26 de febrero de 2012

Los delitos sexuales son imprescriptibles.

Los delitos sexuales son imprescriptibles
Año 5. Edición número 197. Domingo 26 de febrero de 2012
Por Laureano Barrera
lesahumanidad@miradasalsur.com
Molina. Actuó en la cueva, de la base aérea de Mar del Plata.
Fallo de la cámara de casación. El máximo tribunal penal confirmó una perpetua a un ex suboficial que violó a dos detenidas. Reconoció así a esos crímenes como de lesa humanidad.

Los conscriptos de la Base Aérea Militar de Mar del Plata en la que prestó funciones desde el 4 de marzo de 1974 hasta finales de febrero de 1982, recordaron perfectamente al suboficial Gregorio Rafael Molina –o Charly o El Sapo o El Rana– por sus detalles de excéntrico: un invariable sobretodo marrón, abundante perfume y anillos en los dedos, uno grande y cuadrado con sus iniciales caladas en oro. Cuando iba de fajina, le solían oscilar prendidas del uniforme granadas de mano y un cuchillo; y aunque medía poco más de 1,60, tenía la voz grave y potente. Manejó a voluntad La Cueva, el centro clandestino bajo la superficie del ex radar de la base aérea al menos entre 1976 y 1978. Los reclutas recuerdan que entonces le tenían miedo. Molina era alcohólico, y cuando se pasaba con el trago violaba el protocolo de los carceleros, sacando –por ejemplo– a los secuestrados afuera del chupadero. Y hablaba de más: Marta García de Candeloro le oyó decir que a Oscar Centeno, uno de los dos asesinatos por los que fue condenado, “lo habían pasado de tortura”.
Ahora el represor –condenado a prisión perpetua en un juicio oral en 2010– volvió a ser noticia. La sala VI de la Cámara de Casación Penal –integrada por los jueces Mariano Borinsky, Gustavo Hornos y Juan Carlos Gemignani– reconfirmó lo que había probado el tribunal en el juicio, lo que habían relatado al menos ocho testigos ante el estrado, lo que a Julio César D’Auro le confesaron varias detenidas –a quienes no nombró para preservar su honra y pudor–, lo que era una verdad a voces entre los colimbas de la Base Aérea: que Molina, borracho o no, violaba algo más que el protocolo. Violaba a las detenidas.
El fallo del máximo tribunal penal de la Nación vuelve a sentar jurisprudencia como lo hizo hace dos años la sentencia del juicio: es la primera vez que en esta instancia se reconoce a los abusos sexuales como crímenes de lesa humanidad y, como tales, imprescriptibles. “Las violaciones por las que fue juzgado y condenado en la presente causa Gregorio Rafael Molina constituyeron (…) parte del ataque generalizado de represión ilegal orquestado por la última dictadura militar”, dice el dictamen. La defensa del represor planteó que los episodios eran parte “de un actuar espontáneo y autónomo” del violador. Los jueces señalaron que si contaba con discrecionalidad para torturar, matar o dejar vivir, no había razones “para excluir a las infracciones sexuales del plan criminal estatal”.
El aire chicano que lo asemejaba al actor Charles Bronson y le había valido el mote entre la soldadesca de la base se había evaporado. Tenía el pelo encanecido, ya no usaba bigotes, y su cuerpo se le había vuelto enjuto con el paso de los años. Molina se paró, esposado y con los lentes ahumados de policía caminera, y pronunció el 10 de junio de 2010 las últimas palabras como hombre impune.
–Ante Dios aseguro que soy inocente –dijo, y pidió misericordia para el tribunal.
“Molina era uno de los represores más feroces de La Cueva”, dice Juan Marco Candeloro, que lo conoce de cerca por su triple condición de hijo del asesinado Jorge Roberto Candeloro y de la sobreviviente Marta García, miembro de HIJOS Mar del Plata y periodista especializado en el terrorismo de Estado en la ciudad.
Unas semanas antes de que su madre declarara en el Juicio a las Juntas, en 1985, llegó a su casa una carta anónima. La brigada antiexplosivos de Bomberos la abrió por el frente –las cartas bomba se accionan cuando se las rompe en los laterales–. Contenía negativos y una foto: Molina con un bolso en la mano en una dependencia policial. “Yo estaba en segundo grado y tenía que ir a la escuela con custodia policial todo el año.”
Las incriminaciones en el juicio fueron abrumadoras. Su voz fue reconocida por varios cautivos en los interrogatorios y lo vieron en los secuestros. Los conscriptos de la base lo veían bajar al centro. A veces hacía destabicar a las víctimas de sus ataques sexuales.
A Centeno lo mataron en la parrilla. Su cuerpo inerme fue arrojado contra la celda de Marta García, velado con una venda que dejaba ver su rostro golpeado. Candeloro, militante del PRT y la Gremial de Abogados, había sido su socio. Lo fueron a buscar a su estudio jurídico de Neuquén, donde había sido desterrado antes del golpe. Ese mismo día se llevaron a García, su mujer, que pasaría seis meses de cautiverio en el chupadero.
El 28 de junio, mientras lo picaneaban junto a su compañera, le dijo: “Querida, te amo, nunca pensé que podrían meterte a vos en esto”. La frase enfureció a los verdugos, entre los que estaba Molina. Siguieron sus gritos desgarradores, silencio y corridas. Nunca fue devuelto a su celda.
La redención divina no le sirvió a Molina para evitar de por vida una cárcel común, condenado por 36 secuestros con torturas, los asesinatos de Candeloro y Centeno, y la violación agravada –en más de una ocasión– de dos sobrevivientes corajudas que lo testimoniaron en el juicio. “Es una alegría enorme saber que un hijo de puta se va a la cárcel –se sincera Candeloro–: no te lo voy a envolver en ninguna dialéctica.”.
Fuente:MiradasalSur

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