Por Ricardo Ragendorfer
Allí, tras ser objeto de feroces torturas, empezaron a colaborar con los represores en interrogatorios a sus compañeros de infortunio, entre otros menesteres. Pero sin revertir su condición de cautivos.
En la actualidad, El Cady –tal era su apodo– es juzgado por el Tribunal Oral Federal Nº 2 de Rosario. Sobre él pesan denuncias por crímenes de lesa humanidad, y comparte el banquillo de los acusados con el antiguo mandamás del II Cuerpo del Ejército, ex general Ramón Genaro Díaz Bessone, y cinco policías. Sin embargo, la fiscalía, la querella de la agrupación Hijos y la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación desistieron de los cargos en su contra con el siguiente criterio: “Quien entra como víctima a un centro clandestino, sale en la misma condición”.
Ello es el disparador de un debate cuyo eje gira en torno a la responsabilidad ética y penal de quienes estando privados de su libertad durante la dictadura colaboraron con los represores. Un tema cuya valoración oscila entre la inmediatez y la perspectiva histórica.
En cuanto a lo primero, bien vale evocar otro caso no menos emblemático, pero diferente tanto en el epílogo como en su abordaje.
Todo empezó cuando el integrante de la conducción de Montoneros, Marcos Osatinsky, fue capturado el 7 de agosto de 1975 por la policía cordobesa. Sus captores no tardarían en matarlo, arrastrándolo por una ruta encadenado a un auto. Su cadáver fue luego destruido con una carga de dinamita.
Osatinsky había sido delatado por Valdez, un militante cuyo verdadero nombre era Fernando Haymal, quien días antes había caído en manos de una patota policial apoyada por efectivos del Ejército. Al delator también se le atribuye la entrega de otros 10 compañeros, algunas casas operativas y un depósito de armas. Después de semejante contribución informativa, recuperó alegremente la libertad. Pero sus confidencias trascendieron. Y fue condenado a muerte por un tribunal revolucionario de la organización. La sentencia fue cumplida el 6 de septiembre de ese año.
Su apresurado modo de morir, sin embargo, le permitió llevarse algunos secretos a la tumba. Porque lo suyo no se había limitado solamente a una traición cometida en medio de circunstancias apremiantes. En realidad, Valdez había sido doblado por agentes de inteligencia, antes de su fallido intento por volver a circular entre sus compañeros; en su nueva condición de filtro debía reportarse a un tal Vargas. Éste no era otro que el capitán Héctor Vergés.
Esa trama guarda semejanza con una historia relatada por Joseph Kessel en su estremecedora crónica El ejército de la noche –publicada en 1943–, sobre el lado más dramático de la Resistencia Francesa: la ejecución de militantes que, presionados por las circunstancias, colaboraban con los alemanes. Uno sus protagonistas es el jefe de una célula, Félix La Tonsure; otro, su subordinado Philippe Gerbier; éste debe ejecutar al joven delator Dounat. Lo cierto es que Gerbier asume dicha misión como un imperativo moral. “No matar a Dounat es matar a Félix. Porque Dounat vivo entregaría a Félix.” Tal es su razonamiento. Pero sabe que la delación no es culpa de Dounat ni su muerte será culpa de quienes lo enviarán al otro mundo. “El único, eterno culpable –piensa– es el enemigo que impone a los franceses la fatalidad del horror.”
Esa es la clave del asunto.
Y a la vez, el denominador común entre Haymal, Dounat y Chomicki.
Sólo que los primeros dos cayeron en paralelo a su traición. Ésta consistía en vulnerar la vida de sus presuntos compañeros y la estructura de la organización a la que fingían pertenecer. En un tiempo sin ley, sus truculentos finales podrían interpretarse como un acto extremo en defensa propia.
