Alfredo, una historia bolivariana
Alfredo está sentado y mira la iglesia, tras la ventana, mientras saborea un café vietnamita. Piensa en ese argentino, de Buenos Aires, que lo llamó por la mañana de parte de Elena y que estará por llegar en cualquier momento.
El porteño lo ubicó en su móvil desde un teléfono público de CANTV, según relató. Le habló de la Unión Suramericana y de la solidaridad con Chávez. Dijo que estaba por Plaza Venezuela y que llegaría en veinte minutos. Lo intriga su visita, en un tiempo tan particular y necesario para la nación.
Recuerda, de pronto, cuando él estuvo en Argentina, por estudio, junto a Jesús, ese uruguayo de mirada clara y barba prolija y blanca, que los convidaba con mate en su niñez bullanguera. Rememora todo lo que hizo por él ese cura obrero y trotamundo nacido en la orilla oriental del Río de la Plata. Muy latente yace, aún, el dolor por su muerte apenas hace dos años.
Los laberintos de la ensoñación empiezan a calar hondo y sus ideas se van ramificando en nostalgias y dememorias. Cierra los ojos, imperceptiblemente, y se zambulle en las postrimerías de su infancia. Niñez de sonrisas y griteríos. Niñez de privaciones en los cerros de Caracas. Niñez de barro en las lomadas intransitables durante la estación de lluvia. Niñez de peligros y orfandad. Niñez de marginación y canto.
Su madre trabajaba de empleada doméstica en una urbanización del Este. Recuerda, todavía, su amargura, cuando volvía los domingos, despreciada por sus patrones. También recuerda su risa contagiosa. Quizás, el único bien que le haya legado. Murió cuando él tenía 10 años y muchos miedos.
Concurría, entonces, al quinto grado de un colegio religioso, de la fraternidad laica de los Hermanos de Foucauld. Tres cuadras separaban el colegio de la casa de madera y techos de chapa donde vivía con su madre y tres hermanos en el barrio obrero 23 de Enero, uno de los sitios más enigmáticos y misteriosos de Caracas. Prácticamente, el 23 era el causal de todos los males del país, desde el narcotráfico y los secuestros, hasta la eliminación de Magallanes o Caracas en la Liga del Caribe. Allí vivía y estudiaba, Alfredo.
En ese hosco terruño lo encontró la noticia más punzante de su vida. Era hijo de madre soltera y el mayor de sus hermanos. A su padre biológico, nunca lo conoció. Tampoco lo intentó.
Sin embargo, a la muerte de su madre, una sombra se hizo luz, cuando las tinieblas amenazaban con desgarrar el resto de corazón que le quedaba. Esa sombra se llamaba Elena y era celadora del colegio y compañera de Jesús, un sacerdote tercermundista.
Elena era blanca y media majunche. Provenía de familia petrolera y tenía apellido notable. Sin embargo, su sensibilidad se había puesto a prueba cuando su compañero, el cura camionero, le propuso, sino la intimó, mudarse a los cerros a criar a todos sus hijitos del corazón.
A esa tropa de cariño se sumó el lacerado Alfredo -y sus hermanos- quien no paró de desafiarla desde que llegó. Percibió, de entrada, el abismo de clase que alejaba a su nueva mamá. Modales diferentes. Vocabulario enrarecido. Normas antiguas. Empezó a incomodarla. A Enrostrarle la falta de pertenencia al barrio obrero.
Mas, a poco le fue tomando mucho aprecio, peleándola como forma adolescente de acercarla. Con ella, encontró una gran familia de casi cien hermanos que le recordaron la alegría y lo colmaron de amor.
No intuía, todavía, que Elena y Jesús guiaban un crecimiento con renunciamientos propios, para fomentar ideales ajenos. Elena y Jesús, transpiraron libertades con sus casi cien hijos. Frutos de los cuales asomaron hombres y mujeres, muchos de ellos, protagonistas futuros de un cambio de época.
