SOMOS LAS NIETAS DE TODAS LAS BRUJAS QUE NUNCA PUDIERON QUEMAR
Por Natalia Ortiz Maldonado
Qué pasa cuando el feminismo se apropia del linaje brujo, de su historia, de la marca de su genocidio. Mona Chollet reemplaza los clichés que saturan nuestro imaginario por otras imágenes: todo cuerpo puede ser el cuerpo de una bruja, también el de las Abuelas de Plaza de Mayo, el de Milagro Sala, el de Diana Sacayán. Contra el neoliberalismo, el patriarcado y sus mundos deprimentes, la magia del aquelarre asoma como clave política ineludible. Por Natalia Ortiz Maldonado, autora del prólogo de Brujas: la potencia indómita de las mujeres (Hekht Libros).
Fui enviada desde el poder,
y he acudido a aquellos que reflexionan sobre mí,
y se me ha encontrado entre aquellos que me buscan.
Mírenme, ustedes que reflexionan sobre mí,
Y ustedes, que me escuchan, óiganme (…)
Soy aquella a quien se ha odiado en todas partes,
Yo soy aquella a quien llaman vida,
y a quienes ustedes llamaron muerte.
Yo soy aquella a quien ustedes persiguieron,
y soy aquella a quien atraparon.
Yo soy aquella a quien ustedes esparcieron,
Y me han rearmado y reunido.
Canto de Isis.
En lo que llamamos historia hubo un tiempo donde se veneró la figura de
una diosa,
la Gran Madre. Isis, Cibeles, Démeter, Artemis, fueron algunos de
sus nombres.
Ocupando el lugar central en una espiritualidad politeísta, se la
consideraba regente
de todos los procesos vitales, la sexualidad, los animales
y los infinitos ciclos de la
naturaleza. El color negro simbolizaba su
sabiduría inefable, el misterio de la vida y
el poder de la autogeneración. La
diosa vivió en el mundo espiritual de
comunidades políticamente matrilineales,
donde los ritos religiosos, el poder político
y la propiedad se organizaban
alrededor de un linaje de mujeres.
Durante la Edad de Hierro, el culto politeísta a la diosa fue
reemplazado
progresivamente por el culto monoteísta al dios y, a partir de
entonces, el color
negro se asoció a la oscuridad entendida como el
mal. Este desplazamiento
cromático fue la marca iniciática del largo
proceso donde se expulsó a las mujeres
de los altares religiosos y de la vida
política. En las prácticas paganas previas a este
exilio, los modos de acceso a
lo divino contemplaban al cuerpo de manera directa,
de allí que muchos de los
rituales tuviesen una fuerte dimensión sexual y sensual,
mientras que las
prácticas lésbicas y el travestismo eran frecuentes y se las
consideraba una
parte central del culto a la diosa.
Las tres religiones patriarcales, el cristianismo, el judaísmo y el
Islam, heredaron el
mito del mal asociado a lo femenino, y produjeron imágenes
para una educación
afectiva y política específica: Eva, Lilit, Pandora, el
pecado, el desorden de los
sentidos, la traición. Durante los 2000 años de
cristianismo no hubo mujeres en los
cargos sacerdotales ni habilitadas para
interpretar textos sagrados, excepto en
algunas tradiciones gnósticas y
cabalísticas. Muy atrás quedaron las sensuales
prácticas de Mesopotamia,
Creta, Siria y la Grecia Antigua, vinculadas con la
celebración y el
conocimiento directo del mundo.
Las brujas emergen cuando el dios logra ocupar todo el escenario
político y espiritual,
cuando se logra producir una distancia entre el reino de
los cielos y el de la tierra y,
a partir de allí, la jerarquía entre lo bajo y
lo alto, la mente y el cuerpo, la salvación y
la condena. En la dimensión de
las representaciones colectivas, las brujas
aparecieron como la incorporación del
diablo (en definitiva, una masculinidad
poderosa), como los cuerpos habitados
por el mal; a partir de esas imágenes
profundamente negativas, se organizaron
sus rechazos y persecuciones.
