3 de febrero de 2013

EL CADETE QUE SECUESTRABA SOLDADOS POR CUENTA DE VIGNONE.

03.02.2013
El cadete que secuestraba soldados por cuenta de Bignone 
Luis Zamboni era un joven militante de la Falange de la Fe. Lo asesinaron en 1982 por un ajuste de cuentas. Ahora hay indicios que lo relacionan con las desapariciones de los conscriptos Luis Steimberg, Luis García y Mario Molfino.  





Por: Ricardo Ragendorfer

El 13 de agosto de 1976, desde su escritorio, el director del Colegio Militar de la Nación, general Reynaldo Benito Bignone, rehuyó la mirada de los tres conscriptos, al decir: “En esta lucha sucia y apátrida, ustedes han pagado las consecuencias de los culpables.” Ellos lucían sucios y con magullones, habían sido secuestrados por “error”. El general, luego de firmarles en compensación una licencia hasta la baja, prosiguió: “Ya tenemos a quienes buscábamos.” No faltaba a la verdad.

Horas antes fueron capturados los soldados Luis Pablo Steimberg y Luis Daniel García. El primero, al acudir a una cita en el bar La Paz con el soldado Mario Vicente Molfino; el otro, en su casa de Caballito. Molfino, a su vez, desapareció el 21 de febrero de 1977. Los tres prestaban servicios en la Agrupación Tropas del Colegio Militar y pertenecían al Partido Comunista. Se supo que estuvieron en el centro clandestino “El Campito”, en Campo de Mayo. Desde entonces integran el lote de 129 soldados asesinados en la última dictadura.

En 1984, el juez federal Carlos Oliveri procesó en esta causa –y con prisión preventiva– a Bignone (ver recuadro), antes de que fuera beneficiado por la Ley de Obediencia Debida. El 23 de septiembre del año anterior declaró como testigo el capellán de esa academia militar, Norberto Eugenio Martino. Sus dichos fueron erráticos y reticentes. Dijo no tener conocimiento de que allí actuaran grupos de tareas. Ni que se hubieran producido detenciones. Pero, de pronto, sí recordó que, en la misma época de los secuestros, hubo dos bajas entre los cadetes. Fue como si enviara un mensaje cifrado. En este punto, aportó dos apellidos: “Zamboni y Gazpio”. Ahora, a casi 37 años de aquellos crímenes, ambas identidades adquieren relevancia.

EL ARIO EN SU LABERINTO. Al caer la noche del 11 de octubre de 1982, en el décimo piso del edificio situado en la calle Viamonte 769, del centro porteño, un cabo de la Policía Federal volteó de una patada la puerta del departamento tres. Otros uniformados ingresaron como una tromba. Habían sido convocados por el portero a raíz del olor nauseabundo que emanaba de ahí. La luz del living estaba prendida y todo en desorden: sobre el piso había frazadas, papeles y ropa, como si ese lugar hubiera sido el centro de una búsqueda frenética. El cuerpo de un hombre joven yacía a un costado del dormitorio, boca abajo, con las manos atadas a la espalda. Sobre la cama, también atada, se encontraba una mujer. La pareja lucía signos de haber sido torturada, antes de recibir sendos tiros de gracia. Ella resultó ser Graciela Pagniez. Y él, nada menos que Zamboni.

Luis Salvador Zamboni, nacido en 1959, fue fruto del matrimonio de una ginecóloga y un contador. Asistió al Colegio Nacional Bartolomé, en el barrio del Once, al cual le decían el schule Mitre, debido a que la mayoría de sus alumnos pertenecía a la comunidad judía. Por esa razón, es de suponer que para Zamboni acudir a ese establecimiento habría sido una dura prueba. Porque a los 13 años de edad –en el otoño de 1972–, él ya era fascista. Un fascista en miniatura, al cual sus condiscípulos solían tomarle el pelo. Sin embargo, ello no pasaba a mayores, ya que por entonces aquel pibe esmirriado y rubión aún era inofensivo.