El caso de Haymal es paradigmático; él había sido puesto en libertad y tuvo en sus manos la chance de eludir el asedio de los represores. Pero no lo hizo; es decir, había cambiado de bando. Sucede que para traicionar en serio hay que tener la posibilidad de semejante elección. Tal fue el caso de Jesus Ranier, el filtro del Batallón 601 en el ERP que propició la emboscada a los guerrilleros en Monte Chingolo. El tipo no había sufrido apremio alguno; por el contrario, su único incentivo fue el dinero.
El caso de Chomicki es incomparable a los anteriores. Tanto él como otras personas recluídas en centros clandestinos colaboraron con los represores en situación de cautiverio. Es cierto que pudieron haber consumado actos aberrantes o, simplemente, cebar mate a los verdugos. Pero como mano de obra esclava, en un escenario diseñado para despojar a las víctimas de todo vestigio relacionado con la condición humana, y con el siniestro propósito de que nadie pudiese constituirse en sujeto responsable de sus actos. Ese fue el pecado original de Chomicki. Y así el universo que atravesó como un fantasma apenas disimulado.
El secretario de DD.HH., Eduardo Luis Duhalde sostiene al respecto: “Ni uno, el ex represor, ni el otro, el ex secuestrado, más allá de su voluntad, pueden torcer el papel histórico que les correspondió en el momento de los hechos (desde una temporalidad conjugada hace más de tres décadas en el lugar represivo, no desde sus identidades sustantivas, que trascienden toda finitud).Tampoco pueden evitar las consecuencias históricas del destino prefijado voluntariamente por cada uno en el tiempo previo a que la realidad los pusiera frente a frente, aunque en una relación opuesta y absolutamente desigual: la del verdugo, como parte de la estructura represiva, asumiendo una práctica ilegal, y las de sus futuras presas inermes, quienes aún ejercían su compromiso político”.
Días atrás, una de las testigos sindicadas como colaboradoras en la Esma declaró por primera vez en todos estos años. El motivo: necesitó ese tiempo para quitarse la mochila de haber sobrevivido y, además, bajo el rótulo de colaboradora. “Necesitó –según su abogado, Rodolfo Yanzón– más de cinco lustros para rearmarse; para volver a lo que pensaba en aquel entonces. Hasta ese grado de despersonalización los llevaron. Enfrentar a los cautivos era parte del exterminio, algo similar a lo que sucedió en los campos nazis.”
Chomicki, en cambio, sigue pagando su pecado original.
A su lado, Díaz Bessone sonríe.
Ello es el disparador de un debate cuyo eje gira en torno a la responsabilidad ética y penal de quienes estando privados de su libertad durante la dictadura colaboraron con los represores. Un tema cuya valoración oscila entre la inmediatez y la perspectiva histórica.
En cuanto a lo primero, bien vale evocar otro caso no menos emblemático, pero diferente tanto en el epílogo como en su abordaje.
Todo empezó cuando el integrante de la conducción de Montoneros, Marcos Osatinsky, fue capturado el 7 de agosto de 1975 por la policía cordobesa. Sus captores no tardarían en matarlo, arrastrándolo por una ruta encadenado a un auto. Su cadáver fue luego destruido con una carga de dinamita.
Osatinsky había sido delatado por Valdez, un militante cuyo verdadero nombre era Fernando Haymal, quien días antes había caído en manos de una patota policial apoyada por efectivos del Ejército. Al delator también se le atribuye la entrega de otros 10 compañeros, algunas casas operativas y un depósito de armas. Después de semejante contribución informativa, recuperó alegremente la libertad. Pero sus confidencias trascendieron. Y fue condenado a muerte por un tribunal revolucionario de la organización. La sentencia fue cumplida el 6 de septiembre de ese año.
Su apresurado modo de morir, sin embargo, le permitió llevarse algunos secretos a la tumba. Porque lo suyo no se había limitado solamente a una traición cometida en medio de circunstancias apremiantes. En realidad, Valdez había sido doblado por agentes de inteligencia, antes de su fallido intento por volver a circular entre sus compañeros; en su nueva condición de filtro debía reportarse a un tal Vargas. Éste no era otro que el capitán Héctor Vergés.