Sin embargo, las brujas permanecieron en el nivel
de la vida cotidiana como dueñas
del saber sobre la continuidad entre palabras,
plantas, animales, minerales y
planetas, y como quienes podían reparar cuerpos
y afectos a partir de ese saber.
Quizá la Lilit hebrea sea la primera. Ella ya
no es un espíritu incorpóreo como Isis
o Artemisa, sino la materialización del
principio que enlaza mal, cuerpo, hembra y
oscuridad.
La bruja surgió como relevo de las sacerdotisas destronadas y como
ellas, propone
una articulación entre el cuerpo y lo sagrado. Profetas,
curanderas y comadronas
aparecieron siglos antes de la Inquisición, ellas eran
las paganas que resistían al
cristianismo primitivo y su ascética. Conocedoras
de plantas, hierbas, animales,
signos atmosféricos, astronomía y medicina,
grandes narradoras de mitos y poesía,
mujeres y lesbianas, la legión bruja
rechazó (y rechaza) la fuerte distinción entre lo
divino y lo terrenal, entre
lo sagrado y lo profano, pero especialmente, rechaza la
condena y la
desertificación del cuerpo.
Mona Chollet plantea que las brujas actuales señalan la presencia de una
fuerza
de la que es posible apropiarse, y la existencia del conjunto de
procedimientos para
hacerlo; ellas tienen una experiencia micropolítica que el
saber oficial desprecia y
reprime. En las brujas hay una praxis que atemoriza
especialmente a la Razón,
porque la objeta desde el lugar de las prácticas y no
desde una teorización abstracta;
sus saberes y aciertos se encuentran en el
nivel de las percepciones, de los temores
y deseos, aunque permanezcan
silenciosos o sean negados una y otra vez.
Verdades materiales. Es
necesario comprender, sostiene Chollet, de qué modo el
genocidio de las brujas
modeló nuestro presente, de qué modo la Caza de Brujas
afectó la manera en que
hoy la cultura regula lo que puede y lo que no puede
tolerarse, lo que se
prohíbe y lo que se celebra. La historia de las brujas, dice, es
la historia de
una autonomía en particular y de los intentos para aniquilarla.
Ni esposa, ni madre, ni hija, ni hermana: en el nivel de las
representaciones colectivas
(que siempre son un modo de criminalización), el
arquetipo de la bruja es el único
donde se percibe con claridad que la
autonomía genera el temor fundante de su
persecución. Temor al mundo que portan
en sus cuerpos y sus lenguas, al hecho
de que no se subordinen a ninguna
autoridad, pero también temor a la ira de quienes
han sido sojuzgadas,
torturadas, violentadas una y otra vez.
Las representaciones de las brujas, antiguas y contemporáneas, nos
hablan de un
dispositivo de poder simultáneamente obsesionado y aterrorizado
por esos cuerpos
Cuando los feminismos se apropian deliberadamente de este
linaje lo hacen sabiendo
que desde hace siglos existe una contienda y que las
brujas son las más radicales
para librarla, y esto ocurre, según Chollet,
porque el arquetipo de la bruja “encarna
a la mujer liberada de todas las
dominaciones, de todas las limitaciones;
es un ideal hacia el que tender, ella
muestra el camino”.
Las brujas de Mona
Chollet se propone realizar una práctica bruja, una operación hecha de
palabras
que trastoca los vínculos con y entre los cuerpos. Es así que en Brujas se
procura
desencantar las imágenes opresivas y criminalizantes que saturan
nuestro imaginario,
y sustituirlas por otras que nos cobijen y aprueben, que
nos permitan existir en
contacto con nuestra potencia. Ella rastrea en
películas nuevas y viejas, novelas
buenas y malas, entrevistas y textos
feministas, anécdotas de amigas, sus propios
miedos, y busca claves para
desequilibrar lo que oprime y encantar lo que puede
aumentar las potencias de
acción y, por qué no, de aventura y desfachatez.
