25 de agosto de 2013

ENTRE LA MEMORIA DEL PASADO y LA DISPUTA DEL PRESENTE.

Materia gris
Entre la memoria del pasado y la disputa del presente
Por Ricardo Forster


21.08.2013

El pasado, el presente y el futuro no son simples formas verbales que nos sirven para describir la temporalidad de una acción; son, a su vez, los núcleos de un antiguo litigio que atraviesa la vida social allí donde los relatos que le dan sentido a nuestra travesía por el tiempo surgen de las distintas maneras, muchas veces antagónicas, de entender lo que nos ha pasado, lo que nos está pasando y lo que nos puede llegar a pasar. Así como no hay una mirada histórica neutra tampoco hay una intervención sobre los sucesos del presente que pueda ser despojada de su intencionalidad. Todo relato supone, lo diga o no, lo sepa o no, una elección y un recorte que redefine nuestra comprensión del pasado y nuestra imaginaria aproximación hacia el futuro. Una antigua batalla por el sentido atraviesa la vida histórica y se corresponde con la puja por la hegemonía cultural (la derecha, y sus intelectuales, siempre lo han sabido). No hay proyecto de nación sin un relato que le imprima a su itinerario un desde dónde y un hacia dónde. El problema no pasa por aceptar o no este mecanismo cuasi literario sino en creer que el relato todo lo puede ante una realidad que nada tiene que ver con lo que ese mismo relato señala como supuestamente verdadero. No hay proyecto que se sostenga sólo y exclusivamente amplificando, a los cuatro vientos, una ficción histórica o una virtualidad que nada tiene que ver con la materialidad de la vida real. Es absurdo pretender sostener un modelo de país a través de una fábula, por más brillante que esta pueda ser, expuesta a los ojos de la opinión pública sin ningún correlato con la realidad y sin haber provocado cambios sustanciales en la sociedad. El relato puede darle espesura y sentido a una etapa histórica y habilitar los complejos y muchas veces enigmáticos mecanismos capaces de promover la empatía entre un proyecto político y amplios sectores populares pero lo que no puede hacer es inventar aquello que no existe ni darle entidad verídica a lo que sale de la galera del mago.

No resulta sorprendente que desde las usinas opositoras, no las que se encuentran en el interior de los partidos políticos sino aquellas otras, las decisivas, que funcionan desde el engranaje mediático, se busque transformar lo que se abrió con la tragedia de la estación Once y se multiplicó, de manera exponencial, con la campaña antigubernamental afirmada en la transformación de la “corrupción” en el agujero negro del proyecto iniciado en mayo de 2003, en la tan deseada fisura por la que entrarle al Gobierno. Buscando, de ese modo, herir el corazón del relato kirchnerista al que acusan, así lo hacen los intelectuales orgánicos de la oposición, de haber no sólo extraviado el rumbo sino, fundamentalmente, de haber perdido el hilo de su propia ficción desnudando su supuesta irrealidad. Han regresado, con nuevos bríos, al argumento de la impostura pero, ahora, con el agregado de la puesta en evidencia, así lo sostienen, de la estructura inverosímil de un relato, el kirchnerista, que se hace añicos ante la dureza de una realidad que viene a desmentir la mitología nacional y popular. Creen haber encontrado, ¡por fin!, el flanco débil, la zona de zozobra que, hasta ahora, les había resultado inhallable. Sin rubor ni pudor buscan sacarles rédito a las debilidades inevitables en un largo camino de reconstrucción de un país desguazado, porque también, eso sostienen, se trata de una ilusión: que nada de lo acontecido a lo largo de diez años ha significado una profunda y decisiva transformación cuyo horizonte principal ha sido y sigue siendo reconstruir la memoria efectiva de la igualdad junto con la reinvención de la palabra política después de décadas de hegemonía neoliberal. Creen, porque suelen vivir en el interior de una burbuja, que las mayorías populares son irreflexivas, ingenuas o simplemente masa amorfa de maniobras especulativas de saltimbanquis y aventureros de la política capaces de inventarles un relato que nada tiene que ver con sus vidas reales. Desprecio, altanería de clase y diversas formas de la injuria antipopular se cuelan por ese tipo de argumentación. 

