Mientras tanto, en el lejano Oeste...
Un condenado a muerte en Carolina del Sur acaba de hacer una opción con respecto al método por el cual ese estado de EEUU lo hará pasar a mejor vida: el hombre eligió el pelotón de fusilamiento. Otro condenado, pero en el gran estado de Texas, acaba de obtener de la Corte Suprema un deseo que su estado de residencia (forzada, pero residencia al fin) le estaba negando: que el pastor de su fe religiosa lo acompañe en la oración mientras lo ejecutan, y que imponga sus manos sobre él. El país del norte, se ve, sigue justificando su fama de ser la tierra de las oportunidades y las opciones.
Peculiar.
Los estudiosos de la materia coinciden en caracterizar a la pena de muerte como "una institución peculiar" de la vida norteamericana. Dicen, para justificarla de algún modo, que se basa en las acendradas tradiciones localistas y democráticas del país. Formaría parte del llamado "excepcionalismo norteamericano", un conjunto de creencias que -no exento de cierto racismo y aliento imperialista- busca explicar cómo es que los EEUU son una cosa única, brutal, ¿viste?
Estos mismos autores destacan un hecho que se remonta al siglo XIX, y es el respeto que incluso los pueblos más pequeños tenían por la idea de que el derecho de ejecutar a los reos correspondía a la comunidad donde se habían cometido los supuestos delitos. Si un condenado huía, y era capturado en algún condado distante, los muchachos se contenían las ganas de lincharlo en casa, y lo mandaban derechito para el pueblo donde residían los ofendidos por su conducta.
Allí lo esperaba, en aquellos años, un menú de torturas -aquella pintoresca costumbre de untarlos en alquitrán caliente y pegarle plumas encima, por ejemplo, como escribía Mark Twain- y una ejecución pública, generalmente en la horca. Fotógrafos profesionales retrataban los distintos momentos del suplicio, y luego imprimían postales que los lugareños solían enviar por correo a parientes lejanos, muchas veces con valientes mensajes sobre cómo habían tratado al -casi siempre negro- delincuente. Hay un libro entero dedicado a rescatar y clasificar este curioso y peculiar género epistolar, ciertamente único allá en el ancho sur americano.
Drogas.
Los tiempos han cambiado, y ya no hay más ejecuciones en plazas públicas. En general estos asuntos se llevan a cabo en recintos cerrados, bastante asépticos, con la concurrencia de un selecto grupo de personas, que suele incluir a los familiares de la víctima (en el caso de los homicidios) y a los periodistas.
Sin embargo, el folclore que rodea a estas ceremonias sigue siendo pintoresco. Existe, por ejemplo, una fascinación, bien alimentada por la prensa, por conocer cuál fue el menú de la última cena que ingirió el condenado, la noche antes de ser invitado a conocer a su creador. Se publican estos menús, y se ensayan, desde luego, sesudas interpretaciones sobre qué aspecto de la tortuosa personalidad del delincuente revelan estas opciones culinarias. Hay incluso un artista que compuso toda una muestra fotográfica recreando estos menús, que van desde pantagruélicos banquetes, hasta ínfimos bocados. A veces, los muy bribones piden mucha comida, de la que no prueban un sólo bocado, lo cual es interpretado invariablemente como un gesto de desafío o de repudio a la sociedad. Parece que no tienen derecho a perder el apetito ante la inminencia de la muerte.
Pero de momento el problema más acuciante para los estados que aún llevan adelante esta práctica bárbara (en el mal sentido de esa palabra) es la falta de las drogas necesarias para la inyección letal, que según la jurisprudencia sería el método más humano para conducir estos procedimientos. Porque, recordemos, la constitución gringa prohíbe los castigos "crueles e inusuales". Parece que las compañías farmacéuticas se niegan a proveer estas drogas a los gobiernos, en respuesta a la presión de grupos activistas contrarios a la pena de muerte. Vaya ética corporativa. ¿O será porque es un mercado muy reducido, que no les interesa, sobre todo ahora que están cortando el queso a lo grande con las vacunas?
Opciones.
Richard B. Moore, a quien condenaron a muerte por matar a un cajero y llevarse una bolsa con dinero de una tienda en 1999, será ejecutado el próximo 29 de abril. Como Carolina del Sur no cuenta con la inyección letal, le permitieron elegir entre la silla eléctrica y el pelotón de fusilamiento, y pese a considerar que ambos métodos son inconstitucionales, el sureño eligió la opción B. No es tanto por esa cosa romántica del fusilamiento, con la venda en los ojos, el último deseo de una pitada al cigarrillo, acaso la última maldición antes de la limpia ráfaga final: lo que pasa es que la silla eléctrica suele ser un método poco confiable, que puede demorar mucho en cumplir su cometido y provocar una prolongada agonía, además de un espectáculo muy poco altruista.
El caso de John Henry Ramírez, condenado en Texas por un delito similar cometido en 2004, es distinto. Como muchos, en la prisión encontró a Dios, en una de sus vertientes protestantes, y logró aplazar su ejecución unos cuantos años, por cuanto los poco sutiles tejanos le denegaban el pedido de que su pastor lo acompañe en la cámara de ejecuciones, rece en voz alta y le brinde contacto humano.
Créase o no, la Corte se tomó el trabajo de explicar cómo debía hacer Texas para garantizar ese derecho sin afectar la solemnidad y el decoro del momento. Con sólo "limitar el volumen de las plegarias", "requerir silencio en los momentos críticos del proceso" y "permitir al pastor que sólo mantenga diálogo con el condenado", parece que estamos todos "ok".
La noticia lamentablemente no indica cuál será el método de ejecución en este caso. Si va a ser la electrocución o el fusilamiento, ese pastor de almas lo pensará dos veces antes de exagerar el contacto físico con su pupilo.
Dirá el lector que estos asuntos no deberían ser materia de humor. Y quizá tenga razón. Pero la ironía no está aquí dirigida a esos pobres condenados, sino a la solemne hipocresía de sus verdugos.
PETRONIO
Fuente:LaArena
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