Quimilí, referente internacional de la organización comunitaria
Pueblo grande
El pueblo que visitaba Videla en Santiago del Estero es la base de un movimiento campesino. La lucha desigual contra el avance de la frontera agropecuaria. Cooperativismo y armonía con la naturaleza. El atentado a la radio.
Foto: Andrés Lofriego
Al internarse en el Santiago del Estero profundo se escucha hablar con reverencia sobre el Dueño del Monte (Sacháyoj en quichua), el protector de los animales. Si un cazador mata porque sí, esta criatura mitológica toma sus represalias. No es la única deidad que ayuda a la fauna y a la flora. A la Madre de los Montes, o Sachap Maman, que tiene sabiduría y poder, tampoco le gusta que se maltrate a la naturaleza. Los productores compulsivos de soja que propician desmontes para plantar “oro verde” seguramente no compartan las creencias de las comunidades a las que el avance de los agronegocios les dificulta la vida, como a las 9 mil familias que integran el Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase-Vía Campesina).
Creada hace dos décadas, esta organización social produce sus alimentos, puso en pie una Escuela de Agroecología y cuatro radios comunitarias, una de las cuales sufrió un atentado recientemente. Veintitrés visitó la Central Quimilí del movimiento y las comunidades aledañas, una de las zonas más fuertes de la organización conocida mundialmente por sus campesinos organizados que frenan desalojos y topadoras con el lema de “soberanía alimentaria y reforma agraria”.
En Quimilí, dos familias –los Romanini y los Gelid– se turnan en la intendencia. Actualmente, el intendente es José Gelid y su hermano Luis es ministro de Producción. Son hijos de “Don Nené”, como se conocía a José Gelid, que se enriqueció con la explotación forestal. Quimilí, cabecera del Departamento de Moreno, fue el único lugar de la provincia visitado asiduamente por el genocida Jorge Rafael Videla cuando estaba al frente de la Junta Militar. En el cementerio municipal se encontraron 44 cadáveres que serían de desaparecidos.
Ahora los tiempos son otros: recientemente se realizó aquí el XVI Encuentro de la Unión de Asambleas Ciudadanas, donde el Mocase compartió con 300 delegados ambientalistas de todo el país su experiencia de lucha contra la concentración de la tierra. De las comisiones donde se discutió la problemática ambiental del país participó activamente Manuel Cansino, indígena Vilela de la Comunidad de Santa Rosa, que habló en la marcha que se hizo en esos días. La movilización fue más que simbólica: el Mocase es el único contrapeso que tienen los terratenientes locales. “Desde que en el año ’94 entré en la organización, mi vida cambió. Luchamos para defender los territorios, entre el gobierno que entre. La autonomía de nosotros es luchar y salir a la calle”, dice Cansino, al frente de la columna. “Siguen topando sin permiso, el modelo sojero lo exige”, denuncia. La mayoría de los pobladores rurales carece de títulos de propiedad, aunque vivan por generaciones en el mismo lugar. “La gente a la que le sacan de la tierra se va a Rosario o Buenos Aires, a agrandar las villas miseria”, cuenta.
De joven, a Josefa Leticia Luna le tocó “vivir en una piecita en Buenos Aires”. Su presente es distinto: trabaja en la quesería del movimiento, que da sustento a ocho familias. No bien llegamos, ofrece mate cocido o café con leche de cabra que ella misma ordeña. Nos recibe en su rancho con panel solar, en el Lote 38, en medio del monte, donde convive con sus animales. “El café me lo trajo mi hijo de Ecuador”, comenta. Conocido como “Lobito”, su hijo es uno de los representantes del movimiento en instancias internacionales.
Josefa vivió en carne propia la dominación de los terratenientes y también la opresión de su marido. “Era machista y autoritario”, describe. Como él no quería que ella saliera de la casa, se buscó otra. Ella lo dejó. No era la primera vez que tenía que agarrar sus cosas e irse a otra parte. Cuando tenía 15 años, la mandaron a la Capital, como empleada doméstica en la casa de una prima del intendente Gelid. “Una vez me quedé dormida, ella ha venido con una jarra con agua fría y me la ha echado en la cara, para que se me pase el sueño –rememora–. Me tenían encerrada. Trabajaba todos los días: sábados, domingos, fiestas. Y me hacían escribirles a mis padres diciendo que no me quería ir.” El padre de Josefa trabajó toda la vida en el campo de los Gelid. “Como muchos otros, les trabajó toda la vida y jamás tuvo un pedacito de tierra ni supo leer ni escribir”, se lamenta ella.
