el director
Crecer con miedo
"Juan es una fusión de mi visión y la de mi hermano mayor", precisa Benjamín Ávila, director y guionista de Infancia Clandestina, que en segundo grado se hacía llamar Sergio. Su mamá desapareció en octubre del '79 y su hermano, Santiago, es uno de los nietos restituidos por Abuelas.
"Reunimos en un solo personaje lo que fuimos mi hermano mayor y yo. Nosotros éramos más chicos. Juan tiene 12 años, nosotros teníamos siete y ocho años, aunque era muy difícil escribir la historia de esa manera porque, si bien era verdad, no era verosímil.
Además nos servía la transición de la adolescencia para que tenga esa pregunta de quién soy y quién quiero ser."
Entre lo que fue verdad de su propia infancia reconoce que "hubo una casa que tenía como 'cobertura' el maní con chocolate (tal como pasa en la película) y ayudábamos a armar las cajas.
Los chicos armaban las cajas con maní con chocolate, los grandes hacían las otras."
–¿Cuánto comprendías de lo que sucedía en la casa?
–Todo.
–¿Y de la lucha?
–Conceptualmente no podía hacer una bajada de línea, pero entendía por qué luchaban, entendía por qué estábamos del lado que estábamos, por qué los milicos eran quienes eran y sabía qué podían hacer. De todas maneras ser consciente del contexto no me quitó nunca la realidad de que yo era un niño.
–¿Qué te movilizó a contar tu historia en una película?
–Quiero desarmar la idea que con el tiempo se enquistó sobre la asociación de la militancia con la muerte. Eso no es verdad. Era todo lo contrario. Los que militaron en ese contexto no tenían como objetivo la muerte, todo lo contrario, su lucha era realmente modificar las cosas y luchaban con la fe precisa de que iban a lograrlo. Eso es algo que ahora podemos comprender pero no podemos sentir, y esto es algo importante, porque lo que movía en ese momento era lo que se sentía y era inexplicable. Era inexplicable que yo estuviera haciendo lo que estaba haciendo porque era fe total. Como lo hacemos hoy en otras áreas de la vida, no puedo hacer esto de otra manera porque es así, así era la vida completa del militante y la creencia de la idea. Lo que se destruyó realmente, aparte de una generación, fue la fe por esa idea. El concepto está intacto, pero la fe de sentir emocionalmente que eso es posible es lo que se mató. La fe es lo que realmente mueve, es lo más peligroso.
–¿Para vos también murió la fe en la lucha?
–Sí, absolutamente. Los hijos no somos representantes de nuestra generación. Somos una minoría, aunque la minoría tenga un eco fuerte, porque somos los hijos de los desaparecidos. Tengo 40 años, mi generación ya creció con la destrucción de la idea, con el miedo instaurado, con la idea de que "si te metes te matan", "si pensás te matan", "si te organizas de determinada manera te matan". Por suerte la nueva generación que creció en democracia no tiene miedo. Nosotros hemos sentido el miedo, la nueva generación no. Pero es cierto que la utopía de la revolución y un mundo mejor es imposible, la globalización logró que el concepto perdiera dimensión, podemos hacer esto y aquello, pero cambiar el mundo sabemos que no lo vamos a cambiar.
Opinión
nosotros en la historia oficial escribimos ficción pura y benjamín habla de sí mismo
No tenía intenciones de volver a arribar el tema de la dictadura. Muchas veces, aprovechando la inercia que logró La historia oficial, me proponían hacer una segunda parte.
Por:
Luis Puenzo
Nunca me pareció que tuviera sentido hacerla. Para mí, La peste (1991) cerró un ciclo. Subjetivamente el tema había terminado en mí.
Infancia clandestina apareció como podía aparecer cualquier película del grupo que somos.
Benjamín Ávila apareció por medio de mi hija Lucía, yo ya conocía su trabajo de Nietos. Identidad y memoria (documental realizado en 2004). Me reuní con él, me contó la película, me gustó y me dieron ganas de hacerla.
No hay un análisis racional, fue por ganas.
La mirada de Benja es particular. Él buscaba un productor como rol técnico, no como quien pone la guita, para mí ese es un inversionista, no un productor.
