4 de marzo de 2010

C H I L E.

Hasta la madrugada del día 27 de febrero, la transición de un gobierno de centro izquierda con 20 años en el poder, a un gobierno de derecha y neoconservador, había sido especialmente calma y colaborativa.
El viernes 26, nadie pensaba que desde el fondo de la tierra se estaba fraguando el peor terremoto en 50 años. Nadie pensaba en la implicancia que este terremoto podía tener en una pacífica y ejemplar transición.
Chile exudaba autosuficiencia, en un ejercicio de alta civilidad y cultura republicana. Terminaban el verano y las vacaciones, y se suponía que el 1ro de marzo el país retomaba su ritmo normal, esperando el día 11 de marzo para la transmisión del mando presidencial.
Los acontecimientos de bandidaje y saqueo de tiendas en la ciudad de Concepción, ubicada a más de 400 kilómetros al sur de Santiago, donde el terremoto llegó a grado 9, han puesto una voz de alerta y comienzan a remecer la pacífica transición.
No se puede determinar aún la dimensión del impacto de los desmanes y del descontento social en esta ciudad, convertida en el segundo complejo urbano más grande del país.
Este es el lugar donde a las autoridades les ha costado una enormidad restablecer servicios y líneas de abastecimiento, y donde se comienzan a producir fisuras en un armónico período de transición.
No son fisuras en las dos coaliciones políticas que se traspasan el mando. Son fisuras entre población y sistema político.
Las dos coaliciones que han monopolizado el poder en los últimos 20 años, enfrentan en el manejo de la emergencia el test más difícil desde que se restauró la democracia.
Algunas fuentes sostienen que habría que ser muy ingenuo para pensar que en los ataques a las tiendas, no hay una motivación política de presionar al sistema. No se descarta que sean grupos de interés partidarios de la “mano dura” en el ejercicio del poder, intentando presionar al gobierno que asume el 11 de marzo.
En el ápice de la situación, se sitúa la alcaldesa de la ciudad de Concepción, Jacqueline Van Rysselberghe, que tiene ambiciones presidenciales y es militante de la Unión Demócrata Independiente, un partido de la derecha tradicional chilena.
La alcaldesa, convertida en la persona más célebre de los episodios post terremoto, ha protagonizado una campaña mediática solicitando más apoyo militar para acabar con el vandalismo de los grupos que asaltaron tiendas, vehículos de abastecimiento, hogares y personas.
Esta campaña ha sido notoria particularmente en las transmisiones de CNN en América Latina.
De pronto se veía a la señora Van Rysselberghe en una proporción de 5 a 1, en relación a la Presidenta Bachelet, en las pantallas de Ecuador, Argentina, Colombia, México, EEUU, de donde me llaman para preguntar si Chile se despedaza de sur a norte por las declaraciones de la alcaldesa.
Ya no importaba para CNN las declaraciones diarias del comité de emergencia de la presidencia o las actividades de la Oficina Nacional de Emergencia del Ministerio del Interior.
Tampoco importaba resaltar que el futuro Ministro del Interior Rodrigo Hinzpeter del nuevo gobierno, declarara que las medidas adoptadas eran las adecuadas.
Lo que importaba era cuantas veces la alcaldesa enfatizaba el punto de que Concepción y su periferia – sin decirlo textualmente- debían ser “ocupadas” por las Fuerzas Armadas.
Con su insistente llamado a la ocupación militar, ha incitado a predicar la violencia, y la ley del ojo por ojo.
Los saqueos, el pillaje y la agitada cobertura mediática intentando sacarle la máxima ventaja al hecho degradante y espectacular, comienzan a poner en jaque a la acostumbrada ponderación y equilibrio de la institucionalidad chilena.
También hay una pérdida de confianza en las instituciones, situación que algunos medios con sus propias agendas, le están sacando un enorme provecho para congraciarse -demagógicamente a mi juicio-con las poblaciones.
De pronto, se palpaba por los medios que el país podría desmoronarse, y una variada gama de analistas alimentaba esa sensación a poco más de una semana del traspaso de mando presidencial más importante desde que se recuperó la democracia.
Este terremoto ocurre en un período absolutamente excepcional en la historia chilena, a menos de dos semanas del traspaso de poder de una coalición a otra. Es así que esta transición tiene un rasgo de doble punta: el buen o mal manejo de la emergencia, puede beneficiar o perjudicar en la misma dimensión tanto al gobierno saliente como al entrante.
Como era esperable, las dos coaliciones han actuado hasta el momento con unidad de criterio para disminuir el impacto de cualquier desajuste en el manejo de la emergencia.
“El plazo es muy corto. Sería suicida para el sistema político, que cualquier coalición pretendiera perjudicar a la otra”, nos dice una fuente de gobierno.
Como que ambas entidades hasta hace poco opuestas, estuvieran decididas a doblarle la mano al curso histórico de una sociedad chilena que mantiene profundas contradicciones en el área de las desigualdades sociales que algún día podrían explotar.
Ese Chile profundo, de un subdesarrollo todavía indómito de grupos que viven con descontento y bajo la desesperanza, y que exhibe el pesimismo desatado de la clase media y de empleados en servicios estacionales, las víctimas más afectadas por las crisis económicas, aparecía como el terremoto desde el fondo, aunque con una diferencia, era algo que se sentía, pero que aún no golpeaba.
En los saqueos y el pillaje de las 48 horas posteriores al terremoto, Chile mostraba la debilidad del sistema democrático para incentivar y crear mecanismos que reduzcan la exclusión, y la insuficiencia de las políticas que incentiven a los grupos excluidos de las oportunidades del desarrollo.
El grave peligro reside en que estos grupos, que cada son vez más numerosos y abandonados, en vez a formar parte de la regeneración de la democracia, pasen a formar las filas de la descomposición social y digámoslo con letras que duelen, del neofascismo.
Los escándalos de corrupción y la falta de eficacia en el sistema, y la brecha en las desigualdades, es el escenario para alimentar el desplazamiento de estos grupos hacia posiciones de mero rechazo del sistema y destrucción.
Un periodista me dijo: “Por lo que está sucediendo en Concepción hay que actuar como en el terremoto de 1939, sacar los soldados y tirar a matar”.
Antes de disparar, hay que ver qué sucede con la determinante cultural de la actual forma de desarrollo. Pocos le prestan atención a este tema.
Al parecer las agencias en general consideran que las estrategias de intervención para el desarrollo están funcionando. Chile, con el episodio de Concepción es un buen ejemplo de que efectivamente no es así.
Fuente imagen: XINHUA
Fuente:Argenpress


