó el Equipo Especial de Investigación del Archivo Nacional de la Memoria que durante los dos últimos años investigó por primera vez en 54 años la masacre del 16 de junio de 1955. El secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde, entregó ayer a la prensa el informe detallado con nombres, armas, datos de las más de cien bombas que se tiraron, localizaciones y un listado depurado de 308 víctimas identificadas de forma preliminar.
El documento de apenas ocho páginas es una revisión del caso y suma resultados de un meticuloso rastrillaje en archivos, diarios, registros de hospitales, morgues, cementerios, datos de la CGT y numerosos testimonios de familiares, enfermeros, historiadores y funcionarios de la época. A partir de esos datos, ahora se sabe, por ejemplo, cuáles son las zonas de la Plaza más bombardeadas o los misiles que se usaron. Pero como muchos de los responsables civiles y militares sobrevivieron con hidalguía a varios gobiernos y siguen en libertad, también se puede entender por qué durante tantos años la Plaza fue un lugar de muertos incómodos y anónimos.
El número de muertos identificados asciende hasta ahora a 308, de los cuales 183 tienen partida de defunción y 125 están sin partidas pero con otros documentos que vinculan la muerte al bombardeo. La cifra también reorganiza el dato original de 386 muertos, en una lista con errores y nombres repetidos.
Según el informe, en el bombardeo intervinieron miembros de la Marina y en menor medida de la Fuerza Aérea. El Ejército se mantuvo leal al gobierno por lo menos durante los siguientes tres meses. En “connivencia con sectores políticos y eclesiásticos”, las Fuerzas Armadas “descargaron sus bombas y ametralladoras” contra la población civil “como forma de implantar el terror y el escarmiento, para lograr la toma del poder”.
Se hallaron fotografías de aviones que llevaban pintados a mano sobre el fuselaje la sigla MR (Movimiento Revolucionario) y el signo “Cristo vence” con la cruz sobre la “V”. Tiraron “más de cien bombas con un total de entre 9 y 14 toneladas de explosivos”. La mayoría cayó en Plaza de Mayo y Colón, y la franja de terreno cerrado entre Leandro N. Alem y Madero, desde el Ministerio de Guerra (Edificio Libertador) y la Casa Rosada, hasta la Secretaría de Comunicaciones (Correo Central) y el Ministerio de Marina.
El objetivo era “bombardear la zona céntrica de la Plaza de Mayo, para matar al presidente Juan Domingo Perón, al precio de destruir la Casa de Gobierno con todos sus ocupantes”. Pero ese objetivo se desdibuja cuando el informe compara la cantidad y zona de los muertos: sólo 12 de las más de 300 víctimas mortales (4 por ciento) estaban adentro de la Casa de Gobierno. “Ahí impactaron 29 bombas, de las que estallaron 6. El resto de las bombas, proyectiles y fusiles semiautomáticos FN de fabricación belga que los infantes de Marina estrenaron ese día estuvieron dirigidos a la población.”
En el despliegue hubo tres centenares de civiles armados en Comandos Civiles. Serían apoyo en el asalto a la Casa Rosada y actuaron en acciones colaterales como la ocupación de la Radio Mitre, en donde lanzaron una proclama que dio por muerto “al tirano” Perón.
Una de las revelaciones más impactantes es indicio de por qué nunca se investigó la masacre. Duhalde dice que el propósito era “instaurar un triunvirato civil integrado por Miguel Angel Zavala Ortiz, dirigente de la UCR, Américo Ghioldi del Partido Socialista y Adolfo Vicchi del Partido Conservador”. Zavala Ortiz tripuló uno de los aviones, huyó en la aeronave a Uruguay como muchos otros, volvió después del golpe del 16 de septiembre y luego como canciller de Arturo Illia acordó con el gobierno brasileño frenar el primer retorno de Perón del 2 de diciembre de 1964. Años más tarde, durante el gobierno del radical Enrique Olivera en la ciudad de Buenos Aires colocaron su nombre a la placita de Leandro N. Alem y Rojas. En tanto, Ghioldi saludó un año después los fusilamientos de José León Suárez y fue embajador en Portugal de la dictadura de Videla.