Me pareció muy fuerte que haya escrito el guión desde haber sido testigo de esa situación. Y al leerlo sólo le hice una pregunta, sobre si tenía claro que estaba metiendo los dedos en lugares donde no se habían metido; dice cosas que no se han dicho hasta ahora.
Él sí tenía claro lo que quería decir y eso para mí era lo básico.
La construcción del guión de La historia oficial se diferencia de Infancia clandestina sobre todo porque han pasado casi 30 años de revisión sobre aquella época.
Empecé a escribir el primer cuentito que dio base a La historia... sobre el final de la Guerra de Malvinas. Entonces se sabía que había chicos secuestrados, pero no había información en detalle como para tener precisión fotográfica.
Me junté con Aída Bortnik a comienzos del '83 y con ella empezamos a escribir un guión en presente. Nos inventamos una ficción para escribir. Fue "escribamos como si estuviéramos viendo estos hechos dentro de 15 años".
Eso en Infancia... sucedió naturalmente. Cuando fijamos 15 años, representábamos un tiempo inmedible, nos parecía que en 15 años iba a estar todo superado, aunque no fue así.
Escribimos La historia... desde un futuro imaginado, cuando empezamos a escribir ni siquiera se hablaba de elecciones. Nosotros escribimos ficción pura y Benjamín habla de sí mismo, de cosas que le pasaron a él. Nosotros inventamos una nena, inventamos personajes. Infancia... es ficción, pero hay partes de los recuerdos de Benja.
Lo que él cambia de la historia son detalles, habla de sí mismo y de la historia. Su hermano Santiago trabajó en el afiche, él es uno de los nietos recuperados.
En la película, Santiago es el bebé que en la ficción es una nena y la diferencia es una elección de Benja con intención de tomar distancia de su propia historia.
Mirar a Benjamín en filmación fue muy emocionante. Él hizo cámara y estaba arrasado en lágrimas, no podía ver por el objetivo porque estaba llorando y ocurrió varias veces, no sólo una.
Su trabajo fue una especie de catarsis porque expuso en escena algo que le pasó a su mamá, a Sara y no a Natalia Oreiro, o algo que sentía el nene y el nene es él mismo.
En mi caso era una historia inventada y la seguía inventando mientras la filmaba en un absoluto presente.
Desde el punto de vista de la política más objetiva, se da un marco similar y es que ambos trabajamos con Abuelas. Hoy sigue estando Estela, y en aquella época la organización era nueva, llevaban restituidas tres identidades. Desde entonces fui viendo cómo se fueron sumando hasta llegar a la 106.
Las abuelas no aflojaron y siguen con su laburo metódico.
Siempre destaco en el exterior que no hay país que haya revisado su genocidio, sus criminalidades como lo hizo la Argentina. Se revisaron mucho todas las atrocidades que cometieron los militares y no por qué lo realizaron.
Hace poco se abrieron otras ollas que demostraron el rol del poder económico. Creo que nos falta ver algunas cosas. Hay tipos como Grondona, por ejemplo, que deberían estar en cana en la misma cárcel de Videla y son muchos, no sólo él que no lo está. Pero yo sí creo que vamos a llegar a verlos presos.
FuentedeOrigen:TiempoArgentino,domingo
Fuente:Agnddhh
Domingo, 16 de septiembre de 2012
El año que vivimos en peligro
Hijo de una madre en pareja con un alto mando montonero, la infancia de Benjamín Avila está atravesada por lo más feroz de la dictadura: exiliados, a los 7 años volvió con ellos a la Argentina para la llamada Contraofensiva, su madre fue desaparecida, su hermano menor apropiado y él criado por su padre en Tucumán. Sobre ese material, el director del documental Nietos (2004) construyó Infancia clandestina. Pero lejos de la polémica fácil, la condescendencia o el enojo, la película con Natalia Oreiro y Cristina Banegas consigue ser una conmovedora historia de amor entre su protagonista de 11 años y una nena en medio de aquellos días cargados de violencia y vida cotidiana en la clandestinidad.
