9 de julio de 2021

OPINION.

 


EL SALUDO FINAL

Por Ricardo Ragendorfer

Héctor Germán Oesterheld fue capturado en La Plata, el 27 de abril de 1977. Estuvo más de un año «desaparecido» en el campo de concentración El Vesubio hasta que se ordenó su asesinato.

La nave de la Iglesia Catedral Nuestra Señora del Rosario, el principal templo católico de la ciudad bonaerense de Azul, estaba colmada. Con ambas manos apoyadas sobre el altar mayor, a espaldas de una enorme imagen de la Virgen homónima, el cura iniciaba la celebración de la santa misa con un rezo.

Desde el primer asiento, un feligrés repetía sus palabras con un fervor tal vez exagerado, al igual que su esposa. Esa familia se completaba con dos niños. Al rato, todos ellos se pusieron de pie para tomar el sacramento de la eucaristía. El tipo tenía un inequívoco aire marcial; era el mayor Pedro Durán Sáenz. Tal vez en aquel instante cavilara sobre la conveniencia de confesarse. Razones no le faltaban.

Cinco días antes, exactamente al clarear el martes 14 de marzo de 1978, habían sido hallados cinco cadáveres en un descampado de la localidad de Lomas de Zamora. Eran tres hombres y dos mujeres de entre 17 y 23 años. La causa de muerte fue «shock traumático agudo por heridas de bala», diría el acta de defunción. Horas después, esos cuerpos fueron enterrados en una fosa común del cementerio local.

Durán Sáenz no era ajeno al episodio.

Tal vez él evocara el asunto durante aquella mañana dominical, cuando en su paladar se disolvía esa oblea redonda que simboliza el cuerpo de Cristo.

Al caer la tarde, como lo hacía cada domingo, se despidió de los suyos con una pizca de pesar, antes de partir al volante de un Ford Falcon gris hacia su lugar de trabajo, situado a casi 300 kilómetros de allí.

Ya de madrugada, el tipo ingresó por la autopista Riccheri al Camino de Cintura, en La Matanza. Allí, detrás de una frondosa arboleda, había un predio con pileta de natación y tres casas de estilo colonial con tejas rojas. Se trataba de El Vesubio, uno de los centros clandestinos de detención controlado por el Primer Cuerpo del Ejército. Y él era su máxima autoridad.

Allí habían estado las cinco personas ejecutadas en Lomas de Zamora.

Y en ese mismo inframundo aún se encontraban el cineasta Raymundo Gleyzer, el escritor Haroldo Conti y el guionista Héctor Germán Oesterheld, entre unas 200 personas secuestradas.

A comienzos del año anterior, Oesterheld había terminado de escribir la segunda parte de El Eternauta, que también ilustraría Solano López.

Ese guion fue concebido bajo los rigores de la clandestinidad, ya que él integraba la organización Montoneros, al igual que sus cuatro hijas, Estela (de 25 años) Diana (de 24), Beatriz (de 19) y Marina (de 18).

Por aquellos días, él estaba en La Plata. Diana y Beatriz ya habían sido secuestradas. La primera en Tucumán –con un embarazo de seis meses–, y la otra en el Gran Buenos Aires; luego cayó su pareja, Carlos Della Nave.

Por su parte, Héctor Germán fue atrapado por los esbirros del régimen en La Plata, durante el anochecer del 27 de abril.

¿Se habría enterado en su lugar de cautiverio de que Estela había sido secuestrada en julio y Marina –con su pareja, Alberto Seindlis– en noviembre?

Ninguna de sus hijas apareció con vida.

Del cautiverio del guionista dio cuenta el sobreviviente Eduardo Arias, en su testimonio ante la Conadep, reproducido en el Nunca más: «Su estado era terrible. Permanecimos juntos mucho tiempo. (…) Uno de los recuerdos más inolvidables que conservo de Héctor se refiere a la Nochebuena del 77. Los guardianes nos dieron permiso para sacarnos las capuchas y para fumar un cigarrillo. También nos permitieron hablar entre nosotros cinco minutos. Entonces Héctor dijo que, por ser el más viejo de todos los presos, quería saludar uno por uno a todos los que estábamos allí. Nunca olvidaré ese último apretón de manos. Héctor Oesterheld tenía 58 años cuando sucedieron estos hechos. Su estado físico era muy muy penoso».

