15 de abril de 2012

entrevista al coronel retirado horacio ballester, fundador del cemida.

14.04.2012
entrevista al coronel retirado horacio ballester, fundador del cemida
“Galtieri se creía el general Patton, y ni siquiera se parecía al de la película”
Adhirió al peronismo, enfrentó a las dictaduras y fue echado del ejército a comienzos de los setenta. Sus testimonios denunciando el genocidio fueron claves en distintas causas, entre ellas la del Plan Sistemático de robo de bebés.
Por: Daniel Enzetti
Por fin un gobierno se ubica en el buen camino para la recuperación de las islas –afirma–, después de tantos años de errores, barbaridades y políticas equivocadas.” Y agrega: “La historia demuestra, y lo ha demostrado siempre, que los ingleses nunca se fueron por propia voluntad de ningún lugar donde ubicaron colonias. En algunos casos les resultaba muy caro quedarse, y en otros no podían controlar las rebeliones locales. Puedo mencionar ejemplos como Irlanda, India, Kenya o Sudáfrica. Por eso es tan importante el trabajo diplomático, y fue un desastre en todo sentido la ocupación armada. En principio, hay que aclarar que Estados Unidos siempre estuvo en contra de nuestro país. Cuando se instaló la primera colonia argentina en 1831 al mando del gobernador Luis Vernet, que puso orden con los pescadores que hacían caza depredatoria de focas y lobos marinos, los norteamericanos mandaron la fragata Lexington y destruyó a los colonos. Pero el puñado de argentinos se reinstaló, hasta 1833, que es cuando arranca la ‘epidemia de rendición’, y el teniente coronel de Marina Pinedo entrega definitivamente el control del archipiélago, ya con Gran Bretaña en el lugar. Después de eso, la rebelión del gaucho Rivero volvió bastante locos a los ingleses, hasta que lo tomaron prisionero y lo llevaron a Europa. Fíjese un detalle: la propia justicia inglesa no lo condenó, porque sostuvo que los delitos no habían sido cometidos en territorio de soberanía británica.”

Ballester conoce profundamente el tema Malvinas, y fue uno de los primeros que, desde el paño militar, denunció la manera en que la dictadura manejó el conflicto. “Le cuento algo de lo que me enteré por esas casualidades de la vida: el doctor Marcelo Vernet, abogado y tataranieto de Luis, es sobrino segundo mío, su madre era mi prima hermana. El Vernet actual se presentó en Naciones Unidas llevado por cancillería, y demostró que en aquella época vivía una población estable de aproximadamente 200 personas en Malvinas, expulsada por los ingleses. Su tatarabuelo era francés protestante, y por la persecución religiosa escapó a Alemania en el siglo XVII. En Hamburgo instaló una curtiembre, y en un viaje hacia aquí, para buscar cueros, decidió quedarse. De esa época existe un dato que increíblemente no tuvo difusión.”

–¿Cuál?
–Luis Vernet se presentó en aquellos años ante el cónsul inglés en Buenos Aires, y le mostró una copia del decreto de Martín Rodríguez que marcaba su designación como autoridad en las islas. El cónsul no sólo no tuvo objeciones, sino que además reconoció que esa designación corría también para los súbditos ingleses.

–¿Cómo siguieron las relaciones entre las islas y el continente?
–En los siglos XVIII, XIX y mediados del XX, se puede decir que fueron bastante cordiales. Los malvinenses viajaban a la Patagonia, e incluso las primeras ovejas criadas en el archipiélago provenían de allí. Pensemos que hasta mediados del siglo XX, la vida de los isleños era muy rudimentaria, no tenían ciudadanía inglesa –se la dieron después de la guerra–, la libra esterlina no circulaba –manejaban una libra malvinense–, y los artículos de primera necesidad eran traídos cada dos meses con un barquito llamado Darwin, desde Montevideo. Pero cuando termina la Segunda Guerra Mundial y empiezan las rebeliones de los imperios, la cosa cambia.