Por José Pablo Feinmann
Sería injusto que esta valiosa película despertara más debates sobre las ofensivas montoneras de 1979/80, que sobre el alejamiento que implica en todos sus rubros acerca del cine argentino de los últimos diez años. Es nueva: tiene una trama. Es revolucionaria: está bien filmada. Es vanguardista: su historia es lineal, tiene comienzo, desarrollo y fin, y no cree que eso la condene al “clásico relato hollywoodense”. Es valiente: sus actores son actores. Es audaz: apela a los sentimientos. Es subversiva: no le importa emocionar; hasta, incluso, se lo propone. Es inteligente: tiene un guión trabajado. Es suprainteligente: uno advierte que sus realizadores creen que sin un buen guión no se puede hacer un buen film. Que esa famosa frase de ir al rodaje con el guión escrito en el boleto del colectivo es infame y ha hecho ya demasiado daño. Es descaradamente industrial: tiene productores y técnicos de primera línea. Es brillante: cree en la dirección de fotografía. Cree en la luz.
Tal como hiciera George Stevens en Shane (El desconocido, 1953), el punto de vista de Infancia clandestina se centra en un niño. El niño se llama Juan, pero sus padres, que llegan a la Argentina en 1979 como milicianos de la “contraofensiva” montonera, le han cambiado ese nombre por “Ernesto”, para que nadie sospeche o lo incomode en el colegio. “Ernesto”, en la Argentina de 1979, era un nombre tan botón como Vladimir, pero así son los padres de “Ernesto”: llenos de ideales y de mártires. El máximo: el Comandante Che Guevara. Que se llamaba Ernesto. Nombre que será el de la clandestinidad de Juan.
“Ernesto” va al colegio. Sus padres se han instalado en una casa. Tienen muchas cajas que manipulan de un lado a otro y le hacen a “Ernesto” un escondite entre ellas, por las dudas. “Ernesto” no sabe cuáles son “las dudas”. Tampoco sabe por qué sus padres han regresado a la Argentina. Tampoco lo sabe el espectador, salvo que esté muy bien informado de los avatares que la conducción estratégica de la guerrilla elaboraba desde el exterior. El que mejor informado está es el padre del niño porque se trata de uno de los cuadros más altos de la conducción, Horacio Mendizábal, cuyo nombre ha sido cambiado. Mendizábal sabía por qué regresaba al país, no era un perejil sino un jefe. “Ernesto”, en la escuela, conoce a una niña y se enamora. Ella se llama María y no es casual que “Ernesto” se enamore: el carisma de la aún niña Violeta Palukas es un acierto de casting y uno de los mejores regalos que la película ofrece. “Ernesto” es Teo Gutiérrez Moreno y sale airoso, muy bien parado de una experiencia ardua. Se nota aquí la mano de un director que se esfuerza por dirigir a sus actores y posiblemente se note otra mano: la del productor Luis Puenzo. El amor entre “Ernesto” y María se adueña del film. Esto sorprenderá a muchos. Esta no es una película sobre la “contraofensiva” montonera. Es, dentro de ese vago marco, la historia de amor de dos niños en un país dominado por el terror.
Benjamín Avila, que ha hecho todo con lucidez, con respeto por la materia esencialmente trágica y hasta dolorosamente absurda de este tema, señala sólo algunas cosas del grupo miliciano. Se ponen frente a frente, en línea, y hacen el ritual que los afirma en sus ideales: “¡Presente! ¡Montoneros, carajo! ¡Perón o muerte! ¡Viva la patria!”. “Ernesto” mira y no comprende o empieza a comprender. El espectador se preguntará por qué, en 1979, todavía decían “¡Perón o Muerte!” cuando Perón, lo que de sí les dio, fue la Muerte bajo la forma de las bandas clandestinas del Comando de Organización, la Concentración Nacional Universitaria, la Juventud Sindical y, por fin, no bien con su último suspiro le deja el gobierno a Isabel Martínez (que era, y Perón lo sabía, exactamente lo mismo que dejárselo a López Rega) los entrega a las balas innumerables de la Triple A. Pero estos milicianos confunden los “ideales” con la negación de la realidad. Así, reprenden con dureza a “Ernesto” cuando comete una imprudencia, sobre todo su madre. Así, el día en que la abuela de “Ernesto” los visita (breve y potente presencia de Cristina Banegas) esa madre (Natalia Oreiro) discute fieramente con la añosa mujer. Le habla de los ideales. Que ellos están ahí por sus ideales y que no venga a pasarles sus miedos. Que si los tiene, se los guarde. Entonces la abuela les dice lo más sensato que podría decirles: “Ustedes no saben lo que pasa en este país. No lo saben. Si no, no estarían aquí. Tengo miedo. Los van a matar. Váyanse. Llévense a Juan. Lo que aquí pasa es terrible”. Se abrazan, madre e hija. La idealista y la sencilla, carente de toda grandeza, de toda locura, de todo ideal que no sea (en ese momento al menos) otro que el de salvar la vida de los suyos.