Esa trama guarda semejanza con una historia relatada por Joseph Kessel en su estremecedora crónica El ejército de la noche –publicada en 1943–, sobre el lado más dramático de la Resistencia Francesa: la ejecución de militantes que, presionados por las circunstancias, colaboraban con los alemanes. Uno sus protagonistas es el jefe de una célula, Félix La Tonsure; otro, su subordinado Philippe Gerbier; éste debe ejecutar al joven delator Dounat. Lo cierto es que Gerbier asume dicha misión como un imperativo moral. “No matar a Dounat es matar a Félix. Porque Dounat vivo entregaría a Félix.” Tal es su razonamiento. Pero sabe que la delación no es culpa de Dounat ni su muerte será culpa de quienes lo enviarán al otro mundo. “El único, eterno culpable –piensa– es el enemigo que impone a los franceses la fatalidad del horror.”
Esa es la clave del asunto.
Y a la vez, el denominador común entre Haymal, Dounat y Chomicki.
Sólo que los primeros dos cayeron en paralelo a su traición. Ésta consistía en vulnerar la vida de sus presuntos compañeros y la estructura de la organización a la que fingían pertenecer. En un tiempo sin ley, sus truculentos finales podrían interpretarse como un acto extremo en defensa propia.
El caso de Haymal es paradigmático; él había sido puesto en libertad y tuvo en sus manos la chance de eludir el asedio de los represores. Pero no lo hizo; es decir, había cambiado de bando. Sucede que para traicionar en serio hay que tener la posibilidad de semejante elección. Tal fue el caso de Jesus Ranier, el filtro del Batallón 601 en el ERP que propició la emboscada a los guerrilleros en Monte Chingolo. El tipo no había sufrido apremio alguno; por el contrario, su único incentivo fue el dinero.
El caso de Chomicki es incomparable a los anteriores. Tanto él como otras personas recluídas en centros clandestinos colaboraron con los represores en situación de cautiverio. Es cierto que pudieron haber consumado actos aberrantes o, simplemente, cebar mate a los verdugos. Pero como mano de obra esclava, en un escenario diseñado para despojar a las víctimas de todo vestigio relacionado con la condición humana, y con el siniestro propósito de que nadie pudiese constituirse en sujeto responsable de sus actos. Ese fue el pecado original de Chomicki. Y así el universo que atravesó como un fantasma apenas disimulado.
El secretario de DD.HH., Eduardo Luis Duhalde sostiene al respecto: “Ni uno, el ex represor, ni el otro, el ex secuestrado, más allá de su voluntad, pueden torcer el papel histórico que les correspondió en el momento de los hechos (desde una temporalidad conjugada hace más de tres décadas en el lugar represivo, no desde sus identidades sustantivas, que trascienden toda finitud).Tampoco pueden evitar las consecuencias históricas del destino prefijado voluntariamente por cada uno en el tiempo previo a que la realidad los pusiera frente a frente, aunque en una relación opuesta y absolutamente desigual: la del verdugo, como parte de la estructura represiva, asumiendo una práctica ilegal, y las de sus futuras presas inermes, quienes aún ejercían su compromiso político”.
Días atrás, una de las testigos sindicadas como colaboradoras en la Esma declaró por primera vez en todos estos años. El motivo: necesitó ese tiempo para quitarse la mochila de haber sobrevivido y, además, bajo el rótulo de colaboradora. “Necesitó –según su abogado, Rodolfo Yanzón– más de cinco lustros para rearmarse; para volver a lo que pensaba en aquel entonces. Hasta ese grado de despersonalización los llevaron. Enfrentar a los cautivos era parte del exterminio, algo similar a lo que sucedió en los campos nazis.”
Chomicki, en cambio, sigue pagando su pecado original.
A su lado, Díaz Bessone sonríe.
FuentedeOrigen:Miradas al Sur
Fuente:Agndh
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