Por Álvaro Cuadra

Nuestro país ha sufrido un terremoto de magnitud mundial. Todos sabemos que no es el primero y que no será el último. Este tipo de catástrofes que nos sacuden cada tanto desnudan todas aquellas carencias que se han acumulado a lo largo de los años. Como suele ocurrir en estos casos, en un país desigual, las víctimas son los más débiles, los más pobres. Es cierto, las catástrofes no se pueden predecir con exactitud y son eventos fuera del control humano. No obstante, para cualquier gobierno en nuestro país, este tipo de cataclismo es absolutamente previsible y está dentro del horizonte de probabilidades. Por ello, resulta más que inquietante la ausencia de una política seria a este respecto. Este papel le corresponde al Estado, aunque les moleste a los fanáticos del neoliberalismo.
Ante la tragedia que hoy enfrentamos todos los chilenos, es imprescindible esclarecer algunas cuestiones de fondo. Desde un primer momento se ha advertido una grave falta de coordinación entre las diferentes instituciones que suponemos debieran actuar en circunstancias extremas. Digámoslo con todas sus letras, los funcionarios civiles o uniformados no han estado a la altura. El terremoto ha mostrado las grietas no sólo de los edificios, carreteras y puentes sino que ha mostrado las graves fisuras institucionales y sociales que aquejan al país. Los síntomas son claros, abandono de amplios sectores populares, negligencia de funcionarios y, consecuentemente, vandalismo desatado. Si bien la respuesta inmediata ha sido la militarización de la zona – que promete ampliarse - es claro que tal medida no soluciona ninguno de los problemas de fondo.
En estos momentos de tristeza y aflicción para todos quienes compartimos una historia y una geografía, la única conducta responsable es la más amplia solidaridad hacia los que están sufriendo no sólo el luto sino el desamparo. Pero al mismo tiempo, reclamar políticas concretas tendentes a mejorar las condiciones de vida de los sectores más marginados del país. La situación actual ha agravado la falta de caminos, hospitales y escuelas en varias regiones, es hora de que el Estado recupere la iniciativa ante tales demandas. La caridad no debe confundirse con justicia social.
El desastre ha puesto de manifiesto todas las falencias del “modelo chileno”, desde el debilitamiento del Estado para actuar a este tipo de situaciones hasta la ausencia de una cultura cívica y solidaria responsable. La televisión exhibe hasta la saciedad las consecuencias físicas del cataclismo, sin embargo, pocos advierten las fisuras sociales que han quedado de manifiesto ante el grave sismo. Los sueños de llevar a nuestro país a los umbrales del mundo desarrollado, se desdibujan ante la mísera realidad social, que vive una gran mayoría de los chilenos. Contra el individualismo, el éxito y la competitividad proclamados por los idólatras del mercado, los grandes desastres naturales nos confrontan con un imperativo ético y político que apunta al “bien común”. Las tragedias no pueden privatizarse.
Foto: Chile, Terremoto - Puente sobre el Río Claro a 280 Kms al sur de Santiago de Chile. / Autor: XINHUA
Fuente:Argenpress
miércoles 3 de marzo de 2010

