23 de abril de 2012

Literatura contra el olvido.


Literatura contra el olvido

El testimonio personal de Patricio Pron busca traer a tiempo presente los hechos dolorosos del pasado para aprender de él. ESPECIAL
  • Entrevista. Patricio Pron
  • Lo que hicimos y fuimos formó a quienes somos hoy, y para develarnos en ocasiones hay que abrir heridas que nunca cicatrizarán. Como una especie de autobiografía personal y familiar, el escritor argentino escribe El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia
GUADALAJARA, JALISCO (22/ABR/2012).- Lo que yo vengo a contar es verdadero pero no necesariamente verosímil”, advierte Patricio Pron en las primeras páginas de su última novela, ya que “entre lo verosímil y lo verdadero hay una distancia enorme”.

Así, cuando el escritor argentino narra su propia historia regresando a su tierra después de una larga estancia académica en Alemania, afirma creer verdaderamente que lo hace para reconciliarse con su padre enfermo y despedirse de él para siempre. Pero esto no resulta en absoluto verosímil.

Lo que sucede, en cambio, es que mientras el padre agoniza en un hospital de Rosario, el hijo, conmovido por la distancia que hasta ese momento prevaleció en su relación, comienza a indagar en el pasado para comprenderlo a él, pero también para comprenderse a sí mismo.

Los hallazgos se van aclarando a partir del descubrimiento de otra investigación: una que había emprendido el padre —periodista y activista durante la última dictadura— acerca del reciente asesinato de un hombre en una pequeña comunidad de la Pampa Argentina. La extrañeza del asunto lleva al joven a seguir la documentación periodística del caso, para después descubrir la relación con otra desaparición que tuvo lugar años atrás: la de una amiga y compañera de militancia del padre a manos de las fuerzas represivas del Estado.

A la vez que escribe una especie de autobiografía personal y familiar, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (Mondadori, 2012) describe la guerra silenciosa de una generación que sufrió las atrocidades cometidas durante la dictadura militar, desde la perspectiva de la generación siguiente, que también vivió este trágico periodo a través del miedo constante de los padres.

El testimonio personal de Patricio Pron busca traer a tiempo presente los hechos dolorosos del pasado para aprender de él y, sobre todo, para evitar que se repita en el futuro.

El escritor y periodista radicado en España es autor de tres libros de relatos y cinco novelas. En octubre de 2010, la revista inglesa Granta lo seleccionó como uno de los 22 mejores escritores jóvenes en español, junto a otros contemporáneos como Antonio Ortuño, Andrés Neuman y Alejandro Zambra.

—¿Crees que contar la vida propia es una necesidad que tarde o temprano va a llegarle a un escritor? —Es muy posible. De hecho en los últimos tiempos hay una cierta cantidad de autores en torno a los 35 años que hemos decidido de forma tácita y sin que uno supiera del otro, contar algunos hechos de nuestra vida. Están los libros de Guadalupe Nettel, de Julián Herbert y Marcos Giralt Torrente, por ejemplo. Esto es singular en la medida que la autobiografía era un género que se reservaba casi exclusivamente para autores mayores, que hubieran vivido ya una enorme cantidad de hechos.

Hay una reivindicación y una vuelta de tuerca al género, que parece bastante interesante y sobre la que creo, sin embargo, no se ha escrito mucho todavía. Puede que se deba al hecho de que, en cierto momento de tu vida, echas una vista atrás para comprender quién eres y qué es lo que te ha hecho de la forma en que eres, y específicamente procuras saber quiénes fueron tus padres para averiguar qué tipo de padre serás tú.

Has dicho que este libro narra solamente hechos reales. ¿Por qué consideraste necesario hablar de tu adicción a los medicamentos?

Yo tomé pastillas durante muchos años. La finalidad, supongo, era la de esconderme. Básicamente la de ocultarme a mí mismo. Y tomó un cierto tiempo comprender, en primera instancia, de qué estaba ocultándome y qué era lo que yo quería olvidar. Lo que quería olvidar es lo que cuento en este libro. De manera que era necesario contar qué había sucedido que yo quería dejar atrás, y cómo había intentado hacerlo mediante pastillas y drogas legales. Había, evidentemente, un porcentaje muy alto de riesgo personal, pero me parece que en este caso al menos, tenía que ser honesto con los lectores y no disfrazar una experiencia dolorosa de una experiencia feliz.

—¿Qué significó para tu vida personal y familiar este ejercicio de recapitulación?—Desde luego para mi vida personal supuso una cierta liberación. Los escritores escribimos para que las historias que hemos imaginado o vivido, no nos pertenezcan más en exclusiva a nosotros, sino que también formen parte de los lectores.

En términos familiares también supuso una especie de pequeña revuelta. Para mí era muy importante contar con la aprobación de mis padres respecto al libro, de modo que ellos otorgaron su autorización a que yo lo escribiera, a condición de que ellos tuvieran el derecho de vetar su publicación en Argentina. Ellos siguen viviendo ahí y el pasado que yo cuento podía causarles problemas. Sin embargo, cuando leyeron el manuscrito aceptaron que fuese publicado, por considerarlo un libro necesario en un debate que está pendiente entre padres hijos.

—¿Fue una especie de terapia? —No. No escribí este libro con la finalidad cerrar ningún tipo de herida, si acaso abrir las heridas a la manera de una especie de médico: ver qué hay ahí y cómo esas heridas pueden no necesariamente cerrarse, sino prestarse a tu servicio.