Ahora veamos (último, pero no menos importante) al único personaje escasamente creíble (no increíble, pero tampoco muy lejos de eso) de la trama. (Nota: ¡Al fin hablamos de una trama en una película argentina! ¡Que jamás un hachero aparezca otra vez en un fotograma del cine argentino! ¡Viva la patria!) Se trata del tío Beto. Todos sabemos que los tíos suelen ser macanudos, buenazos, comprensivos y amigos de los hijos de los otros, habitualmente de sus sobrinos. Pero al prometedor y talentoso –-qué duda cabe– Benjamín Avila se le ha ido la mano con el tío Beto. Es tan sabio, tan cálido, tan humano y humanista, tiene tanto sentido del humor, es tan lúdico y tan lúcido que no puede formar parte de esa Contraofensiva, acatar “los dictados de un liderazgo paupérrimo”. (Nota: Esta frase pertenece a Horacio Verbitsky y forma parte del Prólogo que escribió para el libro de Cristina Zuker, El tren de la victoria, cuya lectura recomiendo para quienes se interesen en el tema de las dos contraofensivas montoneras.) No, el tío Beto está más loco que todos. Porque si es tan sabio tiene que saber que los ideales no se juegan en partidas mal planeadas, en batallas emprendidas sin un mínimo conocimiento del poder de fuego del enemigo. Las luchas contra el poder no se ganan acumulando mártires. Los militantes no se regalan. El militante va a la lucha porque cree en ella, porque sus ideales son suyos, nadie lo obliga. Pero si hay una conducción estratégica (y siempre la hay) es para decir: “Ahora”. Y si dice “ahora” cuando es “menos que nunca”, esa conducción es, en efecto, paupérrima. Otra pregunta que se harán los espectadores es: ¿por qué esta ahí “Ernesto”?, ¿por qué han llevado consigo a esa niñita que llora (como todos los niños) en los momentos más inoportunos? Cuando la vanguardia se coloca tan lejos de la comprensión del pueblo sencillo (al que siempre dice representar) es porque gira en el vacío, locamente.
Por fin, según se sabe, mueren todos. Y –gran acierto de la película– no se ven esas muertes. Sólo aparece, el rostro desencajado, húmedo por el sudor del pánico, la madre de “Ernesto” para gritarle que huya, que se salve. (Notable trabajo de Oreiro. Además, sólo una actriz inteligente se atreve a darle este giro a su carrera.) La cámara se detiene en la cara de “Ernesto”. Que escucha los tiros, los gritos, todo el estruendo de la muerte. Los represores se lo llevan. Desde el asiento de atrás de un Falcon, “Ernesto” pregunta: “¿Dónde está mi hermana?”. Nadie le contesta. Nadie le dice: “A los bebés no los devolvemos, pibe. Los damos en adopción”. Será interesante prestar oídos a los comentarios que el público hará en esta escena. Alguno, tal vez –sin duda un imprudente y un prejuicioso–, señalará el posible paradero de la pequeña hermana de “Ernesto”.
Lo dejan frente a la casa de la abuela. “Ernesto” camina hacia la puerta. Golpea. Alguien pregunta: “¿Quién es?”. “Ernesto” dice:
–Juan.
Su infancia clandestina ha terminado. Empieza otra historia. La que sea, será la suya. Más el recuerdo obstinado, complejo, de la que dejó atrás, la de sus padres, y hasta la del improbable tío Beto, tal vez el más hermoso de sus sueños.
