Sonia Torres. (José Gabriel Hernández / La Voz)
La década de 1970 transcurrió particularmente sombría en la mayoría de los países latinoamericanos.
La imposición de regímenes cívico-militares por sobre gobiernos democráticos causó heridas
sociales y económicas, y violaciones de derechos que aún no cicatrizan.
En Argentina, la nueva dictadura incrementó los niveles de violencia sobre las infancias a
límites insospechados.
Chicos y chicas fueron lastimados en, al menos, dos dimensiones: la de testigo y la de víctima
directa. Incontables hijos e hijas presenciaron la detención de familiares, mientras que otros/
as compartieron prisión junto a sus mayores y recibieron torturas físicas con el fin de quebrar
la resistencia de los adultos; muchos fueron abandonados luego en hospitales, comisarías o
simplemente en la calle.
Un número incalculable de adolescentes fue secuestrado y desaparecido al “subvertir el orden
público” sólo por pertenecer a centros de estudiantes, manifestarse en contra de la dictadura o
figurar en listas de amigos o compañeros.
Y cientos fueron víctimas del sistema desde antes de nacer. Las embarazadas detenidas
transitaban su gestación en condiciones tenebrosas, para, luego del nacimiento, ser separadas
de su bebé, que era “ubicado” en familias afines al régimen.
Así surgieron los primeros conceptos de identificación anómala de la época: los “niños
desaparecidos” y los “niños apropiados”. Un punto de referencia podría ser la intolerable
declaración del dictador Jorge Rafael Videla: “Frente al desaparecido, en tanto esté como tal,
es una incógnita. (…) no tiene entidad, no está… ni muerto ni vivo, está desaparecido”.
Esta agobiante definición impregnó de dolor y desconcierto a
quienes descubrían que podía haber nuevas y aberrantes
representaciones sociales infantiles.
Tal apropiación era justificada públicamente como una “reparación
ante el error cometido por la falta de apego y responsabilidad de
padres subversivos”. Según esa lógica, el Estado otorgaría un mejor
destino a esos niños “desamparados” o “en situación de peligro”.
Sin disponer de registros exactos, se estima que fueron secuestrados
alrededor de 400 recién nacidos, “colocados” de inmediato en familias
vinculadas con las fuerzas armadas, amigos de dirigentes o funcionarios
ocasionales.
La violación a los derechos humanos alcanzaba límites impensables.
Como forma de resistencia, nació en 1977 la asociación Madres de
Plaza de Mayo con el fin de reclamar la recuperación con vida de los
detenidos desaparecidos. En poco tiempo se creó Abuelas de Plaza de
Mayo, agrupación centrada en localizar e identificar a nietos sustraídos
y restituirlos a las familias legítimas.
ABUELA CORDOBESA
Sonia Torres, emblema de Abuelas en Córdoba, falleció el pasado 20
de octubre a los 94 años sin haber conocido a su nieto.
Durante el juicio por crímenes cometidos en el centro de detención La
Perla, pudo saber que su hija Silvia había parido un varón en junio de
1976 en la Maternidad Provincial de Córdoba, y que se lo llamó
Daniel Efraín.
Ese hijo –ese nieto– es hoy una persona de 47 años que tal vez
desconoce su historia. No sospecha la violencia sufrida por su familia
biológica ni sabe de la búsqueda de casi medio siglo de su abuela, a
pesar de las amenazas recibidas, el atentado contra su vida y de los
obstáculos que encontró a cada paso.
Si hubiera sido el nieto recuperado número 133, Daniel Efraín (¿cuál
es su nombre hoy?) podría haber ayudado a Sonia a despedirse en paz.
Y tal vez podría haber moderado –si eso es posible– uno de los mayores
daños infligidos contra la infancia argentina; demasiado profundo
como para no seguir buscando; demasiado extenso como para no
seguir recordando.
* Médico
Fuente:LaVoz
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