De la negación a la acción de la Justicia
Año 4. Edición número 182. Domingo 13 de noviembre de 2011
Por Daniel Cecchini
Hasta no hace mucho casi nadie aplicaba la categoría de cívico-militar a la dictadura iniciada el 24 de marzo de 1976. El carácter casi exclusivamente “militar” que se le adjudicaba en el discurso de los grandes medios y en las conversaciones cotidianas del común de la ciudadanía dejaba de lado (excluía de la memoria, ocultaba la verdad y obstaculizaba la posibilidad de hacer justicia) una realidad insoslayable: la última dictadura fue preparada, planificada y perpetrada con la participación de importantes sectores y actores civiles, que fueron determinantes para su consumación y sus consecuencias.
El jueves pasado, en el marco de la megacausa que investiga la actuación del I Cuerpo de Ejército en la represión ilegal, el juez federal Daniel Rafecas tomó una decisión que apunta al núcleo oscuro de otra falacia sobre la historia argentina reciente: la que sostiene que el terrorismo de Estado se circunscribió al período comprendido entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983. Al ordenar la detención de 15 represores a los que responsabiliza de secuestros, torturas y muertes relacionadas con el centro clandestino de detención conocido como “Puente 12” o “Protobanco”, que funcionó entre 1974 y 1977 en Richieri y Camino de Cintura, puso la mira de la Justicia en un tema considerado tabú: la utilización del terrorismo de Estado contra la disidencia política y social durante el gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón, con sus secuelas de secuestros, torturas, asesinatos, fusilamientos disfrazados de enfrentamientos y desapariciones forzadas.
El accionar, desde 1974, de las bandas armadas conocidas como Alianza Anticomunista Argentina (AAA o Triple A), Comando Libertadores de América –fundamentalmente en la provincia de Córdoba– y Concentración Nacional Universitaria (CNU) no fue producto de iniciativas tomadas por grupos de ultraderecha al margen del Estado, sino parte de un plan sistemático de represión ilegal decidido en los más altos niveles del gobierno constitucional en cuya implementación no sólo participaron civiles: contó con logística y personal de las fuerzas armadas y de seguridad.
En su libro La fuga del Brujo, el periodista Juan Gasparini reveló que la Triple A fue creada y comandada por José López Rega desde el Ministerio de Bienestar Social, quien utilizó fondos del Estado para armarla y contó con la colaboración de la Policía Federal conducida por el comisario general Alberto Villar para perpetrar sus crímenes.
La investigación sobre la Concentración Nacional Universitaria que desde hace meses vienen publicando Alberto Elizalde Leal y quien esto escribe en Miradas al Sur demuestra de manera incuestionable que los grupos de tareas de la Concentración Nacional Universitaria (CNU) funcionaron de manera coordinada con la Triple A y, en la provincia de Buenos Aires, actuaron primero bajo las órdenes del gobernador Victorio Calabró –amparados por la Policía Bonaerense, que les aportó gatilleros y les liberó zonas–, y que luego pasaron a depender del comando del Área de Operaciones 113, cuyo jefe era el coronel Roque Carlos Presti.
En un artículo publicado en este mismo informe especial (ver El día que la CNU recibió órdenes del Ejército) se relata cómo, en una reunión realizada a fines de octubre de 1975, la Triple A y la CNU pasaron a depender del Batallón de Inteligencia 601 y a recibir órdenes operativas y armamentos del Ejército y la Armada. En otra nota se describe la génesis del decreto de “aniquilamiento” de la subversión, firmado en 1975 por el presidente provisional Ítalo Argentino Luder, que transformó a las Fuerzas Armadas en fuerzas de ocupación en todo el territorio nacional, y facilitó aún más la represión ilegal y la preparación del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976.