Por ahí paseaba, en pantalones cortos, en la casona del 23, rezongado por Elena, cuando -súbitamente- suena el timbre atronador e inconfundible del teléfono. Salta de la silla y se acuerda que viene el argentino. A hablar de política.
Alfredo hoy es un hombre de 50 años casado con Omaira, una bella mujer, quien le dio tres de sus seis hijos. Es delgado, tiene estatura media y piel trigueña. Cabello oscuro, algo ensortijado, y ojos que apenas se adivinan debajo de su estrecha frente. Sus pómulos parecen reflejar el camino sinuoso de su vida, con imperfecciones y sutilezas. Sin duda, lo que sobresale en su rostro es su sonrisa amplia y generosa, más al sur de su nariz ancha y en punta.
Es socialista desde se juventud, cuando al comenzar la universidad descubrió que había un modo de vida diferente y que no implicaba resignarse a vivir en penurias cotidianas. Porque en el socialismo hay que poder vivir bien para que dure, enuncia, y está convencido, ante cualquier interlocutor.
Está comprometido hasta la médula con el proceso revolucionario que vive su país. Está feliz de constatar un presente inimaginado años ha. Piensa en sus hermanos y el cerro. En los tantos venezolanos que aprendieron a leer y escribir en estos años, en los tantos compatriotas que por vez primera conocieron un médico. En sus compañeritos de colegio y de calle que ahora viven en una vivienda digna. Piensa en que el Socialismo no es solo una rebeldía de juventud. Por eso está feliz.
Pero también está triste. Chávez está enfermo, grave, y la imagen cercana y conocida de la pérdida irreparable aparece recurrentemente por la cabeza de Alfredo. No se lo banca. Por qué, ahora, cuando todavía falta tanto. Chávez es quien, probablemente, lo amigó definitivamente con la vida. Es quien le mostró que hay un túnel y un final. Y es quien encendió la mecha del porvenir en todos sus amiguitos de la infancia, en todos los cerros, acostumbrados, hasta entonces, a la dignidad de sobrevivir.
Feliz y triste, a la vez. ¿Un sinsentido? Tal vez. Tal vez no. Quizás sea ese oxímoron tan presente en la vida latinoamericana que refleja la contradicción de vivir en una grieta, esperando que rompa; que ilustra la espalda cargada de ausencias y tradiciones como peón que llegará al final del tablero para cambiar su vida por la de la reina y la victoria definitiva; que existe porque hay un presente frío y soleado por la certeza de un mañana.
Venezuela, hoy, es verdad. Irrefutable. Con sus blancos y negros. Y con sus grises en guardia contra las borracheras. Venezuela, hoy, es luz. Está creando un camino. Y lo muestra, con orgullo caribeño.
No hay chovinismo, hay ganas de compartir con los sujetos del sueño de Bolívar.
De eso le va a hablar al argentino. De la patria grande y de lo que falta. De la emoción que le produjo ver por Telesur a Cristina en un acto del diciembre austral, ante una plaza de Mayo imposible, arengando por la Salud del comandante y el rugido ensordecedor del pueblo argentino ante el llamado.
Llora, de repente. No se da cuenta, pero le caen las lágrimas, mientras el teléfono sigue sonando.
Saca un pañuelo descartable del bolsillo trasero de su vaquero gastado y se seca los lagrimales. Antes de atender, relojea un espejo que le devuelve un crucifijo de plata sobre su pecho entreabierto y su silueta envuelta en una impecable camisa roja de poliéster, apresada por un cinturón de cuero negro.
–Aló –levanta el tubo, Alfredo.
–Diputado, está el chico abajo, el argentino –devuelve la voz dulce de su secretaria por el conmutador, mientras prepara un nuevo café vietnamita, esta vez, para dos.*
* Un cuento de Demian Konfino. Dedicado al Diputado venezolano Alfredo Ureña y su madre Elena.
Fuente:Tupacamaria
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