Mario Benjamín Menéndez: la caída del criador de chanchos
Año 5. Edición número 231. Domingo 21 de octubre de 2012
Por
Ricardo Ragendorfer
rragendorfer@miradasalsur.com
El 14 de junio de 1982 concluía la guerra de las Malvinas con la rendición incondicional de la Argentina. Once años después, durante una mañana otoñal de 1993, subí en la esquina de Libertad y Sarmiento a un colectivo de la línea 67, y me senté junto a un tipo cuyo rostro me resultaba conocido.
Entonces le pregunté si realmente era quien yo suponía. Lo hice sin mencionar su nombre de pila ni su grado castrense, para así evitar el ridículo en caso de error. Pero no me había equivocado; era nada menos que del ex gobernador militar de las Islas Malvinas, general de brigada Mario Benjamín Menéndez.
Intuí que que ese hombre con pelo crespo y cara de castor viajaba en un transporte público por alguna extravagancia de la vida cuartelera. Lo cierto es que se mostró muy amable y con ganas de conversar.
Primero, casi como disculpándose, dijo que mitigaba las horas muertas del retiro con una actividad poco marcial: administraba un criadero de chanchos. Después, no sin un dejo de forzada modestia, expuso generalidades sobre la tragedia histórica que lo marcó para siempre.
“Mi estrategia –diría– consistió en enfrentar a las fuerzas británicas con una campaña de desgaste, a través de defensas fijas.” El viejo general graficaba sus palabras trazando con las manos un campo de batalla imaginario; de tanto en tanto, sus ojos se extraviaban en un punto indefinido del espacio.
Minutos más tarde, cuando el colectivo ya atravesaba el último tramo de Callao, evocó la capitulación con las siguientes palabras: “El panorama era espantoso.
Se lo describí por teléfono a Galtieri. Él no quería entenderlo, así que se lo tuve que repetir unas tres veces. Le pedí apoyo aéreo. Me contestó que no. Entonces le dije: ‘Como comandante, no sé qué va a ser de esta guarnición al final del día’. Y corté la comunicación.”
Dicho esto, Menéndez se replegó en un pesado silencio.
Por aquellos días, había salido a la venta la edición española del libro Excursion to Hell (Viaje al infierno), en el cual su autor, el ex paracaidista inglés Vincent Bramley, denunciaba fusilamientos de soldados argentinos. Quise saber la opinión de Menéndez al respecto.
El tipo carraspeó antes de impostar un rictus escéptico, recién entonces, soltaría: “Mire, en el aspecto técnico, para que un fusilamiento sea considerado como tal, tiene que haber de fondo un paredón”. En ese instante comprendí que el general era, simplemente, un burócrata.
Un burócrata que acababa de exponer su pensamiento profundo sobre las leyes de la guerra, Y sin ocultar la naturaleza misma de su catadura ética.
Nunca más supe de él.
Hasta este último miércoles, cuando por radio informaron que Menéndez había sido detenido y llevado a Tucumán, junto con otros 35 represores que participaron en el llamado Operativo Independencia.
En aquella gesta, el anciano que criaba chanchos había debutado con éxito en el complejo mundo de la administración: fue el jefe máximo de La Escuelita de Famaillá, el primer campo de concentración que funcionó en el país. Inaugurado el 5 de febrero de 1975 –a 13 meses del golpe de 1976– con el único propósito de combatir a la Compañía de Monte del ERP.
Por sus mazmorras transitaron 1500 personas; unas 68 fueron asesinadas y 197 aún están desaparecidas.
Ahora, Menéndez está en Tucumán para ser juzgado. A veces, los de su clase regresan al lugar del crimen.
Fuente:MiradasalSur
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