Cuando pasaron más de 35 años de estos hechos siguen existiendo sectores y actores de la vida política nacional que pretenden cerrar sin esclarecer ese capítulo del pasado reciente. No se trata de un simple intento de tergiversar los hechos para ocultar una de las páginas más oscuras del peronismo y salvaguardar la imagen de algunos de sus dirigentes. Lo hacen por una razón más concreta: evitar que la Justicia les pida una rendición de cuentas por los crímenes de lesa humanidad cometidos antes del golpe de Estado y los juzgue por ellos.
Fuente:MiradasalSur
Cuando el poder pasó de la Casa Rosada al Edificio Libertador
Año 4. Edición número 182. Domingo 13 de noviembre de 2011
Por Ricardo Ragendorfer
Luder soñaba con suceder a Isabel. Sólo pasaría a la historia por legitimar el terrorismo de estado.
La trama de cómo, en el gobierno de Isabel, los militares tomaron el control operacional del país. El penoso papel de Ítalo Luder.
El ataque montonero al Regimiento de Infantería 29, de Formosa –en el que murieron 12 insurgentes, diez conscriptos, un subteniente, un sargento y un policía– dejó su huella en la Historia. De hecho, lo ocurrido en ese ya lejano 5 de octubre de 1975 propiciaría una efeméride oficiosa: el denominado “Día de las Víctimas del Terrorismo en Argentina”. Pero también dio pie a una hipótesis algo antojadiza: dicha acción guerrillera habría provocado el golpe militar de 1976, tal cómo –por caso– sostiene Ceferino Reato, un ex vocero del polémico ex embajador Esteban Caselli, en su libro Operación Primicia (Sudamericana/2011). Lo cierto es que tal creencia se basa en que 24 horas después del copamiento, el presidente provisional Ítalo Luder firmó los decretos de aniquilamiento, que extendían a todo el país las facultades represivas que tenía el Ejército en Tucumán. Sin embargo, los sucesos que rodearon aquel acto, digamos, protocolar, estuvieron precedidos por un plan urdido con notable antelación por los militares para avanzar en su desfile hacia el sillón de Rivadavia. Esta es la crónica de aquel lunes.
Hacía 24 días, Luder había escalado a la presidencia. Su interinato concluiría cuando Isabel Perón regresara de la localidad cordobesa de Ascochinga, a donde había viajado para reponerse de una colitis ulcerosa que se había convertido en una cuestión de Estado; esa incómoda dolencia solía obligarla a interrumpir de modo súbito actos oficiales, reuniones de Gabinete y hasta recepciones a dignatarios extranjeros. Luder soñaba con reemplazarla definitivamente. Los uniformados tenían otros planes.
Durante la mañana del 6 de octubre, Luder se reunió en el Salón de los Acuerdos con los jefes de las Fuerzas Armadas –Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Héctor Fautario– y el jefe del Estado Mayor del Ejército, Roberto Eduardo Viola. También estaban todos los integrantes del Gabinete.
Videla, sentado a la derecha de Luder, miró su reloj. Viola habló por él:
–El señor comandante tiene que viajar a Formosa y su avión sale en dos horas.
Videla, a modo de disculpas, acotó:
–Debo dar allí mis condolencias a los familiares de los soldados muertos.
–¡Que desgracia la de estos muchachos!– se le oyó decir al ministro de Economía, Antonio Cafiero.
El ministro de Defensa, Tomás Vottero, pronunciaría entonces una frase que haría historia:
–A los extremistas hay que matarlos y perseguirlos como ratas.
–Mejor sería primero perseguirlos y luego matarlos– corrigió el ministro de Trabajo, Carlos Ruckauf, en tono de broma.
Nadie festejó la humorada.
Videla consultó nuevamente su reloj, antes de tomar la palabra. Su voz carecía de matices. Pero reemplazaba ese vacío acompañando sus dichos con ademanes secos y elocuentes.