Una bruja, sostiene, es quien
no quiere dejar de explotar sus capacidades y su
libertad, es quien no renuncia
al goce de sí misma, ni cede su autonomía.
A partir de imágenes de las brujas lejanas, la escritura de Chollet va
desmontando
la prohibición actual de ciertos deseos: el deseo de no tener
hijxs, el deseo de no
tener una compañía que “complete” la existencia, el deseo
de envejecer, el deseo de
rechazar la división heterosexual del trabajo… Entre
ellos, el deseo de infertilidad
es uno de los más subversivos,
uno de los que más temor genera a la razón
patriarcal; quizá las imágenes de
las brujas antiguas y de las lesbianas
contemporáneas como personas con una
profunda aversión a las infancias
sean el modo de tramitar ese temor. Suele
ocurrir que la transgresión a la norma del
deseo de fertilidad sea atacada en
nombre de cierto “egoísmo”, como si quienes
tienen útero solo pudieran
comprometerse con el mundo y con lxs otrxs utilizando
esa zona de su cuerpo,
cualquier otro vínculo creativo o de cuidado ocuparía
siempre un segundo lugar
en relación con esta primacía de las trompas.
El deseo de envejecer, tal y como lo expone Chollet, es tan
subversivo como el de
ser infértiles, en la medida en que en nuestra cultura
valora desmesuradamente un
ideal de belleza que solo se asocia con la extrema
juventud. Pero ¿qué temor se
oculta tras la repulsión de ver la vejez en
ciertos cuerpos? ¿Qué poderes se intentan
conjurar detrás de la insistencia que
niega el paso del tiempo? ¿Qué es lo que las
cremas, las tinturas, los
ejercicios físicos, las cirugías y toda la biopolítica de la
juventud eterna
pretenden capturar? ¿Qué es lo que se prohíbe mostrar y disfrutar
en las
fantasmagorías de los centros comerciales? Probablemente las respuestas
tengan
que ver con aquello que solo se obtiene con el paso del tiempo. La vieja a
la
que se teme desde hace siglos, es quien no vive exclusivamente en función de
sus hijxs ni del cuidado de otrxs, es quien escapa de los dispositivos del
trabajo y la
familia. Pero, sobre todas las cosas, es quien ha acumulado un
saber, una
experiencia, que la hacen dueña de sí.
En la extrema juventud hay curiosidad, imaginación y vulnerabilidad,
mientras que
en la adultez hay herramientas que se han forjado con precisión, y
que
probablemente sean las que generan espanto. El deseo de vejez de quienes no
ocultan el paso del tiempo, debe ser descalificado, se deben censurar los
signos
de esos saberes sobre el mundo y sobre nosotras, privilegiando los
gestos infantiles
de desprotección y fragilidad. Hay una riqueza en la acumulación
de experiencias,
en todo lo que se ha comprendido e incorporado, y esa riqueza
también es voluptuosa
No es extraño entonces que se descalifique sexualmente a
las mujeres en el mismo
momento donde consolidan su experiencia sexual. Si los
cazadores de brujas se
ensañaron particularmente las mujeres de avanzada edad,
es porque las
brujas viejas no guardaban silencio, sino que contestaban a las
acusaciones y las
violencias, rechazando la protección de padres, maridos e hijos.
Las viejas lascivas,
ese terror medieval que sigue inmutable en nuestras
representaciones.
Nuestras brujas
Los linajes de las brujas de estas tierras fueron doblemente
perseguidos, por
habitar estas tierras y por lo brujo de ese habitar. Uno de
los pueblos de lo que
hoy llamamos Tierra del Fuego, el selk’nam, tuvo un
ritual iniciático, el Hain,
donde hombres y jóvenes invocaban
a sus espíritus. Las mujeres y las niñas de la
comunidad no eran parte del
ritual más que como un público situado a varios metros
de donde se
desarrollaban las escenas, que podían durar meses enteros.
A los hombres les
estaba prohibido decir que ellos cubrían su cuerpo de tintas rojas,
blancas y
negras, utilizando máscaras y canciones rituales; es decir, que eran ellos
mismos quienes realizaban el ritual y no los espíritus de los cuatro cielos.