En 1976, a poco del golpe militar, un ex alumno del Mitre aguardaba el colectivo en una esquina de Almagro; entonces vio unos tipos que pegaban afiches en un muro; eran afiches de un grupo ultraderechista llamado Falange de la Fe. Los tipos hacían su trabajo sin apuro. Eran cinco. Sus estampas tenían el porte de un ropero, salvo la del que llevaba la voz cantante, un sujeto esmirriado y rubión. No era otro que Zamboni.

Por esos días alternaba tal cruzada con el rugby. Practicaba ese deporte en el Club Municipalidad. Allí no descolló como un jugador habilidoso; por el contrario –según un antiguo compañero de equipo–, era notorio “su terror a la violencia física”. Sin embargo, solía ir armado con una 9 milímetros. También acostumbraba cargar un bolso con cadenas, cachiporras y manoplas. Aún vivía con sus padres en un edificio de Corrientes y Pueyrredón. Siempre andaba con un tal Villaverde, que era hijo de un comisario y se desplazaba al volante de un Ford Falcon verde de la Policía Federal. El año anterior, Zamboni había ingresado al Colegio Militar, del cual –ya se sabe– lo echarían en agosto de 1976. El motivo: una inconducta jamás precisada. Esa etapa –como se verá más adelante– fue crucial en su breve biografía.

Lo cierto es que su muerte monopolizó la atención de la prensa. El diario Crónica amenizó su edición de la fecha del hallazgo con una especulación del móvil en la tapa: “¿Oro, drogas o política?”

Zamboni, en paralelo a sus extravagancias ideológicas, estaba relacionado con el negocio del oro. Alquilaba un local de compraventa en una galería de la calle Libertad al 370. También era piloto civil, y tenía su propia avioneta –un Cessna 182–, cuya existencia sugería un posible tráfico ilícito. En realidad, había conseguido su licencia apenas unos meses antes y volaba muy seguido a Santa Fe en representación de un grupo de comerciantes porteños para llevar oro y dinero a sus pares de esa provincia.

Poco después, Zamboni se vio involucrado en el naufragio de un velerito en el Río de la Plata. Lo cierto es que ello habría sellado su suerte. Dicen que la embarcación transportaba hacia Montevideo un cargamento de oro perteneciente a oficiales de la Armada, que habrían enviado buzos para recuperar el preciado metal. Pero allí no había ni un solo gramo de oro. ¿Era eso lo que los asesinos buscaban en el lugar del crimen? La respuesta se la llevó Zamboni al más allá, entre otros secretos.

LA NOCHE DEL CAZADOR. “Sólo supe que los cadetes Zamboni y Gazpio habían sido dados de baja”, insistió el capellán Martino ante el juez Oliveri, sin aportar más detalles del tema.

Quizás ignorara el cruento final del primero, once meses antes. Tal vez tampoco sabía sobre la existencia de Jorge Barquero, un rosarino relacionado con el negocio del oro, quien en la causa por el doble crimen de la calle Viamonte aportó un dato de interés: “Zamboni estaba en el grupo Falange de la Fe, con oficiales y cadetes que le hacían inteligencia a los colimbas del Colegio Militar.”

Lo cierto es que Zamboni era de jactarse ante terceros por su participación en la “lucha antisubversiva”. Sus ocasionales oyentes sospechaban que él, en tales oportunidades, daba rienda suelta a sus fantasías. Un amigo suyo del Club Municipalidad evocó una velada en el bar Rojo y Negro, de la avenida Libertador, en la cual el joven ultraderechista se atribuyó un interrogatorio con torturas a una chica de la JP. “El tipo –según esa fuente– contaba detalles del asunto mientras masticaba una hamburguesa.”