Primero se refirió a “la vocación democrática de las Fuerzas Armadas”, haciendo hincapié en “su compromiso irrenunciable de garantizar el libre juego de las instituciones”. Luego, se lanzó de lleno al análisis del “flagelo terrorista”, apelando a una metáfora oncológica: “La subversión es un tumor maligno que debe ser extirpado con los métodos y los instrumentos que fueran necesarios”. Y concluyó:
–No existe otra alternativa, señor Presidente, que extender el Operativo Independencia a todo el país.
Se refería a la represión contra la guerrilla rural del ERP en Tucumán. En esa lucha se había privilegiado el rol de la inteligencia militar. Y las batallas decisivas se libraban en los interrogatorios a los pobladores y prisioneros del ERP. De hecho, allí ya funcionaban los primeros 14 centros clandestinos de detención del país. El Jardín de la República se había convertido en un laboratorio del terrorismo de Estado.
La mirada de Luder seguía clavada sobre Videla. En ese instante, Cafiero se permitió una objeción:
–La realidad del país, general, tiene algunas diferencias con respecto a lo que pasa en Tucumán.
Videla lo fulminó con una expresión poco amigable:
–Doctor, hay un denominador común: esta es una guerra de inteligencia, con todas las particularidades que ello acarrea.
Esas “particularidades” aludían a la obtención intensiva de informaciones arrancadas mediante la tortura. Tal sería la columna vertebral de las operaciones militares.
Videla, con el cuello estirado hasta lo imposible, retomó el hilo de su exposición:
–Los extremistas apuestan a su crecimiento geométrico. Nuestra misión, señor Presidente, es abortar precisamente eso.
Luder, muy impresionado, preguntó:
–¿Cuánto tiempo nos llevaría la pacificación nacional tal como usted la plantea?
Videla, con la actitud de un médico que recomienda un tratamiento doloroso, dijo:
–Voy a ser franco: hay cuatro opciones. Pero yo me inclinaría por una en particular. Y en un año y medio se acabó el problema.
Y agitó un brazo como para espantar a una mosca imaginaria.
–Podríamos aplicar un plan de operaciones tipo Honduras o Nicaragua. Pero, claro, estamos hablando de algo va para largo. No sé hasta qué punto eso nos conviene.
También expuso otras dos alternativas más intensas: el modelo empleado por el general Hugo Banzer Suárez en Bolivia y el de Augusto Pinochet en Chile. Aunque –según su parecer– éstas no eran tan eficaces como la cuarta opción. Su estrategia consistía en “atacar masivamente al enemigo, en todo terreno y con recursos ilimitados”. Y con un aire piadoso, aseguró:
–Sería la variante más funcional. Además tiene una gran ventaja: es la más benévola.
–¿En qué sentido?– quiso saber el Presidente.
–Vea, no lo quiero engañar; esto va traer abusos y algún que otro error, usted sabe. Pero, de todos modos, habría un menor costo en vidas humanas que en un conflicto prolongado.
Luder, finalmente, expresó su aceptación con un tenue parpadeo.
Serían las 11.30 cuando propuso un cuarto intermedio para darle forma a los decretos correspondientes. Sin embargo, para su asombro, Vottero le extendió unos folios prolijamente mecanografiados.
–Tome, señor Presidente; es un borrador de los decretos.
La sorpresa se extendió hacia el resto del Gabinete. Nadie sabía que la semana anterior –cuando aún no se había producido el ataque en Formosa– Vottero había visitado el Edificio Libertador en dos ocasiones. Allí, además de los tres comandantes, se encontraba el jefe del Estado Mayor del Ejército y el general Carlos Dalla Tea. Videla fue al grano y planteó la necesidad de aplicar el plan represivo cuanto antes. El borrador de los decretos ya estaba redactado Y en él figuraba la palabra “aniquilar”, lo cual derivó en un conflicto lingüístico, puesto que el brigadier Héctor Fautario –el más moderado de los comandantes– propuso un sinónimo menos letal. Videla se opuso con una razón de peso:
–La palabra “aniquilar” figura en el reglamento del Ejército.
En su boca, dicho verbo no significaba “acabar con la voluntad de combatir del enemigo”, sino que aludía, sencillamente, al exterminio.