Durante
mucho tiempo, naturalistas y antropólogos sostuvieron
que las mujeres y las niñas
eran engañadas por hombres y chamanes hasta
que Anne Chapman lanzó una
pregunta simple y devastadora: ¿Cómo puede ser
que las mujeres y las niñas no
supiesen que eran sus propios padres, hermanos, esposos, hijos,
quienes se
encontraban de pie ante ellas y con quienes muchas veces tenían
contacto físico
durante el ritual? El secreto no era sería entonces de
los hombres sino de las
mujeres que fingían creerles.
Para los selk’nam el matriarcado era una amenaza inminente, el Hain era
precisamente una teatralización sobre la derrota del poder del linaje de la
Luna y la
institución del poder del Sol. El Hain era a la vez la producción y
la consolidación de
la derrota de la Luna. Mientras se preparaba la ceremonia,
pero también en ciertos
momentos donde se suspendía, las mujeres iban al
bosque, se retiraban y… reían.
Las mujeres selk’nam sabían que eran los hombres
de su propia comunidad quienes
estaban frente a ellas representando una y otra
vez la muerte del poder
de la Luna, de su propio poder, y sabían también que
eso debía ser protegido con
un secreto.
Xalpen, la diosa Luna según la ceremonia de los hombres selk’nam, era
una hembra
insaciable, violenta y destructiva, que engendraba a sus propios
hijos y los devoraba
con el mismo desapego. Xalpen, la imagen de la diosa bruja
a quien las mujeres
selk’nam repudiaban en público, a la vez que la honraban en
privado como la más
hermosa.
A miles de kilómetros de la Tierra del Fuego, una princesa originaria
que fue
entregada por los suyos a Hernán Cortés, La Malinche, ocupó por mucho
tiempo
el incómodo lugar de las brujas en México. Se dijo de ella que era una
traidora,
en la medida en que su dominio de las lenguas habría permitido que
las lanzas de
la conquista hiriesen más profundo y mejor. Se la excusaba o
culpaba señalando
un (hipotético) gran amor por Cortés, con quien tuvo un hijo.
Traidora o enamorada,
La Malinche ocupó el lugar de la maldad o el de la
estupidez, pero poco se dijo de su
capacidad intelectual (hablaba náhuatl pero
aprendió por su cuenta maya además
del castellano), se omitió que su familia la
había entregado como esclava siendo muy
pequeña (para que no cuestione el cacicazgo
de su hermano menor)
y que luego fue entregada como tributo a Cortés, obligada
a perder sus dioses y su
nombre (se la bautizó cristianamente como Marina) y
que fue violada desde los
15 años por el propio Cortés y su capitán Alfonso
Hernández.
El amor a Cortés explicaría su traición. No suele decirse que tuvo poder
y que
a partir de él estableció alianzas y resistencias muy disímiles. Una
originaria no
puede tener poder, si no es porque el mal la posee o porque el
amor romántico
la domina. Una mujer reiteradamente violentada no puede
sobreponerse y desplegar
una afirmatividad que nada tiene que ver con ser una
víctima. Pero, ¿por qué
La Malinche tendría que haber elegido entre dos formas
culturales que la habían
violentado de maneras tan similares? ¿En nombre de qué
palabras tendría que
haberse dejado matar por unos u otros: dios, los dioses,
la sangre, el amor, la patria,
el matrimonio? ¿En nombre de qué principio
habría tenido que elegir? La Real
Academia Española consagra como bruja a La
Malinche cuando define al
malinchismo como “el apego a lo extranjero y el
menosprecio de lo propio”.
La bruja propone un mestizaje radical, donde lo
propio y lo ajeno dejan de ser
formas lingüísticas obvias, una ambigüedad donde
nada es propio ni ajeno: ni la
sangre, ni la lengua.
No se dice que La Malinche hablaba varias lenguas ni se dice que las
mujeres
selk’nam reían y murmuraban en los bosques durante la ceremonia del
Hain.