Duhalde señala que el comienzo estuvo en el 17 de octubre de 1945, y de la alianza que integró la oposición a Perón: una “coalición política y oligárquica” auspiciada por el embajador de Estados Unidos Spruille Braden y el ex presidente de la Sociedad Rural Argentina Antonio Santamarina.
Pero hay otras piezas importantes: los nombres que atan 1955 con 1976. Los tres ayudantes del contraalmirante Aníbal Olivieri, ministro de Marina y jefe de la conspiración eran los capitanes de fragata Emilio Massera, Horacio Mayorga y Oscar Montes. Massera integró la Junta Militar después de 1976, Mayorga estuvo involucrado en la masacre de Trelew y Montes fue canciller de la dictadura. Los pilotos fugados a Uruguay fueron recibidos por Guillermo Suárez Mason, prófugo de la Justicia argentina desde su participación en el intento de golpe de 1951 y luego poderoso comandante del Primer Cuerpo del Ejército de la dictadura. Entre los pilotos y tripulantes de aviones estaba Máximo Rivero Kelly, acusado de delitos de lesa humanidad como jefe de la Base Almirante Zar de Trelew y de la Fuerza de Tareas 7 de la zona norte de Chubut. Horacio Estrada, jefe del grupo de tareas de la ESMA; Eduardo Invierno jefe del servicio de Inteligencia Naval en la dictadura; Carlos Fraguio, jefe de la dirección general naval en 1976 con responsabilidad en los centros de detención como la EMSA y la escuela de suboficiales de la Marina. También Carlos Carpineto, secretario de prensa de la Armada en 1976; Carlos Corti su sucesor y Alex Richmond, agregado naval en Asunción. De la Fuerza Aérea, Jorge Mones Ruiz fue delegado de la dictadura en la SIDE de La Rioja y Osvaldo Andrés Cacciatore luego fue intendente de la Ciudad de Buenos Aires.
OPINION
Genocidio y grupos nacionales
Por Carlos Slepoy
Ya he expresado en artículos anteriores las razones por las que se debe calificar como genocidio el cometido por la última dictadura. Prescindiendo ahora de esas argumentaciones y dado que en algunas de las sentencias que hasta ahora han sido dictadas no se califica como genocidio el crimen cometido por la dictadura militar, porque no habría sido un grupo nacional el afectado, es preciso analizar qué debe entenderse por grupo nacional.
El 2 de julio de 1985, ante la clamorosa evidencia del genocidio cometido por los jemeres rojos camboyanos entre 1975 y 1979 contra millones de otros camboyanos, el relator especial de las Naciones Unidas para Camboya, Benjamín Whitaker, emitió un informe en el que consideraba el hecho como un autogenocidio. La novedosa calificación tenía por objeto incluir el crimen en las previsiones de la Convención Internacional para la Sanción y Prevención del Genocidio que, recordemos, considera que sólo pueden ser objeto de genocidio los grupos nacionales, étnicos, raciales y religiosos. Siendo evidente que los grupos exterminados no lo habían sido por ninguna de estas características, ya que en general las compartían con el grupo agresor, estimó que el grupo nacional camboyano que ejerció la represión había decidido la eliminación de una parte de sí mismo. De ahí el neologismo autogenocidio. No habría dos grupos humanos diferenciados –constituidos cada uno de ellos por múltiples subgrupos–, sino que las diferencias se producirían en el propio seno del grupo. Unos miembros del grupo nacional camboyano decidieron que otros miembros del mismo grupo nacional no tenían derecho a la existencia y se propusieron erradicarlos, exterminándolos. El grupo nacional camboyano se habría, así, automutilado.
El genocidio camboyano sepultó la idea de que los grupos nacionales se definen por la nacionalidad de sus miembros como, por otra parte, había quedado explicitado en las reuniones preparatorias de la Convención. La posición de Whitaker constituyó un notable esfuerzo interpretativo, al que adscriben muchos juristas, para ampliar los estrechos límites que algunos han pretendido dar a la expresión “grupo nacional”.