El plan urdido en esa oportunidad consistía en imponer la legalización del borrador ni bien algún grupo revolucionario consumara un hecho de envergadura. Ya se sabe que ello sucedería en el transcurso del 5 de octubre.
Al día siguiente, Vottero le entregaría ese texto a Luder. Y ya pasado el mediodía, fue volcado a unas hojas con membrete del Poder Ejecutivo Nacional, antes de ser firmado por cada uno de sus integrantes. Así nacieron los famosos decretos 2770 y 2771.
El primero dispuso la creación del Consejo de Seguridad Interna, el cual estaría integrado por el presidente, sus ministros y los tres comandantes de las Fuerzas Armadas, a los fines de “restablecer la paz y la tranquilidad del país”.
El segundo delegaba en las Fuerzas Armadas –bajo el comando superior del Presidente y ejercido a través del Consejo Nacional de Defensa– la ejecución de “las operaciones militares y de seguridad que sean necesarias a los efectos de aniquilar el accionar de los elementos subversivos en todo el territorio del país”.
De ese modo, toda la estructura represiva del Estado pasaba a manos de la cúpula militar. Y, para colmo, bajo una fina cáscara de legalidad, ya que Isabel –o en su defecto, Luder– debía encabezar el asunto de una manera puramente protocolar.
Durante una interminable media hora, aquellas dos hojas fueron pasando por las manos de todos los ministros. Y éstos iban estampando sus rúbricas con la actitud de quien firma un contrato de locación. El último en hacerlo fue el ministro de Educación, Pedro Arrighi, ante la atenta mirada del general Viola. Al concluir dicho trámite, el almirante Massera se levantó de su asiento para estrechar la mano de Luder.
–Lo felicito, señor Presidente. No tenga ninguna duda de que hemos dado un paso histórico.
Videla ya estaba en camino hacia la base aérea de El Palomar. Tal vez en su mirada brillara la certeza de que, a partir de ese momento, el poder había pasado sin escalas de la Casa Rosada al Edificio Libertador.
Y según su idea, para siempre.
Fuente:MiradasalSur
Eduardo Luis Duhalde: “Isabel era una mera figura decorativa”
Año 4. Edición número 182. Domingo 13 de noviembre de 2011
Por Raúl Arcomano
Voz autorizada. “Isabel era una figura decorativa, sin decisión política”, asegura. (JUAN ULRICH)
Entrevista: Eduardo Luis Duhalde, secretario de Derechos Humanos
Un cierre tardío de la revista De frente, que editaba con su socio y amigo Rodolfo Ortega Peña, salvó a Eduardo Luis Duhalde de la muerte. El diputado Ortega Peña fue asesinado de quince tiros el 31 de julio de 1974, treinta días después de la muerte de Perón. Fue el primer crimen que asumió la Alianza Anticomunista Argentina, la Triple A. Días después, a Duhalde lo fueron a buscar a su casa de Flores. Un operativo de la Federal. Ya le habían alertado y pudo escapar con su familia. Los abogados Duhalde y Ortega Peña eran molestos para la derecha peronista: desde su anterior publicación, Militancia, habían denunciado a las patotas paraestatales que comendaba El Brujo José López Rega desde el Ministerio de Bienestar Social. “La Triple A no contaba con la anuencia de Perón para operar”, aclara a Miradas al Sur desde el décimo piso de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, que dirige desde hace ocho años.
–¿Cómo caracterizaría a la Triple A?