A ellos, a los oportunistas que operan sobre el daño, no les interesa debatir qué política económica, para qué, para quiénes y con qué recursos. No les interesa discutir lo que hoy está en disputa en la Argentina (del mismo modo que cuando se disputó parte de la renta agraria extraordinaria se pusieron inmediatamente del lado de los dueños de la tierra que, desde los orígenes de la nación, han expresado la inclemencia del poder, su avidez de riquezas y su dominio explotador y oligárquico de los sectores populares). Su principal objetivo (y eso con independencia del supuesto progresismo al que algunos dicen adscribir) es lastimar al único gobierno que en el último medio siglo ha logrado invertir el eje del poder y de la dominación reabriendo la posibilidad de que las mayorías populares se reencuentren con derechos y conquistas expropiados por los mismos que se regocijan con las opiniones de ciertos intelectuales más preocupados por los “pobres” kelpers que por reconstruir los caminos de la equidad en el país, que es lo que está haciendo el kirchnerismo que ellos atacan con profundo resentimiento. De un gobierno que, con sus contradicciones, sus errores y sus aciertos ha salido a disputarles la hegemonía a los dueños eternos del poder como no se lo hacía desde el primer peronismo. Su alucinada intención es convencer a los argentinos de que no sólo no estamos mejor sino que todo es el resultado de un relato engañoso e impostor que al mismo tiempo que discursea lo que no hace a favor de los pobres no ha hecho otra cosa que maquillar el rostro de una sociedad que sigue igual o peor que en los años ’90. Nada ha sucedido en estos años, todo es una inmensa fábula que finalmente se va desarmando. Sus plumas se mueven ágiles para pertrechar de argumentos a la estrategia de la corporación mediática. Una estrategia que no sólo busca desbancar a Cristina sino que, como objetivo principal, desea vaciar de todo contenido emancipador al kirchnerismo para que no quede nada de él en el futuro. Transformarlo en un pellejo vacío, romper sus lazos con la vida popular para que, ahora sí, nunca más se repita una amenaza como la que movilizó durante esta década impensada los antiguos sueños de reparación e igualdad social. Van por eso, no apenas por un triunfo electoral.

Durante los años noventa, años de hegemonía neoliberal, un único relato parecía ocupar la totalidad de la escena. Época caracterizada por el afán incansable de los sepultureros: había muerto, en primer lugar, el socialismo junto con el derrumbe del sistema soviético; morían, por inanición y decrepitud, las ideologías igualitaristas que fenecían mientras avanzaba global y dominante la democracia liberal; se desvanecían los movimientos tercermundistas mientras sus antiguas y utópicas visiones eran tragadas por el fango de violencias y decadencias que concluyeron, en muchos casos, en barbarie y genocidio; se declaraba, desde el centro del poder imperial, que vivíamos los días del fin de la historia y la entrada al reino del mercado universal en el que circularían libres y sin ataduras las más inverosímiles mercancías despachando al museo de la historia los viejos y decrépitos nacionalismos; se iniciaba el desmontaje del Estado de Bienestar junto con la entronización de la economía de mercado; muerte también, aunque previamente anunciada por los grandes debates de la filosofía francesa de los sesenta, del sujeto con sus inevitables correlatos: el pueblo, la clase obrera, las masas… todos antiguos y fenecidos mitos de una modernidad que había entrado en su etapa posmoderna. Algunos, más aventurados, anunciaron la era del fin del trabajo, el tiempo de las nuevas tecnologías desplazando a los seres humanos y habilitando la entrada definitiva a la sociedad del hedonismo y el consumo. Como gigantescos museos visitados por contingentes de turistas, la historia y sus conflictos servirían como mercancía cultural para el divertimento de individuos aburridos y de multitudes apáticas.

Como una extraña venganza de la historia, el 11 de septiembre de 2001 todas esas muertes que anunciaban la llegada definitiva del tiempo del mercado y de la democracia liberal desplegando sus virtudes por las más variadas geografías, se sacudieron mientras dos aviones, guiados por inauditos terroristas provenientes de un pasado inverosímil, destruían el símbolo mayúsculo del poder del dinero y del capitalismo estadounidense. El derrumbe pavoroso de las Torres Gemelas si bien no supuso la caída del Imperio, cuya época todavía no ha concluido aunque las señales de su decadencia sean más que evidentes, si desmoronó las fantasías de una época que creía haber alcanzado la eternidad al mismo tiempo que había acallado, para siempre, los estruendos del conflicto en el interior de un mundo definitivamente conquistado por la supremacía del liberal-capitalismo. Para los estadounidenses el 11/9 fue un día de espanto y perplejidad, lo imposible había acontecido, la inexpugnable fortaleza había sido herida en su centro simbólico generando, en esos primeros días, un extraordinario pánico. Para el resto del mundo parecía evidente que una época, algo efímera pero que se había ofrecido como sepulturera de todas las anteriores épocas y como la clausura final de la historia, también ofrecía su rostro demudado y las señales claras de su obsolescencia. Absortos y confundidos por la desmesura del acontecimiento, no alcanzábamos a vislumbrar, aunque lo sospechábamos, que estábamos entrando en otra etapa del capitalismo global que estaría signada por violencias crecientes, crisis económicas de una vastedad sorprendente y revitalizaciones, en nuestro lado del planeta, de tradiciones populares, democráticas e igualitaristas que abandonarían la vitrina del museo adonde habían sido confinadas. ¿Podíamos siquiera imaginar, mientras estallaban las Torres, a un Chávez, a un Lula, a un Kirchner o a un Evo Morales? ¿Anticipábamos lo que atravesaría Sudamérica en el giro de esos años de desilusión y desesperanza? ¿No ha sido, y sigue siendo, el kirchnerismo la forma política de ese despertar en nuestro país descalabrado?