ENTREVISTA CON EL DIRECTOR
Esto es lo que creo
Por Mariano Kairuz
Una de las primeras cosas que llaman la atención de Infancia clandestina es que parece decidida a no permitir que la importancia de su tema ahogue su impulso narrativo; es decir, que el contenido no se imponga a la forma y que entonces, acaso, resulte una rara película sobre los años de plomo de “vocación popular”. Su primer y más importante recurso narrativo es que está enteramente narrada desde el punto de vista de un chico de 11 años –-hijo de un matrimonio militante “comprometido con la lucha armada” durante la primera “contraofensiva” montonera–, y nunca abandona ese punto de vista, relatando la cotidianidad de esa vida clandestina que lleva la familia, al punto de que la película se convierte esencialmente en un relato de iniciación.
“Siempre tuve muy claro que quería contar un cuento más allá de mi propia historia, quería correrme del centro”, dice Benjamín Avila desde el festival de Toronto, a donde viajó esta semana con su película. Aunque Infancia clandestina está inequívocamente inspirada en sus recuerdos de infancia, ésta no es, insiste su director, una película autobiográfica. A diferencia de Juan/Ernesto (el protagonista de la película, interpretado por Teo Gutiérrez Moreno, toda una revelación), Avila también debió asistir a la escuela con un nombre falso y documentos igualmente apócrifos. Pero en aquel momento en que se inscribe el relato, a fines de los ’70, no tenía 11 años sino 7, y por lo tanto no estaba al borde de la adolescencia ni a punto de vivir su primer enamoramiento, y por ende no hay una María en su historia (como tampoco un tío Beto), es decir, todos esos tópicos del relato de iniciación que su autor eligió para inyectarle potencia dramática a su historia.
La cronología de la historia personal de Avila sigue sin embargo un orden similar a la del protagonista de su película: tenía cuatro años cuando su madre, Charo, y su pareja, ambos militantes montoneros, se lo llevaron al exilio: Brasil, México, Cuba. El regreso a la Argentina fue a comienzos de 1979: para octubre de ese año Charo ya se había convertido en una detenida-desaparecida, y el hermano menor de Benjamín, un bebé de nueve meses, había sido secuestrado y entregado a otra familia. En 1984, este hermano menor, ya con seis años, fue uno de los primeros nietos restituidos por Abuelas de Plaza de Mayo. A partir de esa historia, y de un encuentro casual de Benjamín con el productor Daniel Cabezas, responsable de la producción audiovisual de Abuelas, Avila filmó su ópera prima, el documental Nietos (Identidad y Memoria) estrenado en 2004. Aunque para entonces ya llevaba más de una década pensando en el que sería su primer largo de ficción, el mismo que en mayo pasado se presentó en la Quincena de los Realizadores del 65º Festival de Cannes y el próximo jueves se estrena en Buenos Aires.
¿Qué te llevó a dedicarte al cine?
–A diferencia de lo que pasa en la película, la pareja que estaba con mi madre cuando volvimos no era mi padre. Tras la desa-parición de mamá, y que me dejaran en la puerta de la casa de mi abuela, como se ve en la película, me llevaron a Tucumán a vivir de vuelta con mi padre, que era arquitecto y actor, y que también fue gerente general de canal 10. Así que yo me pasé buena parte de mi infancia en el canal, viendo cómo se hacían los programas, y también dando vueltas por las obras de teatro en las que participaba mi viejo. A los 13, cuando ya había decidido que médico no iba a ser –había presenciado un accidente que me dejó muy impresionado– y me empecé a preguntar a qué me iba a dedicar en la vida, decidí que iba a ser cineasta. A los 15 estudiaba fotografía, a los 17 teatro, a los 18 entré a la facultad y así hice camino.
Una de las grandes apuestas de Avila cuando comenzó a escribir el guión –-a cuatro manos con el brasileño Marcelo Müller– era poder retratar la cotidianidad de la vida de los militantes en la clandestinidad y “corregir” un poco la pintura del horror permanente que han plasmado otras películas y otros relatos. “De chicos, mi hermano mayor y yo entendíamos perfectamente lo que teníamos que hacer. Para nosotros, era absolutamente normal la vida que llevábamos. La vida clandestina-militante era un estado de normalidad total”, le contó el director a este diario en una entrevista realizada hace unos meses. “Siempre creí, y me pasaba con los compañeros de Hijos, con amigos que han vivido esta historia de la misma generación, que para nosotros no es una historia asociada al horror. El horror es una de las tantas cosas de esta historia, pero no es eso solamente. Por eso, la película tiene la posibilidad de incorporar humor, amor, de poder tener cuestiones absolutamente incorrectas sin que eso influya en su postura política.”