–Como una organización paraestatal que ejerció la violencia contra militantes populares. Su primera acción fue la bomba que le pusieron al dirigente radical Hipólito Solari Yrigoyen, en noviembre del ’73. Ellos lo asumieron con un comunicado. Pudieron haber hecho otras operaciones sin firma, pero el primer asesinato notorio fue el del sacerdote Carlos Mugica, en el ’74. No se llegó a una condena, pero testigos identificaron la presencia del comisario (Rodolfo) Almirón en el atentado. No lo “firmaron”, tal vez porque Perón vivía. Y López Rega, mentor de la Triple A, no tenía la autorización de Perón para el lanzamiento de esa actividad criminal. Muy por el contrario, Perón mandó a Isabel y a López Rega a visitar a Solari Irigoyen para saludarlo y repudiar al atentado. Fue una señal clara de que la Triple A no contaba con la anuencia de Perón para operar.
–Si Perón no autorizó el funcionamiento de la Triple A, ¿Isabel sí lo hizo, siendo ya presidenta?
–Isabel fue un títere que nunca dispuso ni siquiera qué era lo que iba a comer al mediodía. Fue un instrumento usado por López Rega y por los sectores que rodearon a Perón y que luego continuaron con ella. En una conversación que tuve con el ministro Antonio Benítez, a fines del ’73, me dijo que el comisarioVillar y López Rega habían hecho un planteo a Perón de crear un grupo que operara al margen de las estructuras legales. Perón, me dijo Benítez, los había escuchado y había guardado silencio. Creo que Perón sabía que se iba a hacer el proyecto, pero hay dos gestos que fortalecen mi convencimiento de la ajenidad de Perón en las acciones de la Triple A. Uno: mandar a López Rega y a Isabel a solidarizarse con Solari Irigoyen. Dos: el hecho de que en vida de Perón el primer crimen que cometieron, el de Mugica, no se lo adjudicaron.
–Entonces usted ubica a López Rega como el máximo jefe político de las tres A.
–Sí. Isabel era una mera figura decorativa, lamentable por cierto, pero que no tenía ninguna incidencia en las decisiones políticas que se tomaban. Su opinión no les importaba.
–¿Hasta cuándo operó la Triple A?
–Como Triple A, hasta mediados del ’75. Porque después del Rodrigazo, López Rega y los más connotados miembros de la organización debieron marchar al exilio. Lo que pasa es que el nombre Triple A se generalizó para identificar a toda la violencia represiva e ilegal de derecha. A veces, para adjudicarle hechos que fueron cometidos por otras organizaciones, como el Comando Nacional Universitario (CNU), con sede en La Plata y Mendoza, que produjo muchos muertos.
–O el Comando Libertadores de América, en Córdoba.
–Sí. Era una organización paraestatal formada por oficiales del Tercer Cuerpo de Ejército y el D2, la División de Inteligencia de la Policía de Córdoba. Tenían el mismo propósito que la Triple A, pero eran diferentes organizaciones, con comandos autónomos.
–¿No había una organicidad allí? Porque se habla de una “federalización” de la Triple A, con “sedes” en diferentes provincias.
–No, no creo. Sí tenían un propósito consecuente, y eran alentadas desde las propias Fuerzas Armadas. Tuvieron en común características operativas: secuestrar para matar. La metodología de la detención y la desaparición no fue el criterio operativo de la Triple A.
–¿Las bandas de la Triple A dejaron una “experiencia operativa” que fue usada luego por los grupos de tareas de la dictadura?
–No creo. Sí prestaron sus recursos humanos. Y se integraron a la represión. Como el caso de Aníbal Gordon, jefe de Automotores Orletti que antes había participado de la Triple A. Otros fueron juzgados y condenados por su actuación en dictadura, y no por aquella etapa oscura que no hemos podido iluminar con pruebas sobre la Triple A.
–Usted se salvó dos veces de la Triple A.
–El día que asesinaron a Ortega Peña yo estaba cerrando el número de la revista De Frente, que dirigíamos los dos. Llegué tarde al Congreso para encontrarme con él. Ya se había ido. Sin duda, si hubiéramos estado juntos, hubiera seguido el mismo destino que él. Unos días después, un secretario de un juzgado federal, luego detenido-desaparecido, me avisó que Villar en persona había pedido una orden de detención para mí. Cuando él se la negó, le dijo: “Me lo voy a llevar lo mismo”. Esa noche irrumpieron en mi casa de Flores. No estaba. Me había ido con mi familia.