Esa suma de hechos y circunstancias coinciden con otro rumor: Zamboni y otros cadetes habrían participado –entre el 10 y el 12 de agosto de 1976– del secuestro de los soldados Steimberg y García. ¿El tal Gazpio fue parte de esa operación? ¿Debido a qué motivo ambos fueron dados de baja –tal como lo remarcó el sacerdote Martino– en los días posteriores a tales desapariciones? ¿Qué desinteligencia hubo, entonces, entre ellos y el alto mando del Colegio Militar? El Ejército, sin embargo, no les soltó la mano: Zamboni y Gazpio (cuyo nombre de pila es Adrián Mauricio) fueron incorporados al Batallón 601 de Inteligencia en calidad de agentes civiles, tal como consta en las listas desclasificadas en 2010 por el Archivo Nacional de la Memoria.

En la actualidad, Gazpio tiene 56 años, está retirado del universo castrense y es socio de Fiber Security SRL, una empresa especializada en dispositivos electrónicos de seguridad. Meses atrás, al iniciarse esta investigación, Tiempo Argentino mantuvo un diálogo telefónico con él. Al oír el nombre de su viejo camarada de estudios, tras un incómodo silencio, dijo: “Pobre Luisito, siempre se jactaba con que un día iba a salir en los diarios”.

–¿Usted también perteneció a la llamada Falange de la Fe?
–Nada que ver. A mí jamás me interesó la política.
–¿La baja de ustedes en el Colegio Militar estuvo relacionada con el caso de los conscriptos secuestrados?
–De ninguna manera. En realidad, nos acusaron de montoneros.
–¿En ese caso, en vez de la baja, no los hubieran cortado en pedacitos?
–Bue… no era tan así.
–¿Con esa acusación a cuestas los reclutaron en el Batallón 601?
–Yo entré por acomodo, mi padrino era el coronel Jorge Arias Duval (en la actualidad, condenado a cadena perpetua por delitos de lesa humanidad).
–¿Cuáles eran allí sus funciones?
–Tareas administrativas, cosas de oficina.
–¿Y las de Zamboni?
–Ni idea. No supe de él hasta su muerte.

La causa por la desaparición de los soldados del Colegio Militar es tramitada actualmente en el Juzgado Federal Nº 2 de San Martín, a cargo de la doctora Alicia Vence. Los principales procesados son los ex generales Bignone y Santiago Omar Riveros, junto con otros seis represores.

Esa lista, desde luego, aún no está cerrada.

El último dictador descansa ahora en marcos paz
En 1955, el aún joven capitán Reynaldo Benito Bignone fue designado por la denominada Revolución Libertadora como veedor militar en la Comisaría 20ª de la Capital. En 1966 debutó en las lides de la escritura, al redactar la orden de derrocamiento del presidente Arturo Illia "en su parte técnico operacional". Esos fueron los primeros peldaños de una carrera política que culminaría como dictador residual del Proceso de Reorganización, en 1982.


Dos años más tarde fue procesado por el juez federal Carlos Oliveri por la desaparición en 1976 de los soldados conscriptos Mario Molfino, Luis García y Luis Steimberg. Quedó en libertad en 1987, por las leyes de Obediencia Debida y Punto Final dictadas por ex presidente Raúl Alfonsín.
También fue acusado por convertir el Hospital Alejandro Posadas, de Ramos Mejía, en un centro clandestino de detención.

Desde 1999 está detenido y con prisión preventiva dictada en su momento por el ex juez federal Adolfo Bagnasco y ampliada por el juez federal Jorge Urso, como coautor mediato de los delitos de sustracción, retención y ocultación y sustitución o supresión de estado civil de los bebés alumbrados en cautiverio por las mujeres detenidas-desaparecidas bajo la dictadura.

El 20 de abril de 2010, a sus 82 años, fue condenado a 25 años de prisión por el Tribunal Oral Federal I, que lo halló coautor de 56 casos de allanamiento ilegal, robo agravado, privación ilegítima de la libertad e imposición de tormentos cometidos en el centro de torturas y exterminio que funcionó en Campo de Mayo. Desde entonces, reside en el penal de Marcos Paz. 
Fuente:InfoNews

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gabriela Pagniez, no Graciela.