Sin embargo, resulta manifiestamente insuficiente para develar cuál es en realidad la esencia del fenómeno genocida. Independientemente de las características del grupo agredido –minorías nacionales, grupos religiosos, étnicos, políticos, culturales, etc.–, siempre que se ha producido un genocidio, un grupo nacional se ha propuesto la eliminación de otro.
No es necesario recurrir a la ficción de que en un genocidio de grupos nacionales un grupo nacional se autoinmola parcialmente eliminando a una parte de sus propios integrantes. Lo cierto y revelador es destacar que en toda sociedad existen, y conviven, distintos grupos humanos con ideas, proyectos e intereses diversos que los diferencian de otros. Cuando uno de ellos decide que alguno de los otros sobra en la Nación y resuelve destruirlos, total o parcialmente, y para ello quiere y produce los distintos crímenes que señala la Convención para la Sanción y Prevención del Genocidio, estamos en presencia de un genocidio.
El de Argentina, como el de Camboya, fue un genocidio porque el grupo que lo perpetró tuvo la intención de destruir grupos humanos que formaban parte de la sociedad argentina compuestos en su mayoría por personas de nacionalidad argentina, pero también de otras nacionalidades. Lo que motivó el propósito de su destrucción fueron las características comunes que unían a sus integrantes y los conformaban como grupos humanos de la Nación Argentina. Ya fuera que sus integrantes se identificaran a sí mismos en esa común pertenencia, ya que les fuera atribuida por el grupo agresor, era necesario destruirlos para depurar la Nación y, sin ellos, construir la sociedad que los represores querían. En definitiva, un grupo nacional argentino decidió la destrucción de otro grupo nacional argentino. Lo mismo que ha ocurrido en todos los genocidios que en el mundo han habido y, desde luego, el que con similares características e iguales propósitos que en nuestro país se cometió en América latina. Esta interpretación acerca de qué debe entenderse por grupos nacionales parece la única razonable después de más de sesenta años de vigencia de la Convención sobre el Genocidio y la extensión del fenómeno genocida contra múltiples grupos humanos en distintos lugares del planeta.
Esclarece, además, los dos extremos de la relación. El grupo nacional agredido y el grupo nacional agresor. Este no sólo está integrado por quienes ejercen la represión sino por los que los inducen y con ellos participan en el propósito de crear una sociedad que, para el éxito de su proyecto, necesita la destrucción del grupo nacional incompatible con la misma.
Las consecuencias para nuestro país ya las conocemos. Que utilizando el aparato del Estado y a través del terrorismo que desde él ejercieron produjeron el genocidio, también. Y, también, que los civiles que promovieron y participaron del genocidio se adueñaron de todas las riquezas de la Nación durante y después del mismo y las siguen detentando. El momento histórico es propicio para revertir la situación.
Llama por eso la atención, entre otras cosas, que sólo los ejecutores directos –y sólo unos pocos– estén rindiendo cuentas ante la Justicia.
P.D.: Parece que nadie quiere dar solución al desguazamiento de las causas contra los genocidas, a los arrestos domiciliarios y libertades provisionales con que crecientemente se los beneficia, a la permanencia de jueces y fiscales cómplices de los mismos, a la inhumana desprotección de los testigos... La última perla es que se propone por el Poder Ejecutivo ante el Senado el nombramiento del Dr. Pedro Eugenio Simón como fiscal federal ante el Juzgado Federal de 1ª Instancia de Santiago del Estero. La primera en el concurso fue la Dra. Indiana Garzón y el Dr. Simón el segundo, pero no es esto lo más grave. La Dra. Garzón es una reconocida defensora de los derechos humanos y el Dr. Simón, un especialista en desalojos de familias campesinas. Múltiples organismos sociales y de derechos humanos, provinciales y nacionales vienen procurando, por ahora infructuosamente, que el nombramiento no se produzca. Esperemos que el reclamo popular sea más fuerte que los intereses que promueven este obsceno nombramiento.