–¿Cómo evalúa el papel del juez Norberto Oyarbide en la causa Triple A?
–Entiendo que hay una dificultad para avanzar judicialmente. Porque casi todos los posibles imputados ya han muerto. Y porque por el modus operandi de la Triple A de secuestrar y matar no es como el caso de los centros clandestinos, donde hay testigos sobrevivientes. Las causas judiciales no se centran en la investigación histórica, sino en el juzgamiento de personas que hoy en día puedan estar vivas, con capacidad de estar a juicio, y que haya pruebas de su responsabilidad. Los responsables están muertos.
–¿Qué destino le ve a la causa? El periodista Juan Gasparini sostiene que Oyarbide “la está dejando apagar”.
–No lo creo. Sucede que es muy difícil orientar la investigación. Quizás, cuando en un futuro se pueda acceder más libremente a los archivos de la Policía Federal, se puedan encontrar elementos que puedan ir armando una prueba de esta causa.
–¿Es difícil acceder a esos archivos?
–No hemos tenido acceso libre a los archivos de la Policía Federal. Los jefes policiales que estuvieron antes no eran partidarios de la apertura. Y faltó decisión política. Creemos que Nilda Garré, así como abrió los archivos de Defensa, también va a producir la apertura de los archivos de las fuerzas de seguridad.
–¿Cree que allí puede haber pistas sobre los crímenes de la Triple A?
–Nunca se va a encontrar la prueba directa. No se va a encontrar un listado que diga “miembros de la Triple A”. Pero el estudio de los legajos personales de los miembros de la Federal podrá avanzarse en información colateral que, correlacionada, se transforme en indicios. Uno nunca debe cesar en la búsqueda de pruebas.
Fuente:MiradasalSur
Rovira, el último jefe de la Triple A
Por Juan José Salinas
Rovira, sentado entre otros custodios de López Rega. El que está parado a su izquierda, con barba, es Rodolfo Almirón.
El ex policía murió en su casa. Estaba detenido por los crímenes cometidos por esa banda paraestatal.
El suboficial mayor escribiente de la Policía Federal Miguel Ángel Rovira, uno de los jefes operativos de la Alianza Anticomunista Argentina (AAA), parece haber muerto el pasado viernes 23 de julio. Miradas al Sur corroboró entre el vecindario de la calle Pasco al mil, en el barrio de San Cristóbal, que su ex mujer dijo haberlo encontrado muerto, al parecer a causa de una rotura de la arteria aorta. Sus restos fueron retirados por la tarde del único chalet de la cuadra, que lleva el número 1032.
El deceso del sicario recién fue anunciado el martes pasado por un vocero del juzgado de Norberto Oyarbide, que instruye la causa “Triple A”. El occiso tenía más de ’70, ya que había ingresado a la policía en 1959 como conscripto. Y seguía cumpliendo una supuesta prisión preventiva en su domicilio, donde fue dos veces escrachado por una asociación de vecinos de San Cristóbal que denunció repetidamente que salía de allí a piaccere.
Rovira es el cuarto y último jefe de la Triple A que muere en teórica prisión luego del subcomisario Rodolfo Eduardo Almirón, el comisario Juan Ramón Morales y el ítaloargentino Felipe Romeo.
Era Rovira uno de los cuatro jefes operativos de la Triple A, según denunció en diciembre de 1974 el escritor Rodolfo Walsh, por entonces militante del servicio de informaciones montonero. Bajo la conducción del ministro de Bienestar Social y secretario privado de la presidenta María Estela Martínez de Perón, los jefes operativos de las escuadras asesinas eran: Morales, jefe de seguridad del Ministerio de Bienestar Social; Almirón, jefe de la custodia presidencial; el comisario general Alberto Villar, jefe de la Policía Federal, y Rovira. Walsh, que dirigía una célula de militantes montoneros que eran a la vez policías federales, consideraba ya entonces que Rovira había participado en los asesinatos del diputado nacional Rodolfo Ortega Peña, el sacerdote Carlos Mujica, el profesor Silvio Frondizi y el ex jefe de la policía bonaerense Julio Troxler. Walsh envió sobres con su informe sobre los jefes de la Triple A a las redacciones de los diarios. Ninguno de ellos se atrevió a publicar una palabra.