La película parece plantear posturas conflictivas entre los militantes y los hijos a los que llevaron consigo a sus destinos.
–No sé si diría conflictivas, tengo la sensación de que son miradas complementarias. Quizá sí entran en conflicto respecto de los conceptos desarrollados a lo largo de los últimos treinta años sobre qué fue la militancia, sobre la dualidad que la sociedad ha construido acerca de qué es el bien y el mal. En la película no existe esa dualidad, no hay un lugar de lo que está bien, y creo que puede ser muy incómoda justamente por eso, porque no sabés dónde pararte. Pero ése es el lugar más real que podemos describir: todos los que vivimos esa época puteamos, pero también amamos, huimos, desmerecemos y luego revaloramos: no es o el mito o el infierno; es una cosa más humana. Y yo quería justamente eso: dar una visión más humana de cómo fueron las cosas, como yo las recordaba, no esa construcción de mucho miedo, pánico y horror que se hizo luego. Hubo miedo y horror, por supuesto, pero también mucho humor, amor, risa, diversión; mucho cotidiano. La clandestinidad suele pintarse como que lo único que pasaba las 24 horas del día era la posibilidad de la muerte, y por eso es central la escena en la que discuten el padre de Juan y su hermano, el tío Beto, en torno del festejo del cumpleaños de Juan: porque sirve para mostrar que había posiciones diferentes, para abrir un poco más la idea de que las cosas no fueron de una única manera y siempre iguales.
Pero en una escena más cerca del final, el protagonista les hace una afrenta a sus padres que puede ser interpretado como un reproche del hijo de de-saparecidos a sus padres montoneros.
–Cuando Juan se quiere ir a Brasil, dejar a los padres, abandonar todo, no está realmente huyendo de los padres sino que es consecuente con lo que éstos le enseñaron, con lo que le dice el tío Beto: no te traiciones. Hay que hacer lo que uno siente, lo que uno cree. Es la única vez que Juan se les planta a los padres y ese parate anticipa la adolescencia. Todos hemos pasado por eso de amar y odiar a nuestros padres y lo seguiremos haciendo, y en el caso de los hijos de desaparecidos, creo que todos pasamos por las mismas etapas de definición: primero los odiás, los puteás, los reclamás, les preguntás “¿por qué no pensaste en mí y sólo en vos?”, “qué egoísta”. Pero luego llegó la juventud y yo a los 20 años, la edad que tenía mi vieja cuando me tuvo, me di cuenta de que yo era un idiota y mi vieja no, y a los 27, que es la edad en la que de-sapareció ella, ya le había puesto el cuerpo a todo eso en lo que creía, y yo a esa edad apenas podía creer en mí. Y luego tuve mis hijos, y a partir de ahí también empecé a darme cuenta de que existe la posibilidad de putearlos y quererlos al mismo tiempo. Creo que no es algo solo mío, que es un proceso que puede generalizarse, que es algo por lo que pasamos todos los hijos de desaparecidos.
Con varios cineastas y películas bien diversos como referentes claros (Ken Loach a la hora de pensar en la mirada política; la influencia “formal y estética” de Kieslowski, y un film favorito sobre la mirada infantil: El año del arco iris, de Lasse Hallström), Avila le dio forma entonces a esta recreación de su experiencia personal que, dice, ahora espera que sea vista por la mayor cantidad de gente posible (“Sé que no es fácil, que es incorrecta, incómoda, pero la hice para que la vea mucha gente, es lo que quiero”) y que interpele de un modo “hacia arriba”, a la generación de sus padres, y ayude a devolverle a la suya “la posibilidad de creer”. Lo importante, dice finalmente, “cuando uno hace una película como ésta, es plantarse y decir esto es lo que creo, hay que ser todo lo incorrecto que sea necesario. He visto unas cuantas películas sobre la dictadura hechas con muy buenas intenciones, pero que no toman riesgos y repiten el discurso de siempre. Y hay otras que sencillamente no tienen huevos, y yo no le puedo perdonar a otro hijo de militantes que no le ponga todo a su historia. Yo sé que tengo que hacerlo, y me la banco desde acá”.
