Policía, empresas y pandillas
Una vieja película de terror
Publicado el 23 de Octubre de 2010
Por Alberto Dearriba
Periodista.
En épocas en que los paradigmas son grotescas caricaturas de la estupidez humana como la de Ricardo Fort, conmueve enterarse que un chico haya comenzado a mirar más allá de las marcas de sus zapatillas a los 14 años, para terminar dando su vida por los demás.
Cuando se trata de explicar un asesinato, las palabras pierden sentido y se tornan vacuas. No hay nada que lo justifique plenamente. Y si se trata del conmovedor crimen de un joven militante político que cae defendiendo a los más desposeídos, todo intento racionalizador deviene en un discurso casi seguramente trivial. Pero hay una sensación bastante extendida que se puede compartir: se trata de una muerte que aguijoneó la conciencia colectiva.
Uno puede coincidir o no con las ideas que movían a Mariano Ferreyra a militar en favor de los trabajadores desde el Partido Obrero, pero no se puede negar que pertenecía a esa legión de jóvenes que todavía sostienen con cuerpo y alma el sueño de una sociedad más justa. Mariano había trascendido el individualismo propio de la época, el desinterés por los demás y la extendida condena de la política en su conjunto, a la que reivindicaba en cambio como herramienta transformadora. En épocas en que los paradigmas son grotescas caricaturas de la estupidez humana como la de Ricardo Fort, conmueve enterarse que un chico haya comenzado a mirar más allá de la marca de sus zapatillas a los 14 años, para terminar dando su vida por los demás.
Mariano era todavía un pibe cuando participó en la manifestación en la que fueron asesinados otros dos luchadores sociales como Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Esas dos muertes cambiaron el curso de la vida política argentina. Primero porque el entonces presidente, Eduardo Duhalde, decidió adelantar la entrega del poder, agobiado por una pesada condena social. Y luego, porque su sucesor, Néstor Kirchner, se convenció de que no debía reprimir la protesta social.
Esa decisión le hizo pagar un elevado costo político a Kirchner y a Cristina Fernandez, frente al mal humor de los sectores más conservadores de la sociedad, que creen que los estertores de la pobreza pueden acallarse con la solución del taxista. Los medios opositores amplificaron por supuesto la sensación de “caos” que provocan los cortes de rutas o calles, como si no fuera mucho más caótica la situación de quienes padecen condiciones de vida inaceptables. Pero paradójicamente, su vocación antirrepresiva no alcanzó a protegerlo totalmente de quienes quieren cargarle ahora un asesinato.
La no criminalización de la protesta social cambió la fisonomía de los conflictos que históricamente terminaban a los palos. La desaparición de la policía represiva como actor central en las huelgas y manifestaciones alteró la relación de fuerzas y animó a quienes se atreven a expresar su descontento. Las mayores coberturas sociales para ancianos y niños, la rehabilitación de las paritarias y la reducción del desempleo atenuaron también el voltaje de la lucha social. Pero la Argentina del siglo XXI mantiene intacta oscuras estructuras sindicales, que fomentan el desarrollo de patotas asesinas.
En realidad, existe un extendido prejuicio social contra el sindicalismo, que no siempre obedece a sus vicios y perversidades, sino a sus cualidades específicas: la defensa de los sectores postergados. Muchas veces no se condena la acción sindical por desproteger a los trabajadores en connivencia con las empresas, sino precisamente por lo contrario.
Tampoco se critica debidamente a los sindicalistas que se metieron de cabeza en la fiesta menemista y apañaron la eliminación de viejas conquistas obreras. Por estas defecciones nacieron formas de contratación flexibles que están precisamente en la base del conflicto entre ferroviarios con estabilidad y ferroviarios temporales de empresas tercerizadas. El kirchnerismo logró reponer buena parte del fuero laboral arrasado por el neoliberalismo, pero el crimen de Mariano iluminó la persistencia de perversos vericuetos legales y gambetas extralegales pertenecientes al país que se quiere cambiar.
Las críticas al sindicalismo deben separar entonces la paja del trigo. No se trata de sumarse alegremente a un prejuicio similar al de la antipolítica, que termina por favorecer a los poderosos y que muchas veces hasta suele ir entremezclado con un inocultable tufillo racista.
Pero algo cruje en el cerrado modelo sindical argentino, caracterizado por la falta de libertad y democracia interna. No se puede, además, confundir la defensa de los trabajadores con los privilegios de quienes dicen representarlos. El atraso del modelo gremial se hace más patente aún en un país que intenta cambiar de rumbo.
Está claro que desde muchos sindicatos se defienden negociados, prebendas y chanchullos antes que salarios y condiciones de trabajo. Hatos de desclasados y lúmpenes siguen rodeando a muchas conducciones sindicales, que los apañan para utilizarlos como masa de maniobra contra los trabajadores. Estas pandillas asumen así el viejo rol de las policías bravas contra sus compañeros de clase.
La lista Verde de la Unión Ferroviaria, que conduce José Pedraza desde mediados de los ’80, tiene su página en Internet, donde aparecieron mensajes contra los “comunistas de mierda” y los “zurdos”. Estas expresiones macartistas, propias de las bandas de la derecha, coinciden con el testimonio de un reportero gráfico que dijo haber escuchado, de los ferroviarios que impidieron el corte, que ahora había “un zurdo menos”. Más gráfica aún que estas expresiones del folklore patoteril es la explicación que se leyó en la misma página acerca del enfrentamiento con los trabajadores tercerizados: “Ser ferroviario es hereditario. Si nos quieren usurpar nuestros derechos por la fuerza vamos a defender el destino de nuestras familias. Depende de nosotros esos puestos de trabajo. Les pertenecen a nuestras familias. No dejemos que los zurdos ocupen esos lugares.”
Para estas pandillas, los trabajadores que reclaman ser reincorporados a sus trabajos no son compañeros a los que hay que defender, porque no integran la rosca en la que están imbricados el sindicato y las empresas, sino enemigos que si logran estabilidad en sus puestos de trabajo, se expresarán en las asambleas obreras con independencia de criterio frente a las conducciones sindicales. No son compañeros de clase que buscan estabilidad laboral para sostener a sus familias, sino individuos molestos que vienen a perturbar el clima de complicidades que encubre privilegios y corruptela.
La acción de estos lúmpenes en contra de sus compañeros es tan contradictoria como la de los sindicalistas-empresarios que nacieron con el desguace de los bienes del Estado. Y en el caso de las empresa, ferroviarias, juntos urden maniobras que permiten sostener un alto nivel de subsidios estatales, de los cuales maman ambos sectores.
El círculo se cierra además con la sospechosa inacción de las policías –de un lado y otro del límite provincial– que no lograron disuadir totalmente a los pesados que querían escarmentar a los “zurditos”. Tampoco es una novedad. Más bien se parece a una vieja película de terror que eriza la piel de los argentinos que ya la vieron varias veces en el pasado. Las añosas complicidades de la policía, las empresas y estas pandillas que merodean el delito, asomaron una vez más en el asesinato de Mariano Ferreyra. El gobierno y los propios trabajadores serán los encargados de develar si el crimen del joven militante marca el fin de una época, o preanuncia nuevos horrores.
Fuente:TiempoArgentino
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