Entre nosotros, habitantes del sur del mundo, el 2001 no concluyó con el derrumbe de las Torres sino que se manifestó, bajo características absolutamente propias, en los días calientes de diciembre cuando la ilusión primermundista y la fantasía del uno a uno estallaron en mil pedazos dejando al descubierto una sociedad desvastada, un Estado desguazado y un país en situación de catástrofe. La ficción desplegada por la convertibilidad menemista y continuada por la Alianza, que fue la forma que adquirió en estas latitudes el neoliberalismo, concluyó “con éxito” lo diseñado por Martínez de Hoz haciendo añicos los últimos restos del Estado de Bienestar que todavía sobrevivían más allá de los avatares posteriores al ’55, aniquilando gran parte del aparato productivo y afianzando un nuevo patrón acumulativo del capitalismo que, desde el ’76 en adelante, estaría signado por la especulación financiera y el brutal endeudamiento. Nuestro 2001 acabó de evidenciar la tragedia social generada por décadas de sistemática destrucción del trabajo y de los derechos sociales.

Mientras que los países centrales siguieron apostando a las políticas neoliberales, políticas que los llevarían a la fenomenal crisis del 2008 que todavía sigue acechando a sus economías, en la Argentina, y a partir del gobierno de Néstor Kirchner, se inició un proceso que buscó invertir el núcleo del modelo que nos había conducido al desastre. Lo que al inicio fue una denodada batalla por salir del “infierno” luego, y cuando le tocó el turno a Cristina Fernández, se convirtió en una franca decisión por redefinir la matriz de la distribución de la renta en un país que había visto de qué modo, y a lo largo de varias décadas, esa matriz llevó el sello de la creciente desigualdad. El conflicto por la renta agraria fue el punto de partida de lo que hoy se vuelve a disputar, conflicto al que le siguieron otros no menores que involucra en primer lugar a la corporación mediática pero que también atraviesa a los otros núcleos concentrados de la economía. En la Argentina, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos y en Europa donde los respectivos Estados nacionales salieron a rescatar a los grandes bancos causantes de la crisis para luego responsabilizar, en un ejercicio de cinismo único, al “excesivo gasto social” como el causante de los desequilibrios fiscales, la respuesta fue proteger el salario, afianzar el mercado interno y recuperar el fondo de las pensiones que había sido enajenado a la especulación financiera. Los resultados están a la vista. Lejos de quedar atrapados en la crisis, como sí ocurrió en otras ocasiones no tan lejanas, se pudo sortear con éxito el momento más difícil para llegar, en esta segunda parte del 2013, a tasas de crecimiento que no dejan de sorprender a quienes anunciaban la llegada de la recesión.

El espejo del 2001 sirve para reconocer nuestro presente, nos permite diferenciar la actualidad, la que nos ofrece la forma de la reparación a través, por ejemplo, de la asignación universal, de la ampliación exponencial de derechos sociales y civiles, del impulso a la reindustrialización y el sostenimiento del poder adquisitivo de los salarios en un mundo que se dirige a su brutal recorte, de esa otra época signada por las políticas neoliberales que nos condujeron hacia el abismo. Por eso resulta imperioso no perder de vista quiénes y por qué desplegaron entre nosotros aquellas políticas que se nutrieron ideológicamente del consenso de Washington pero que heredaron los objetivos trazados en la noche de la dictadura por Martínez de Hoz y sus socios. Saber reconocer las genealogías, es decir, poder evidenciar de qué modo las corporaciones y sus operadores políticos (el famoso “grupo A” de la oposición que nuevamente intenta reconstruir su papel como representante de ese “poder real” detrás de la escena) siguen actuando de acuerdo a ese modelo que llevó a la Argentina hacia el páramo de la desigualdad, la injusticia y la pobreza, constituye una tarea fundamental si es que no queremos que la derecha liberal-conservadora vuelva a determinar un destino desgraciado para las mayorías populares. El camino hacia las elecciones de octubre estará signado por la capacidad que tengamos de poner en evidencia el núcleo de lo que hoy se disputa en el país.
Fuente:Veintitres

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