Por Alejandra Dandan
Existe un hilo conductor entre el bombardeo a la Plaza de Mayo de 1955 y el golpe de Estado de 1976: hubo una continuidad política y nombres de personas que enlazan uno y otro momento. Esa es la conclusión más importante a la que arribó el Equipo Especial de Investigación del Archivo Nacional de la Memoria que durante los dos últimos años investigó por primera vez en 54 años la masacre del 16 de junio de 1955. El secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde, entregó ayer a la prensa el informe detallado con nombres, armas, datos de las más de cien bombas que se tiraron, localizaciones y un listado depurado de 308 víctimas identificadas de forma preliminar.
El documento de apenas ocho páginas es una revisión del caso y suma resultados de un meticuloso rastrillaje en archivos, diarios, registros de hospitales, morgues, cementerios, datos de la CGT y numerosos testimonios de familiares, enfermeros, historiadores y funcionarios de la época. A partir de esos datos, ahora se sabe, por ejemplo, cuáles son las zonas de la Plaza más bombardeadas o los misiles que se usaron. Pero como muchos de los responsables civiles y militares sobrevivieron con hidalguía a varios gobiernos y siguen en libertad, también se puede entender por qué durante tantos años la Plaza fue un lugar de muertos incómodos y anónimos.
El número de muertos identificados asciende hasta ahora a 308, de los cuales 183 tienen partida de defunción y 125 están sin partidas pero con otros documentos que vinculan la muerte al bombardeo. La cifra también reorganiza el dato original de 386 muertos, en una lista con errores y nombres repetidos.
Según el informe, en el bombardeo intervinieron miembros de la Marina y en menor medida de la Fuerza Aérea. El Ejército se mantuvo leal al gobierno por lo menos durante los siguientes tres meses. En “connivencia con sectores políticos y eclesiásticos”, las Fuerzas Armadas “descargaron sus bombas y ametralladoras” contra la población civil “como forma de implantar el terror y el escarmiento, para lograr la toma del poder”.
Se hallaron fotografías de aviones que llevaban pintados a mano sobre el fuselaje la sigla MR (Movimiento Revolucionario) y el signo “Cristo vence” con la cruz sobre la “V”. Tiraron “más de cien bombas con un total de entre 9 y 14 toneladas de explosivos”. La mayoría cayó en Plaza de Mayo y Colón, y la franja de terreno cerrado entre Leandro N. Alem y Madero, desde el Ministerio de Guerra (Edificio Libertador) y la Casa Rosada, hasta la Secretaría de Comunicaciones (Correo Central) y el Ministerio de Marina.
El objetivo era “bombardear la zona céntrica de la Plaza de Mayo, para matar al presidente Juan Domingo Perón, al precio de destruir la Casa de Gobierno con todos sus ocupantes”. Pero ese objetivo se desdibuja cuando el informe compara la cantidad y zona de los muertos: sólo 12 de las más de 300 víctimas mortales (4 por ciento) estaban adentro de la Casa de Gobierno. “Ahí impactaron 29 bombas, de las que estallaron 6. El resto de las bombas, proyectiles y fusiles semiautomáticos FN de fabricación belga que los infantes de Marina estrenaron ese día estuvieron dirigidos a la población.”
En el despliegue hubo tres centenares de civiles armados en Comandos Civiles. Serían apoyo en el asalto a la Casa Rosada y actuaron en acciones colaterales como la ocupación de la Radio Mitre, en donde lanzaron una proclama que dio por muerto “al tirano” Perón.
Una de las revelaciones más impactantes es indicio de por qué nunca se investigó la masacre. Duhalde dice que el propósito era “instaurar un triunvirato civil integrado por Miguel Angel Zavala Ortiz, dirigente de la UCR, Américo Ghioldi del Partido Socialista y Adolfo Vicchi del Partido Conservador”. Zavala Ortiz tripuló uno de los aviones, huyó en la aeronave a Uruguay como muchos otros, volvió después del golpe del 16 de septiembre y luego como canciller de Arturo Illia acordó con el gobierno brasileño frenar el primer retorno de Perón del 2 de diciembre de 1964. Años más tarde, durante el gobierno del radical Enrique Olivera en la ciudad de Buenos Aires colocaron su nombre a la placita de Leandro N. Alem y Rojas. En tanto, Ghioldi saludó un año después los fusilamientos de José León Suárez y fue embajador en Portugal de la dictadura de Videla.