LOS DIBUJOS ANIMADOS DE ANDY RIVA PARA INFANCIA CLANDESTINA
Pesadillas animadas
La secuencia sorprende porque así es prácticamente como arranca el relato, con un tiroteo en medio de la noche y porque toda la violencia que está en el centro de la historia cobra una fuerza inusitada a través de potentes viñetas animadas: los fogonazos, el rojo de la sangre (y el amarillo del miedo: más detalles adelante), el negro de la oscuridad y del porvenir. Como ésta del inicio, hay otra secuencia de dibujos animados que cumple una función análoga cerca del final, uno de los múltiples, diversos –y seguramente para muchos– inesperados recursos narrativos con los que Avila se propuso alejar su relato lo más posible del documental y zambullirlo de cabeza en el reino del drama y la ficción: basada en hechos reales pero intensa, dramática, absorbente.
Inspirados en la potencia que Avila encontró en una secuencia afín en Kill Bill, de Quentin Tarantino –la que narraba, desde el punto de vista de una nena de unos cinco años, el asesinato de sus padres, el episodio tutelar de su carrera como vengadora implacable–, los dibujos de Infancia clandestina, las escenas de acción al principio y al final así como otras dos, una que narra, en trazos infantiles, las estrategias del Che Guevara para pasar de incógnito, y otra de naturaleza onírica sobre el destino del tío Beto, pertenecen al dibujante y cineasta Andy Riva, quien lleva más de una década curtiéndose en proyectos audiovisuales relacionados con los derechos humanos.
La relación entre Riva y Avila se remonta a unos doce años, cuando la productora Habitación 1520 (una de las que hoy producen Infancia clandestina) y Sudamérica Cine (en la que Riva trabajó de cerca con Abuelas de Plaza de Mayo en un documental y varios institucionales) compartieron una misma casa como sede de trabajo. Ya se habían conocido en la carrera de Imagen y sonido en la UBA, cuando Riva aún estudiaba y Avila fue a dar una charla que aquél recuerda como inspiradora. La cercanía los llevó a encontrarse repetidamente a lo largo de los años y le dio a Riva un acceso de primera mano al que eventualmente fue el primer largo de Avila, y para el cual hizo desde sus presentaciones iniciales, bocetos y storyboards. “La idea de las secuencias de dibujos animados estuvo desde la primera versión de guión que leí”, recuerda Riva, cuya formación es un poco autodidacta, aunque en su trabajo no sea difícil distinguir su paso por varios talleres, y en particular las lecciones de quien él considera su mayor mentor, toda una leyenda del dibujo y la historieta argentina: Oswal. El creador de Sonoman –entre muchas otras obras hoy injustamente no del todo recordadas–, su profesor en la escuela de Garaycochea, le habrá acercado algo de toda la larga tradición del dibujo argentino de aventuras. “Era increíble, capaz que te enseñaba encuadre de historieta pasándote Alejandro Nevsky de Eisenstein. Pero en el dibujo de la película no hay una influencia específica, hay un poco de muchas cosas que me marcaron a lo largo de los años: algo de Hugo Pratt en los detalles, quizá algo de los tiempos contemplativos de Minaverri, algo del color del Batman de Frank Miller. Por lo demás, trabajé con total libertad, siguiendo a Benjamín: lo del color amarillo como representativo del miedo –por eso de mearse de miedo: Juan haciéndose pis en la calle durante el tiroteo del comienzo– es algo personal de él, mi trabajo fue incorporarlo dándole algo de sordidez, exponenciarlo, proyectarlo, por ejemplo en la lluvia. El efecto es poderoso.”
Tras su trabajo en Infancia clandestina Riva –que mientras termina de dar forma a un proyecto para un largo propio, se divide entre las ilustraciones para un manual de editorial Estrada, la pintura de murales y los textos y dibujos de un libro para chicos– aplicó su talento gráfico a otra producción de la familia Puenzo, la adaptación de Wakolda, de Lucía Puenzo, sobre su propia novela: allí debió meterse en la cabeza de Mengele con un propósito: convertir en material cinematográfico los garabatos de la agenda personal de un genocida.
Algunos trabajos de Riva pueden verse en www.andyriva.com.ar y www.andresriva.blogspot.com
Envío:Agnddhh
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