Cuando a mediados de 1975 el abogado Miguel Ángel Radrizani Goñi presentó la denuncia que originó la apertura de la causa, Rovira figuró entre los presuntos organizadores de las escuadras de sicarios. Su relación con Morales y Almirón venía de lejos: desde 1962, cuando en la Brigada de Vigilancia de la División Robos y Hurtos formateada por el mítico comisario Evaristo Meneses participó de los asesinatos contra delincuentes con los que habían estado asociados, particularmente los miembros de la banda de Miguel Ángel El Loco Prieto. Sin embargo, la Federal siempre lo ayudó a disimular aquellas actividades, de las que sin embargo quedaron vestigios en las crónicas policiales.
También el subteniente retirado Horacio Salvador Paino aportó valiosa información, hasta el punto de que la Cámara de Diputados formó una comisión investigadora. Tras declarar que él mismo había sido uno de los organizadores de la Triple A por encargo de López Rega, Paino dijo que había caído en desgracia con ellos cuando se negó a ordenar el asesinato de Ortega Peña, que en el pasado había sido su abogado defensor. Paino identificó a Rovira como el jefe de la “escuadra B” de las ocho que conformaban el núcleo original de la organización. Aportó una foto en la que él y Rovira aparecían abrazados y sonriendo y dijo que ya entonces Rovira se jactaba de haber hecho “27 boletas” y acostumbraba ponerse encima cuantas svásticas y adornos nazis encontraba.
Cosido a balas. Un ex custodio del presidente Perón, el suboficial del Ejército Sebastián Castro, dijo que los custodios de López Rega, y especialmente Almirón y Rovira eran “tipos capaces de cualquier barbaridad. Decían: ‘hoy tenemos un trabajito’ y al otro día, seguro, aparecía algún cadáver por ahí”. El teniente coronel Felipe Sosa Molina, jefe del Regimiento de Granaderos encargado de la custodia de los presidentes, también destacó el poco disimulo de Almirón y Rovira por disfrazar sus incursiones nocturnas, tras las cuales invariablemente aparecían cadáveres acribillados. Y el ex edecán de Isabel Perón, el capitán de navío Aurelio Zaza Martínez, tras describir a Rovira como “un grandote que usaba una cadena de oro para prender su llavero, que le llegaba hasta la rodilla”, recordó que un día llegó a Olivos vistiendo un soberbio sobretodo de piel de camello, y que ante su comentario admirativo dijo que se lo había sacado a un hombre que había matado, enseñándole el zurcido que cerraba el orificio de bala.
Rovira fue uno de los seis miembros de su custodia que a mediados de 1975 acompañaron a López Rega a su exilio madrileño, pero poco después regresó a la Argentina. A diferencia de Morales y Almirón, que habían sido expulsados de la policía por ladrones y asesinos a comienzos de los ’70, Rovira permaneció en actividad hasta 1981. Y en 1997, acaso presentado por el teniente primero retirado José Ismael De Mattei, fue contratado como jefe de seguridad de los Subterráneos de Buenos Aires, concesionados por Metrovías.
Dependía del gerente Horacio Velazco, con quien según una denuncia hecha ante la justicia solía recorrer los andenes apuntando y “marcando” a los trabajadores díscolos con una pistola dorada que emitía un rayo laser rojo, a la par que se jactaba abiertamente de conservar la ametralladora Thompson con la que decía haber matado al padre Mujica.
Fuente:MiradasalSur




No hay comentarios:
Publicar un comentario