–El momento en que interviene Naciones Unidas.
–Sí, con el Comité de Descolonización. Naciones Unidas establece que no pueden ser consideradas naciones independientes las que surjan producto del cercenamiento de un país, o como resultado del desplazamiento por la fuerza de una población por ataque de otro origen. Los casos típicos de Malvinas y Gibraltar. En los años setenta Inglaterra hizo un guiño a la Argentina, y le dijo algo así como: “Convenzan a esos indios blancos que tenemos allá (en referencia a los pobladores) para que acepten su soberanía, y nosotros la cedemos.” Pero en lugar de eso, los argentinos salieron como tarados a darles a los isleños todo tipo de beneficios: una sucursal de LADE, servicio de Aerolíneas, una pista de aterrizaje, becas en escuelas. En parte, estos fueron pretextos que usó la dictadura para justificar la invasión. Además, el gobierno militar tenía la promesa de Estados Unidos de que ayudaría, como forma de pago por el trabajo sucio de nuestros oficiales en inteligencia en Centroamérica, organizando la contra nicaragüense y la represión en Honduras. Pero ojo, los yanquis no estaban de acuerdo con la ocupación por la fuerza, sino que supuestamente prometían apoyo en los reclamos. La prueba está en que se inclinaron por la NATO, y violaron el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), que ordenaba a una nación americana defender a otra si se producía un conflicto con un país de otro continente.

–¿La jugada de Leopoldo Galtieri se basó en eso?
–Galtieri se creía que era un general majestuoso, porque alguien le dijo alguna vez que se parecía a George Patton, el famoso norteamericano. Y ni siquiera le llegaba a los pies al que hizo de Patton en la película. Efectivamente, confiaron en que Estados Unidos avalaría la acción, y se largaron a la guerra convencidos de que no iba a haber guerra. Y entonces cometen horrores en la conducción militar. Esto mismo lo dije en una conferencia en Salta en 1983, y me costó varios días de arresto ordenados por Cristino Nicolaides. Encima, después de la ocupación, los militares se encuentran con un gran apoyo popular, y Galtieri se enloquece, creyéndose el dueño de la situación.

–¿Cuáles fueron esos horrores?
–Empecemos por el momento y las condiciones de la invasión. Primer error tremendo: la época del desembarco. No había radares, al enemigo se lo podía ver nada más que con los ojos. Invaden cuando el sol sale tarde y se pone temprano, y durante una época en que el resto del día es terrible, frío, nublado, lluvioso, y con barro permanente. En invierno todo el tiempo uno está pisando barro, y conozco del tema porque estuve varios meses en Río Gallegos. De noche todo se congela, y a la mañana eso se derrite, pero como hay poca luz solar, el tiempo no alcanza a secar el suelo, y la oscuridad provoca que la superficie se congele de nuevo. Mandaron tropas sin instrucción, sin equipo, y no cumplieron con el reglamento acerca del teatro de operaciones. Nombraron al general Luciano Menéndez como gobernador militar, un invento de Galtieri, y el resto de los comandantes designados ni siquiera pisaron las islas. Tampoco hicieron previamente un censo de la población. Los ingleses lo volvieron loco a Romell en el norte de África, infiltrándole comandos en su retaguardia. Acá, eso fue facilísimo: los kelpers se disfrazaban de peones de estancia, observaban a las tropas argentinas, y pasaban datos permanentemente. A eso súmele los satélites norteamericanos y los radares chilenos, que bajo las órdenes de Augusto Pinochet le avisaban a Gran Bretaña cada salida de aviones argentinos desde Río Gallegos y Río Grande. Sigo: más de la mitad de los proyectiles no explotaron. Los de mayor valor, comprados en el extranjero, eran de mala calidad. Hubo barcos ingleses cruzados de lado a lado por torpedos, con agujeros de entrada y de salida, pero que no provocaron explosión. Para colmo, mandaron a sus “grandes héroes”, como Alfredo Astiz, que lo único que hizo fue rendirse. Porque una cosa es torturar a una persona atada al elástico de una cama de hierro, y otra pelear contra un enemigo que también tiene armas.

–Se dice recurrentemente que la derrota en Malvinas aceleró la caída de la dictadura. Usted no está de acuerdo con eso, ¿por qué?
–Porque ya el 30 de marzo, en aquella manifestación donde hubo una represión tremenda, la dictadura demostró que no podía estar más en el poder. Y eso se debió a la resistencia de la población, después de tantos años de desapariciones, secuestros y ahogo económico. Esa marcha, de la que me fui con la boca hinchada de tantos gases lacrimógenos, fue la más importante, pero no la primera. Para mí, Galtieri contribuyó a que Estados Unidos dejara de apoyar golpes militares. Se dieron cuenta de que los dictadores no convienen, porque cuando mueren o los echan, la sucesión se les hace ingobernable. A los norteamericanos les pasó con Reza Pahlavi en Irán. A Estados Unidos le conviene controlar todo con lo que yo llamo “democracias de baja intensidad”.