Antes de compartir un chivito recién carneado y cocinado en horno de barro, Luna invita a conocer la quesería. “Evitamos la migración del campo a la ciudad. Acá nos organizamos ocho familias, que producen leche, traen leña o prenden la caldera. Todos ganamos por igual.” El problema es la comercialización. “Nos cuesta sostener la oferta todo el año, porque producimos en verano, que es cuando las cabras más leche tienen. Con los chicos de la Facultad de Agronomía vamos a hacer un cerramiento para tener pastura todo el año”, se esperanza. En otras localidades, el Mocase produce cooperativamente algodón y miel.
Al recorrer los campos, la arraigada cosmovisión originaria se hace presente: “El dueño del monte tiene su sabiduría, nos protege. Si nos largamos a matar sin control, aparece La Madre Monte, se abre la tierra y uno enloquece. La Madre Pachamama, como le decimos nosotros, se está rebelando, porque el hombre le está sacando la producción de debajo de la tierra desmedidamente, para capitalizarse unos pocos, no para que comamos todos”, enseña Luna. Enfrente vive Oscar, un fabricante de ropa fundido que se instaló en el campo y se sumó en la organización. La siguiente casa más cercana está a 8 kilómetros. Aquí, el monte reina y por las noches se ven todas las estrellas.
De vuelta en la central Quimilí, detrás de una mesa donde se ofrecen alfajores, mermeladas, dulce de leche, miel, zapallo en almíbar y cabrito al escabeche, Mirta Quiroga, una de las fundadoras del movimiento, cuenta que “los alimentos son artesanales: no tienen sustancias químicas, son muy sanos”. Después, muestra la cocina donde junto a otras cuatro mujeres producen los alimentos, al lado de la carnicería comunitaria, y da la receta del escabeche.
“El 4 de agosto de 1990 hemos hecho nacer el movimiento”, evoca Quiroga. En esa época venía desde el paraje Santa Rosa, a 8 kilómetros, a veces en sulky, otras caminando. “En aquellos tiempos venían las empresas, decían que eran dueñas, la gente malvendía su terrenito, se quedaba sin nada y se tenían que ir. Ahora estamos organizados. Dicen que somos subversivos, terroristas, de la ETA, que entrenamos matones en el monte. Pero lo que hacemos es defendernos entre todos de las topadoras y los desalojos.”
En su larga lucha, los campesinos organizados han sufrido la represión y detención de sus militantes, sobre todo en las épocas del juarismo, pero también en este último tiempo. “Cuando llevan preso a algún compañero, hasta que le dan la libertad no nos vamos. Así es como hemos sacado recientemente a Ricardo Cuellar y antes a otros compañeros, hemos estado semanas en los tribunales haciendo manifestación”, cuenta Quiroga.
Marcelo Palma es uno de los graduados en la Escuela de Agroecología –institución a la que el Mocase le quiere sumar una universidad campesina en Ojo de Agua–. “Aprendí mucho de nuestra historia, matemática, lengua, educación popular y a manejar una computadora”, se entusiasma. Palma hace radio (ver recuadro) junto a Deolinda Carrizo, “Deo”, bisnieta de uno de los últimos caciques Vilelas, quien destaca que gracias a la “recuperación de la memoria histórica” que hace la organización siente orgullo por sus raíces. Según describe, el monocultivo “está haciendo mucho mal aquí alrededor. Donde hay soja, no hay campesinos. A largo plazo muchos de los terrenos no van a ser fértiles, se pierden las semillas criollas, contaminan las napas. La soja genera muy poco trabajo, a costa de hacer pedazos un ecosistema”. La comunicadora campesina tiene claro por dónde pasa el cambio: “Apostar a la producción campesina, familiar, a la soberanía alimentaria, de lo local hasta lo más amplio. Preguntarnos qué comemos y por qué las multinacionales decidieron que toda la tierra tiene que estar destinada a la producción de granos para la exportación. Hay posibilidad de cambiar antes de que sea demasiado tarde”.
FuentedeOrigen:Revista23
Fuente:Agndh
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