Quizá sea que la imagen de la lengua de las brujas condensa una doble
potencia.
Por un lado, porque la lengua es una zona del cuerpo particularmente
sensible y
sensual, una materialidad plebeya y erógena de ese cuerpo tan temido
como
secretamente deseado. Pero la lengua de las brujas también alude a su
poder más
efectivo, su capacidad de decir, su poder de (em)brujar. El doble
filo de la lengua,
el temor a que su sonido haga perder la cabeza y encontrar
el cuerpo, y quizá algo
todavía más desestabilizador: el temor a que tal
distinción deje de existir y de tener
sentido.
El linaje brujo de América Latina se conforma en la convergencia de las
brujerías
originarias y aquellas que bajaron de los barcos provenientes de
Europa y África.
Quizá por ese motivo en el nivel de nuestras propias
representaciones, no basta
con señalar el deseo de autonomía, sino que sea
necesario señalar otro elemento,
el miedo al aquelarre. En nuestras imágenes
comunes no se trata tanto de cada
bruja singular, como del temor a su
advenimiento colectivo. Cuando la autonomía
deja de ser la potencia de un
cuerpo individual para convertirse en la fuerza libidinal
que atraviesa una
marabunta, es el temor al aquelarre lo que dinamiza los procesos
de
criminalización, persecución y castigo.
En nuestro territorio, el temor al círculo donde las brujas abandonan su
individualidad
y advienen legión, no puede pensarse sin considerar a los
feminismos de los últimos
años. En este sentido y sabiendo que todo cuerpo
puede ser el cuerpo de una bruja
(en las representaciones y en las prácticas),
originarias, lesbianas y travestis
parecen configurar una zona de aquello que
es profundamente temido y perseguido,
especialmente cuando se trata de
prácticas y discursos que provienen de una
disputa política (que siempre es
ética y espiritual) o que pueden inscribirse
fácilmente en ese campo de
tensiones. Hay toda una genealogía para ser narrada
a partir de las Madres y
Abuelas de Plaza de Mayo, las “brujas” o “locas” de la plaza,
las que caminan
tenazmente en círculo y supieron transformar el grito individual
en bramido
colectivo. Se prepararon muchas piras para quemarlas, algunas exitosas,
pero su
círculo se expandió de todos modos. Brujas también Milagro Sala,
Moira Millán,
Higui, Pepa Gaitán, Diana Sacayán…
La indómita luz
Si se lee el Malleus Malleficarum, el célebre manual escrito
para cazadores de brujas
publicado en Alemania en 1487, rápidamente se
advierte que puede haber una bruja
agazapada en cualquier acto, en cualquier
gesto: la belleza o la fealdad, la
inteligencia o la estupidez, el deseo o su
ausencia, ser devota o desconocer a dios,
tener muchos animales o no tener
ninguno, ser sociable o solitaria, amar al propio
género o detestarlo
profundamente, perderse en los placeres del cuerpo o ser
totalmente castas.
Archivo de toda una política de las pasiones, el Malleuspuede
ser
leído no sólo como un protocolo del horror, sino también como un documento
donde consta la potencia indómita de las brujas. Sus muchísimas páginas parecen
decirnos que cualquier cosa puede indicar la presencia de la
fuerza inquietante;
no se trataría entonces de hacer o no hacer algo, ya que el
manual recepta todas las
posibilidades con mucho detalle, sino que de lo que
verdaderamente se trata es de
la destrucción del mundo de quienes se llamó
brujas.
Mientras las lecturas heteronormadas del poder verían la implacabilidad
de sus
dispositivos, y dirían que nada está a salvo, que todo puede ser
capturado,
podría realizarse una pequeña torsión feminista sobre estos relatos.
Es frecuente
que autores como Michel Foucault o Gilles Deleuze se lean en la
clave de la
fatalidad del poder, pero quizá a partir de la existencia y la
persistencia de las brujas
pueda realizarse un pequeño desplazamiento que
afectaría lo que es posible ver y
pensar. Una lectura del Malleus en
este sentido, podría decirnos que la potencia
indómita habita en todas las
lenguas de mujeres, lesbianas, travestis y trans.