–¿Qué características tienen?
–Es un juego de palabras con el concepto de guerra de baja intensidad: democracias donde más o menos se respetan los derechos individuales, aunque no demasiado. Pero en donde no existen los verdaderos derechos sociales, como el trabajo, el acceso a la atención sanitaria, a una vejez digna. Elecciones periódicas cuando corresponde, cuando es políticamente correcto, para dejar contenta a la gente. Ellos hablan de defender la democracia representativa, pero nunca hablan de democracia participativa, donde el pueblo marque sus decisiones. La democracia representativa estaba bien antes, fue inventada en el siglo XVIII, y su apogeo ocurrió en el XIX, cuando la comunicación más rápida era un caballo al galope. Era lógico. Imagínese en el marco de nuestra Constitución de 1853, si ante cada decisión, el representante de Salta o Jujuy tenía que hacer un plebiscito o un referéndum antes de cada medida. Pero ahora, con el tremendo desarrollo de las comunicaciones, no se justifica que sigamos con el caballo al galope. Lo que pasa es que la democracia representativa la pueden manejar muy fácil. Y se arregla de manera simple, por ejemplo con una tarjeta Banelco, como en los años de Fernando De la Rúa.

–¿Qué pensó cuando surgió por primera vez el Informe Rattenbach?
–Fue otra demostración de la pésima actuación de los superiores. Contribuimos mucho a que no lo taparan, pero sabíamos que lo iban a hacer, y por eso tratamos de difundirlo. Recuerdo que logramos apropiarnos de un ejemplar, pero la dictadura secuestró todos los originales, incluso el que tenía cada integrante de la Comisión. Rattenbach declaró en un juicio contra Galtieri y el tema podría haberse profundizado, pero el teniente general no tuvo mejor idea que morirse (sonríe). También es verdad que algunos párrafos desaparecieron, por ejemplo referidos a Astiz, en los que la Marina intentó suavizar un poco su actuación. Hizo una especie de Consejo de Guerra con sus subalternos, y luego decide rendirse. Pero bueno, todos sabemos que Astiz es un miserable, así que un poco más, un poco menos, el concepto es el mismo.

–Usted dijo alguna vez que Frondizi, Arturo Illia e incluso el último peronismo cometieron los mismos errores: mantener las cúpulas militares que los habían precedido. ¿Es lo que influyó en la tradición de golpes de Estado a partir de la década de 1930?
–Por supuesto. Las Fuerzas Armadas tuvieron tanto peso porque los gobiernos se entregaban, y a los que pensaban diferente, los echaban, como mi caso. Hay ejemplos de gente a la que le fue mucho peor. Al mayor Bernardo Alberte lo tiraron por una ventana desde un sexto piso; el teniente de Marina Jorge Devoto desapareció; Luis Perlinger estuvo casi ocho años preso sin que nadie lo acusara de nada; al general López Miller lo arrestaron; al coronel José Luis García lo mandaron a Comodoro Rivadavia; y todas esas cosas eran toleradas por los gobiernos constitucionales. Cuando subió Raúl Alfonsín, a nosotros nos siguieron metiendo días de arresto con todo entusiasmo.

–Lo que prueba que la denominación de golpe cívico-militar debió tomarse en cuenta desde siempre.
–Sí, y estoy muy de acuerdo con esa manera de llamarlo. Además, le digo una cosa: de todos los elementos que le dieron vida a la Doctrina de Seguridad Nacional, los más importantes fueron firmados por presidentes constitucionales. Durante la creación de la Junta Interamericana de Defensa en 1942, el presidente era Ramón Castillo; el TIAR nace en 1947, con Juan Perón; las reuniones de comandantes en jefe del Ejército arrancaron en 1960 en Panamá, con Frondizi en el Ejecutivo; el Programa de Ayuda Militar yanqui es de 1951, pero recién fue aplicado en 1964, con Illia. Porque aclaremos una cosa: los golpes los hacen los militares, pero no los resuelven los militares. Las FF AA no fueron una guardia pretoriana autónoma, el país estuvo dominado desde tiempos inmemoriales por los factores de poder nacionales, y sobre todo internacionales. En los golpes de Estado, los militares son mascarones de proa de un barco que manejan otros. Prueba de ello es que una vez ejercido el gobierno de facto, esos militares están únicamente en los cargos represivos, son jefes de policía, o ministros del Interior. Pero en las áreas en donde se hipoteca al país por generaciones enteras, en donde se toman disposiciones trascendentes para toda una vida, como la deuda externa, ahí van civiles, y no cualquier civil.