¿Por qué razón los verdugos de El Vesubio lo mantuvieron tanto tiempo con vida? Ellos suponían que él era el enlace entre la estructura de la «Orga» en La Plata y la Conducción Nacional. Al menos eso creía el represor Gustavo Adolfo Cacivio (a) «el Francés». Fue él quien ordenó su «disposición final» –»asesinato», según la jerga de los represores– en algún momento impreciso de 1978.

Conviene reparar en este personaje.

Al Francés, que circulaba por El Vesubio embadurnado con colonia Old Spice, se lo recuerda por alternar las tareas aberrantes con su pasión por la música clásica. Su preferido era Brahms. En los allanamientos solía ordenar a la patota: «Afanen discos y casetes». En una ocasión, le tiró un casete en la cara al represor Néstor Cendón, al grito de: «¡Este ya lo trajiste tres veces!». Y a veces amenizaba sesiones de tortura con la melodía de sus compositores favoritos.

Su estilo como cabecilla operativo de El Vesubio fue destacado por muchos sobrevivientes, dado que su presencia era constante en los secuestros y en las sesiones de torturas. También era el que decidía a quién someter a tormentos o en qué sitio un detenido iría a ser a ser alojado, dentro de las tres casas del centro de detención.

A mediados de la década del 80 –ya bajo el imperio de la democracia– le fue concedido el grado de teniente coronel, sin dejar de actuar como oficial de Inteligencia. Luego, tal vez en virtud de un sexto sentido envidiable, se hizo humo. Y sin que su nombre verdadero saliera a la luz. En los testimonios sobre su actuación en El Vesubio siempre se lo nombraba por su apodo.

ÚLTIMOS DÍAS DE LOS VICTIMARIOS

Recién en agosto de 2010, el juez federal Daniel Rafecas logró identificar al temible mandamás de aquella sucursal del infierno. Según se supo entonces, uno de los elementos que guio la pesquisa del magistrado fue que en los centros clandestinos del llamado «circuito Camps» había un oficial del Ejército con ese alias, y que respondía a las mismas características que tenía el carnicero de El Vesubio. Se trataba, claro, de la misma persona.

En aquel momento, él ya estaba tras las rejas. Había sido detenido en febrero de 2010 por orden del juez federal Manuel Blanco, junto con algunos colegas de La Cacha, otro centro clandestino que dependía del Destacamento de Inteligencia 101, de La Plata.

En 2014, el Tribunal Oral Federal 4 de Capital tuvo a su cargo el juicio por los delitos de lesa humanidad cometidos en El Vesubio. El proceso abarcó un total de 204 víctimas; entre ellos, Oesterheld.

Había que ver a ese sujeto en el banquillo de los acusados. Era calvo, grandote y con un traje gris, acaso con demasiada fibra sintética. Lo cierto es que por esos días, a los 71 años, su agenda era intensa, puesto que repartía el tiempo entre La Plata y el barrio porteño de Retiro. En el primer sitio se lo juzgaba por los crímenes cometidos en La Cacha; en el otro, por los de El Vesubio. Porque él era el verdugo en jefe de ambos inframundos.

Tanto tiempo después de los hechos por los cuales estaba allí, mitigaba el estrés de las audiencias entrecerrando los párpados. A veces cabeceaba, y otras, directamente dormía, mientras llovían las acusaciones sobre él. Ya nada quedaba de ese homicida que manejaba la picana atildado como un dandi. Sin embargo, en su figura envejecida, la ferocidad seguía brillando en su mirada.

Entre los ex militares juzgados no estaba Durán Sáenz. Este asesino tan católico, que solía convertir a las mujeres cautivas en sus esclavas sexuales, murió impune a principios de 2011.

En diciembre de 2014, el Francés y tres de sus subordinados –Raúl Crespi, Federico Minicucci y el ya mencionado Cendón– fueron condenados a prisión perpetua.

Caras y Caretas

Fuente:ElOrtiba

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