Esta pequeña torsión produce
un efecto sobre lo que decimos y también opera en
el nivel de lo que actuamos y
de lo que podemos imaginar.
Decimos que ningún acto es resistencial por sí mismo (en la medida en
que todo
puede ser capturado), pero también decimos que nada
está capturado para siempre
ni desde siempre, es más: decimos que todas las
dimensiones del mundo y todas
sus prácticas pueden ser un escenario donde se
invierta el signo de una relación
de poder, donde estalle un dispositivo. Y si
es así, debemos desarrollar una
estrategia intelectual y política particular:
una que no aniquile de antemano la
potencia de lo que brota (en nombre de la
dialéctica, del poder, o de ambos),
una que no privilegie ciertas zonas o
subjetividades y rechace otras de antemano.
La potencia indómita puede estar en
cualquier sitio, y es importante desarrollar un
arte brujeril de “prestar
atención”, como señalan Stengers y Pignarre.
En este punto podría jugarse con la hipótesis de cierta “guerra de los
mundos” entre
el modo heteropatriarcal de pensar y actuar el poder, y el modo
en que lo hacen las
brujas; mientras el primero remite al modelo de la guerra,
el segundo envía hacia lo
que podría llamarse un modelo de composición de
fuerzas. Cuando se piensa y
actúa desde el modelo bélico, el mundo es el
escenario de la fractura binaria entre
lo activo y lo pasivo, entre el sujeto y
el objeto, el cazador y la presa, quien conquista
y lo que es conquistado. La
naturaleza es una trama inerte que hace de escenografía
para la odisea
del hombre que conoce y puede, del héroeque la
domina y por
extensión también a las brujas. Conocer, educar, corregir,
dominar.
El mundo del que dan cuenta las brujas es otro. En primer lugar porque
allí se
rechaza radicalmente lo binario, especialmente lo que distingue la
política de lo
erótico y lo doméstico, el cuerpo del espíritu, la naturaleza de
la cultura.
Una micropolítica donde cada gesto es relevante, podría gestar
estrategias
de aquelarre cualitativamente diferentes a las que llamamos
“política” que
aluden siempre a instituciones heteronormadas: la familia, la
iglesia, el estado,
el trabajo, la economía, la ciencia… Desde el punto de
vista de las brujas, en
los cuerpos coagulan fuerzas que siempre pueden ser
intervenidas, no hay espacio
allí para esencias de ningún tipo. En la mirada
mestiza e hibridante de las brujas,
la naturaleza no es un territorio
domesticable ni de leyes inquebrantables,
sino un plano no binario, que nos
puebla y que poblamos, habitado también
por técnicas, deseos, vivientes
no-humanos, clinámenes y saltos cuánticos.
El saber brujo es un
saber de los efectos, una pragmática, donde no es posible
sostener una idea de
la naturaleza en el sentido moderno, en la medida en que
equivaldría a reenviar
a mujeres, lesbianas y travestis a la zona de los dispositivos
de
normalización, a la maternidad y la heterosexualidad.
La naturaleza de las
brujas es antinatural e inquietante, en ella todas las
composiciones son
posibles.
Los linajes brujos, viejos y nuevos, heteróclitos y móviles,
desmesurados e
inadaptables, ofrecen la invaluable posibilidad de hacer existir
sensibilidades,
imaginaciones, animismos y saberes de la continuidad y la
alternancia.
Mundos que no ofrecen realidades excluyentes, ni principios ni fines
últimos
sino ciclos infinitos de transformación. Si la biopolítica, el
neoliberalismo y el
heteropatriarcado producen un mundo desencantado que regula
y deprime las
potencias subjetivas, la magia parece ser una clave política
ineludible,
tal como señala Mona Chollet:
“la magia aparece como un recurso sumamente pragmático, un salto vital,
una
manera de anclarse en el mundo y en la propia vida en una época en donde
todo
parece confabularse para precarizarnos y debilitarnos”.
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