Duhalde señala que el comienzo estuvo en el 17 de octubre de 1945, y de la alianza que integró la oposición a Perón: una “coalición política y oligárquica” auspiciada por el embajador de Estados Unidos Spruille Braden y el ex presidente de la Sociedad Rural Argentina Antonio Santamarina.
Pero hay otras piezas importantes: los nombres que atan 1955 con 1976. Los tres ayudantes del contraalmirante Aníbal Olivieri, ministro de Marina y jefe de la conspiración eran los capitanes de fragata Emilio Massera, Horacio Mayorga y Oscar Montes. Massera integró la Junta Militar después de 1976, Mayorga estuvo involucrado en la masacre de Trelew y Montes fue canciller de la dictadura. Los pilotos fugados a Uruguay fueron recibidos por Guillermo Suárez Mason, prófugo de la Justicia argentina desde su participación en el intento de golpe de 1951 y luego poderoso comandante del Primer Cuerpo del Ejército de la dictadura. Entre los pilotos y tripulantes de aviones estaba Máximo Rivero Kelly, acusado de delitos de lesa humanidad como jefe de la Base Almirante Zar de Trelew y de la Fuerza de Tareas 7 de la zona norte de Chubut. Horacio Estrada, jefe del grupo de tareas de la ESMA; Eduardo Invierno jefe del servicio de Inteligencia Naval en la dictadura; Carlos Fraguio, jefe de la dirección general naval en 1976 con responsabilidad en los centros de detención como la EMSA y la escuela de suboficiales de la Marina. También Carlos Carpineto, secretario de prensa de la Armada en 1976; Carlos Corti su sucesor y Alex Richmond, agregado naval en Asunción. De la Fuerza Aérea, Jorge Mones Ruiz fue delegado de la dictadura en la SIDE de La Rioja y Osvaldo Andrés Cacciatore luego fue intendente de la Ciudad de Buenos Aires.
OPINION
Genocidio y grupos nacionales
Por Carlos Slepoy
Ya he expresado en artículos anteriores las razones por las que se debe calificar como genocidio el cometido por la última dictadura. Prescindiendo ahora de esas argumentaciones y dado que en algunas de las sentencias que hasta ahora han sido dictadas no se califica como genocidio el crimen cometido por la dictadura militar, porque no habría sido un grupo nacional el afectado, es preciso analizar qué debe entenderse por grupo nacional.
El 2 de julio de 1985, ante la clamorosa evidencia del genocidio cometido por los jemeres rojos camboyanos entre 1975 y 1979 contra millones de otros camboyanos, el relator especial de las Naciones Unidas para Camboya, Benjamín Whitaker, emitió un informe en el que consideraba el hecho como un autogenocidio. La novedosa calificación tenía por objeto incluir el crimen en las previsiones de la Convención Internacional para la Sanción y Prevención del Genocidio que, recordemos, considera que sólo pueden ser objeto de genocidio los grupos nacionales, étnicos, raciales y religiosos. Siendo evidente que los grupos exterminados no lo habían sido por ninguna de estas características, ya que en general las compartían con el grupo agresor, estimó que el grupo nacional camboyano que ejerció la represión había decidido la eliminación de una parte de sí mismo. De ahí el neologismo autogenocidio. No habría dos grupos humanos diferenciados –constituidos cada uno de ellos por múltiples subgrupos–, sino que las diferencias se producirían en el propio seno del grupo. Unos miembros del grupo nacional camboyano decidieron que otros miembros del mismo grupo nacional no tenían derecho a la existencia y se propusieron erradicarlos, exterminándolos. El grupo nacional camboyano se habría, así, automutilado.
El genocidio camboyano sepultó la idea de que los grupos nacionales se definen por la nacionalidad de sus miembros como, por otra parte, había quedado explicitado en las reuniones preparatorias de la Convención. La posición de Whitaker constituyó un notable esfuerzo interpretativo, al que adscriben muchos juristas, para ampliar los estrechos límites que algunos han pretendido dar a la expresión “grupo nacional”.