–¿Cuándo se hizo peronista?
–El día en que lo conocí a Perón personalmente, en 1950 (ver recuadro). Cuando en 1971 me mandaron un Consejo de Guerra y ordenaron mi baja por estar en contra de la dictadura de Alejandro Lanusse, e incluso me secuestraron en Ezeiza. Yo justamente viajaba para entrevistarme con él en Puerta de Hierro. Con varios efectivos dimos a conocer un proyecto nacional llamado José Hernández, y Perón lo vio. Nos invitó a incorporarnos al peronismo, y le mandamos decir que si habíamos llegado a oficiales superiores en un ejército antiperonista, no nos podíamos presentar como peronistas, pero sí lo aceptábamos a él como jefe de un movimiento nacional y popular. Recuerdo una anécdota muy graciosa con el “Tu” Guevara, un teniente coronel que había sido edecán de Eduardo Lonardi. El Tu, al que llamábamos así para diferenciarlo del Che, era un tipo religioso, muy puro, introvertido, una muy buena persona. Y de repente, se soltó, adhirió al peronismo, y se infló de entusiasmo. Un día, cuando estuvo con el General cara a cara en España, Perón le dijo, a solas: “Pero Guevara, usted se hace peronista cuando yo ya dejé de serlo.” (Se ríe). Tras su llegada en noviembre, Perón me nombró comandante en jefe de las tropas peronistas, por si había operaciones. Una madrugada junto a Juan Manuel Abal Medina, a orillas de los lagos de Palermo, yo mismo le ofrecí al general Pomar, en nombre de Perón, la comandancia en jefe del Ejército.

–¿Y el avance de la derecha? Usted era muy amigo de Alicia Eguren, la mujer de John William Cooke.
–Sí, e incluso llegué a creer lo mismo que Alicia, cuando nos dijo que más allá de la influencia de José López Rega, Perón se acomodaría, y en un año iría cambiando y se sacaría de encima a esos sectores. Nuestro plan era decirle que no regresara al país en esos momentos, con las condiciones que imponía la Junta. La idea era armarle una zona liberada en Mendoza o en Jujuy, y organizar la gran marcha sobre Buenos Aires. ¿Quién paraba después a la revolución nacional y popular? Pero bueno, la revolución la paró él porque ya no la quería hacer, o a lo mejor quería, pero no le daba el físico. La Triple A fue una verdadera desgracia, y ese plan se completó después con las barbaridades de la dictadura de 1976.

Las “órdenes” y los crímenes aberrantes
Hace pocos días, el testimonio de Horacio Ballester en el juicio sobre el Plan Sistemático de robo de bebés puesto en marcha después del golpe de Estado de 1976 fue clave para demostrar, como lo vienen haciendo las Abuelas de Plaza de Mayo, el montaje de un sistema de maternidades clandestinas en distintos centros de detención. Sobre todo a partir de la creación, en el sector de Epidemiología del Hospital Militar de Campo de Mayo, de un lugar de atención especial para detenidas-desaparecidas embarazadas. “Uno no puede obedecer cuando le ordenan llevar a cabo un crimen aberrante”, sostuvo en las audiencias por la masacre de Margarita Belén, que hace poco significaron ocho condenas a cadena perpetua y 12 a 15 y 25 años de prisión a distintos efectivos, por la tortura y ejecución de 22 militantes montoneros por parte del ejército y la policía de Chaco, en diciembre de 1976. Aquella acción, que la dictadura trató de disfrazar de “enfrentamiento”, fue “claramente un genocidio” para el fundador del CEMIDA. Que también aportó información en otras causas vinculadas con los Derechos Humanos, como la del ex Regimiento de Infantería Nº 9 de Corrientes.

Lo que fue el CEMIDA
“Le voy a decir una cosa que no se sabe, la estamos conversando con algunos compañeros. Pero le pido un favor, no ponga nada hasta que lo confirmemos.” Mientras se armaba esta nota, llegó la confirmación: por medio de una carta abierta, Ballester y el también coronel Augusto Rattenbach acaban de anunciar la disolución del Centro de Militares para la Democracia Argentina (CEMIDA), porque “estamos muy orgullosos del trabajo que desarrollamos –explica Horacio–, pero entendemos que se cumplió un ciclo, y ya las épocas no son las mismas, por suerte”.

“Fíjese cómo ha cambiado todo –agrega–, que aquellas búsquedas relacionadas con la libertad, la memoria y la justicia, que hace tres décadas parecían imposibles, hoy son cosas de todos los días.”

El texto marca que el Centro siempre tuvo “objetivos liminares”, como la subordinación de las Fuerzas Armadas a los gobiernos civiles y democráticos, el juicio y castigo para responsables de violaciones a los Derechos Humanos, y el fin de la influencia estadounidense en la educación y formación de las fuerzas, no sólo en la Argentina sino también en Latinoamérica. Y que “hicimos cuanto nos fue posible con nuestros precarios medios” para que eso se convirtiera en realidad.
Fuente:TiempoArgentino                                                                            

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