Casi toda la historia de América Latina puede ser contada como la repetición de una determinada cantidad de catástrofes, matanzas, dictaduras, asesinatos, desigualdades. Y supongo que quienes conciben la historia como una especie de tarea pendiente, como es mi caso, pensamos que esa repetición se debe a que estos hechos no han sido lo suficientemente discutidos. De manera que parte de mi esfuerzo consiste en volver la vista hacia los hechos trágicos del pasado reciente en Argentina, no solamente con la finalidad de glorificar el pasado, sino más bien en virtud de que somos lo que somos debido a que fuimos lo que fuimos. Y que por lo tanto, hay en el pasado una lección que tenemos que aprender, sobre todo si queremos que esos hechos trágicos no se repitan en el futuro.

—¿De qué manera se manifiestan actualmente en Argentina los rezagos de la dictadura?
—La dictadura argentina, que duró de 1976 a 1983, no sólo supuso la interrupción de un proceso político muy interesante, sino también el asesinato y la desaparición de 30 mil activistas políticos. Cuando se produce una matanza de esas dimensiones, la sociedad que emerge lo hace aterrorizada. Lo más relevante, me parece, es que la sociedad argentina está todavía plagada de ausencias que paradójicamente están muy presentes.

Creo aún que la sociedad argentina tiene una discusión pendiente respecto a cuánto hubo de valioso en la experiencia política revolucionaria de las décadas de 1960 y 1970; y cuánto, más allá de los errores que se produjeron, puede ser útil aquí y ahora. Al escribir la novela pretendía ofrecer una pequeña respuesta personal a esta pregunta.

—¿Y en particular en las expresiones artísticas? —Ha habido una importante cantidad de textos que han abordado esta cuestión, en su mayoría de actores políticos y culturales del periodo, que asumían la forma del testimonio. Pero hay una menor cantidad de textos producidos por quienes en aquel momento no eran actores, porque eran niños, pero que tuvieron que cargar con las consecuencias de esos hechos: con el exilio, la clandestinidad, e incluso la desaparición física de padres y la ruptura de vínculos familiares.

En la literatura comienza a surgir en este momento, y yo mencionaría dos textos que me parecen muy importantes para abordar este asunto: La casa de los conejos, de Laura Alcoba, y Setenta y seis, de Félix Bruzzone. Ambos textos muy relevantes, porque surgen después de un periodo relativamente extenso, en el que los escritores argentinos decidieron no abordar de forma directa asuntos específicamente políticos, y en el que la literatura pasó a ser un territorio subsidiario del entretenimiento.

—Tus padres fueron activistas durante la dictadura argentina, ¿de qué manera te involucras tú con la política de tu entorno?Bueno, desde luego para quienes vivimos fuera de nuestro país de origen eso es particularmente difícil. Me refiero a la participación directa. Sin embargo, tras un cierto periodo de incertidumbre, lo que yo he descubierto es que mi tarea consiste en interesarme por intervenir en los asuntos de mi época mediante la literatura, que es mi ámbito de producción y trabajo. Mi aspiración en ella es enriquecer la discusión en torno a la literatura y a la sociedad, en lugar de empobrecerla como sucede habitualmente con géneros estandarizados.

Yo he tratado de hacer otra cosa: de aumentar las posibilidades de que esa diversidad literaria que uno enarbola como bandera, acabe alcanzando a la sociedad de tal manera que surjan proyectos alternativos. Esa es la idea, naturalmente no formulada en un programa. De hecho se trata de una serie de intuiciones y de búsquedas. Es lo que yo pretendo hacer.

En el libro hay un esfuerzo explícito por rechazar géneros a los que habitualmente se recurre para contar ciertos hechos trágicos, en particular la novela policiaca. De lo que se trata mi libro, y en general todo mi trabajo, es de ofrecer formas alternativas. Llamar a la reflexión sobre por qué ciertos géneros funcionan para ciertas cosas, y si no hay detrás de las convenciones literarias la expresión de una serie de convenciones sociales que es necesario poner en cuestión.

—¿Cuál es el papel que tiene el ejercicio periodístico en tu obra literaria? —La mayor parte de los escritores que producen periodismo lo hacen a regañadientes, y convencidos de que hacer periodismo tiene poca utilidad. Sin embargo, nunca ha sido mi caso. Para mí, la experiencia periodística ha constituido un medio muy idóneo para adquirir ciertas cualidades que resultaron importantes para mi trabajo como escritor, por ejemplo, la celeridad, la habilidad para cumplir ciertos plazos, cierta capacidad de observación –que es prácticamente imprescindible en los escritores y que no todos parecen haber desarrollado.

Por otra parte, es el ámbito en el cual el dialogo con los lectores, que es uno de los objetivos de los escritores. Es más inmediato y más cercano. Yo no distingo específicamente entre mi trabajo como escritor y mi trabajo como periodista. Para mí constituyen dos modalidades muy específicas de una misma ocupación que es la de escribir. Y estoy muy agradecido de poder haber sido periodista y, desde luego, a mis maestros en el oficio.

—¿Tus padres entre ellos?—Bueno, ellos no. Por cuestiones personales hemos tratado de mantener nuestras profesiones al margen de nuestra relación personal, lo cual no siempre es fácil. Pero en mi caso es muy singular el hecho de que mi padre formó a una generación de periodistas la cual a su vez me formó a mí. De modo que de forma indirecta, yo también fui formado por mi padre.

Periodista y escritorPatricio Pron (1975) es autor de los volúmenes de relatos Hombres infames (1999), El vuelo magnífico de la noche (2001) y El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan (2010); y de las novelas Formas de morir (1998), Nadadores muertos (2001), Una puta mierda (2007) y El comienzo de la primavera (2008), esta última fue ganadora del Premio Jaén de Novela. Entre otros reconocimientos a su trabajo, obtuvo el premio Juan Rulfo de Relato en 2004. En la actualidad vive y trabaja en Madrid.
Fuente:Informador.com.mx

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