Sin embargo, resulta manifiestamente insuficiente para develar cuál es en realidad la esencia del fenómeno genocida. Independientemente de las características del grupo agredido –minorías nacionales, grupos religiosos, étnicos, políticos, culturales, etc.–, siempre que se ha producido un genocidio, un grupo nacional se ha propuesto la eliminación de otro.
No es necesario recurrir a la ficción de que en un genocidio de grupos nacionales un grupo nacional se autoinmola parcialmente eliminando a una parte de sus propios integrantes. Lo cierto y revelador es destacar que en toda sociedad existen, y conviven, distintos grupos humanos con ideas, proyectos e intereses diversos que los diferencian de otros. Cuando uno de ellos decide que alguno de los otros sobra en la Nación y resuelve destruirlos, total o parcialmente, y para ello quiere y produce los distintos crímenes que señala la Convención para la Sanción y Prevención del Genocidio, estamos en presencia de un genocidio.
El de Argentina, como el de Camboya, fue un genocidio porque el grupo que lo perpetró tuvo la intención de destruir grupos humanos que formaban parte de la sociedad argentina compuestos en su mayoría por personas de nacionalidad argentina, pero también de otras nacionalidades. Lo que motivó el propósito de su destrucción fueron las características comunes que unían a sus integrantes y los conformaban como grupos humanos de la Nación Argentina. Ya fuera que sus integrantes se identificaran a sí mismos en esa común pertenencia, ya que les fuera atribuida por el grupo agresor, era necesario destruirlos para depurar la Nación y, sin ellos, construir la sociedad que los represores querían. En definitiva, un grupo nacional argentino decidió la destrucción de otro grupo nacional argentino. Lo mismo que ha ocurrido en todos los genocidios que en el mundo han habido y, desde luego, el que con similares características e iguales propósitos que en nuestro país se cometió en América latina. Esta interpretación acerca de qué debe entenderse por grupos nacionales parece la única razonable después de más de sesenta años de vigencia de la Convención sobre el Genocidio y la extensión del fenómeno genocida contra múltiples grupos humanos en distintos lugares del planeta.
Esclarece, además, los dos extremos de la relación. El grupo nacional agredido y el grupo nacional agresor. Este no sólo está integrado por quienes ejercen la represión sino por los que los inducen y con ellos participan en el propósito de crear una sociedad que, para el éxito de su proyecto, necesita la destrucción del grupo nacional incompatible con la misma.
Las consecuencias para nuestro país ya las conocemos. Que utilizando el aparato del Estado y a través del terrorismo que desde él ejercieron produjeron el genocidio, también. Y, también, que los civiles que promovieron y participaron del genocidio se adueñaron de todas las riquezas de la Nación durante y después del mismo y las siguen detentando. El momento histórico es propicio para revertir la situación.
Llama por eso la atención, entre otras cosas, que sólo los ejecutores directos –y sólo unos pocos– estén rindiendo cuentas ante la Justicia.
P.D.: Parece que nadie quiere dar solución al desguazamiento de las causas contra los genocidas, a los arrestos domiciliarios y libertades provisionales con que crecientemente se los beneficia, a la permanencia de jueces y fiscales cómplices de los mismos, a la inhumana desprotección de los testigos... La última perla es que se propone por el Poder Ejecutivo ante el Senado el nombramiento del Dr. Pedro Eugenio Simón como fiscal federal ante el Juzgado Federal de 1ª Instancia de Santiago del Estero. La primera en el concurso fue la Dra. Indiana Garzón y el Dr. Simón el segundo, pero no es esto lo más grave. La Dra. Garzón es una reconocida defensora de los derechos humanos y el Dr. Simón, un especialista en desalojos de familias campesinas. Múltiples organismos sociales y de derechos humanos, provinciales y nacionales vienen procurando, por ahora infructuosamente, que el nombramiento no se produzca. Esperemos que el reclamo popular sea más fuerte que los intereses que promueven este obsceno nombramiento.
(Fuente:Pagina12).
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