Un favor a propósito del terremoto en Chile
Por Andrés Figueroa Cornejo

Mi pueblo arde en las plazas públicas y las veredas, aterido por la inclemencia telúrica que cayó como una maldición en medio de la noche del 27 de febrero.
Mi pueblo es noble y sencillo. Como todos los pueblos del mundo. Sus madres persiguen el alimento para sus hijos. Así la noche agazapada huele a calor y hace invisible los terrores infantiles.
Es cierto, mi pueblo no está organizado como el ángulo matemático de las estructuras. Pero paulatinamente de despereza de tantos años de gorilas, primero, y luego de los administradores del egoísmo y la competencia y la concentración de la riqueza.
En medio de mi pueblo hay delincuentes, gente sin salida que busca el dinero perverso con el deseo secreto de ser rica un día –en el sentido de acumular muchas más mercancías que las precisas para vivir decorosamente y también ser famosa y dominar a otros-. Pero mi pueblo, los millones que trabajan sin contrato por un salario que alcanza apenas para endeudarse, son la mayoría. Mi pueblo no es sinverguenza, ni ladrón, ni asesino. Y los que delinquen son una fracción fabricada por la miseria y la ignorancia.
Los medios de comunicación de masas en Chile, especialmente la televisión, están bajo control absoluto de la minoría privilegiada que manda en la economía, en la política y que es dueña del Estado. Por eso mi pueblo siempre aparece en las pantallas como víctima sin vuelta o victimario, y los poderosos como gente de bien. Y la televisión -la recreación más barata que tiene mi pueblo- es el modo de domesticar, construir temor ambiental y opinión pública siempre favorable a la visión de las cosas que tienen los que poseen todo. Al respecto, la iglesia oficial y la educación formal no se quedan atrás.
En Chile los militares son la guardia armada de los intereses del capital y de la propiedad privada. Por eso en la hora de la desgracia y el terremoto, la oficialidad y la tropa ordenada por la oficialidad, es destacada para custodiar los supermercados y no para ponerse al servicio de los dolores de mi pueblo. Siempre resulta una paradoja extraña que la tropa, que es tan pueblo como el que más, se ponga del lado de la minoría.
Chile no es un país desarrollado. El terremoto devastó también el avisaje publicitario edificado por los poderes para el turismo financiero y el inversionismo transnacional. Chile sólo es exportador de cobre, un poco de madera, pecado, uvas y plataforma de negocios para la región. Es despojado de sus recursos naturales por fuerza y decreto. En Chile ni siquiera queda industria textil. El 60 % de los trabajadores vende algo para vivir y está subcontratado o simplemente no tiene contrato, ni seguridad social. El 80 % se atiende en el espanto de los hospitales públicos –cuyos trabajadores son mártires-, y educa a sus hijos, pagando lo que no tiene, a una enseñanza particular privada pobremente subvencionada por el Estado, la cual sólo repite hasta el hartazgo, las distancias de clase. Porque Chile es una sociedad de clases, y una de las más desiguales del planeta.
Pero mi pueblo también apura su armadura cuando las crisis económicas y naturales le golpean el pecho. Entonces se solidariza, se encuentra en la calle, se reconoce de a poco otra vez, se esperanza, se conduele y de tanto buscarse, comienza a espejearse en el otro como un igual.
Mi pueblo tiembla de ternura cuando está en apuros y entonces sus trozos empiezan a reunirse. Mi pueblo es noble y sencillo. Como todos los pueblos del mundo. Y aunque la televisión ensucie su pantalla con saqueos editados convenientemente para los intereses de los pocos, e incluso, aunque una fracción de mi pueblo habite la puerta mugrosa e individual de la delincuencia, hoy estuve en la calle viendo con gente que acampa en las calles de Santiago viejo a cantores populares y aplaudimos un documental proyectado contra una pared sobre unas mujeres colombianas y pobres que se autoorganizan ejemplarmente en ese territorio tan vasto y dolido.
Cuando usted observe o tenga noticias de mi pueblo no olvide, y es un pedido colectivo, que ha sido muy magullado por asuntos bien conocidos, pero que está hecho de materiales sensibles, amorosamente desordenados, igual que el pueblo suyo.
Fuente:Argenpress

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