20 de julio de 2017

OPINIÓN.

20 de julio de 2017 
Las hijas e hijos de genocidas frente a una decisión colectiva
Auto-deslegados 
El proceso que se inició en los hijos de genocidas, desobedeciendo el mandato familiar de silencio y complicidad forzada, requiere de un nuevo lugar, plantea la autora. Será un proceso muy complejo y doloroso que llevará su tiempo para enfrentarse a quedar “autodesheredados simbólicamente” del legado mortífero.
Por Fabiana Rousseaux *
Surgidos en medio de dos manifestaciones muy contundentes en la Argentina, el “2x1” y el “Ni una menos”,  ambas de un gran impacto simbólico para este país, los “hijos e hijas de genocidas”, crearon indudablemente una gran conmoción.
En el momento en que el gobierno intentó, en su escalada negacionista y profanadora de la memoria, sellar una ley de impunidad, el surgimiento de los hijos de los pretendidos beneficiarios de esa ley (responsables de crímenes imprescriptibles) que denuncian a sus progenitores es muy acto muy potente.
Cuando surge la primera actividad de la organización H.I.J.O.S. (Hijos por la Identidad y la Justicia, contra el olvido y el silencio) en el año 94, comienza a consolidarse un proceso que se articuló en una construcción política, tomando las banderas de la lucha de sus padres y madres. Aquí es a la inversa, es sacándose de encima esas banderas y rechazando sus legados.
En el momento cero de la emergencia de colectivos políticos siempre se dan procesos subjetivos que van produciendo una articulación, donde se toca algo nuevo en la intimidad de cada sujeto, intersectando esa tramitación más o menos solitaria y silenciosa –como cada uno de ellos y ellas explicaron en las extensas entrevistas que han dado en este breve tiempo– hasta encontrar un dique de articulación común.
¿Qué es lo común en este caso? Resulta interesante poder hacer lugar para que aquello común no caiga en una generalización, no sólo porque para cada uno tendrá una significación diferente respecto del lugar que implica “colectivizarse” en un espacio social, sino también porque este proceso es muy reciente, lleva apenas semanas, y habrá que ver cómo se inscribe, de qué modo se despliega en el ámbito político.
Por ahora, por lo que he podido escuchar, hay una intensa sensación de alivio al poder hablar públicamente sobre lo que muchos de ellos vivieron de forma silenciosa con culpa, dolor, miedo y vergüenza.
Algunas de estas personas fueron criadas en situaciones intrafamiliares de violencia (en algunos casos de mucha violencia), también engaños, disociaciones, impudicias, sometimientos de ellos/as y a veces de sus madres. En algunas oportunidades recibieron el impacto de lo que restaba de los crímenes cometidos por sus padres en los Centros Clandestinos de Detención, donde al volver a sus casas implementaban formas crueles y similares a los tormentos que aplicaban en los secuestrados, contra sus hijos y esposas. Incluso –como pudimos leer en estos días– en el caso de un hijo de Córdoba su padre lo llevaba a presenciar tareas de verdugo, o a escuchar grabaciones de tortura siendo un niño.
Sin embargo, esto tampoco puede generalizarse, dado que muchos otros genocidas1 sostuvieron una fuerte valla entre los CCD y la intimidad de sus familias y podían llegar a sus casas y ser padres afectivos con sus hijos2. Por supuesto, siempre con el costo de esa disociación familiar donde hay un saber no sabido de aquello siniestro que retorna inevitablemente por alguna vía.
Para los hijos de esta situación última, quizás sea más complejo aún el proceso de ruptura con el silencio familiar porque hay una tajante distancia entre un padre torturador y un padre amoroso en su función. Pero en los casos donde se superponen la figura del padre torturador en lo social con el padre torturador en su función parental, las complejidades se inscriben en otros terrenos.
En ese sentido, lo común pasa a ser la sensación de exclusión y rechazo social que muchos de ellos (los hijos) temían e intentaron transitar durante estos años. Desde que pudieron iniciar sus propios caminos profesionales, familiares, etc. y al emerger ahora en este activo colectivo, es muy probable que puedan encontrar una red de protección contra ese intenso miedo al rechazo, ya que además se produjo un efecto inesperado: se encontraron con una comunidad proveniente del campo de lucha por los derechos humanos que los alojó y recibió de modo contundente. “Recibimos más abrazos que en toda nuestra vida”, relató en varias oportunidades Erika Lederer, en una frase que impacta por todo lo que nombra.

Legalidad / Identificación

Sin embargo, aquí quisiera realizar una precisión que tiene que ver con la construcción de un espacio tercero. Este proceso que se inició en los hijos de genocidas –como ellos se nombran por ahora–, desobedeciendo el mandato familiar de silencio y complicidad forzada, requiere de un nuevo lugar. Es decir, no creo que en el pasaje de la desidentificación de sus padres victimarios sea requisito pasar al campo de identificación de las víctimas, por las complejidades que eso conlleva para todos, pero fundamentalmente porque ellos no son los victimarios. Este punto lo he conversado con ellos y aquí es donde se debate el dilema trágico que requerirá de un cierto recorrido al emerger como colectivo. Lugar que en este caso oficie como “tercero de apelación” –tomando un concepto de Fernando Ulloa–, ordenando la cuestión en términos de legalidad y no de identificación. Eso permitiría que para constituirse en activistas contra las violaciones de DD.HH. perpetradas por sus genitores, no tengan que pasar por la asunción de la culpa de los delitos de aquellos –a modo de sujetos reparadores de sus víctimas–, porque ese proceso tiene un punto que se sale de escena.
Así como no todos los hijos de genocidas han decidido romper el legado y mandato familiares, e incluso muchos de ellos avalan hoy los crímenes de sus padres, así como existen otros espacios donde se brega por juntar a hijos de desaparecidos con hijos de torturadores creando una suerte de dispositivo amplio e incluso simbólicamente reconciliatorio, debemos leer con cautela este proceso.
Para las víctimas de delitos de lesa humanidad esta construcción lleva décadas y no todos están en la misma situación emocional, política, ni jurídica. Los hijos e hijas “desobedientes” tienen una fuerte, urgente y lógica necesidad de desidentificación que podrá inscribirse en un recorrido enlazado con el movimiento de DD.HH., a la vez que propio. O sea, un lugar que “en tanto tal” intersecte a condición de dejar un lugar vacío. Muchas de estas hijas e hijos son militantes de diversos colectivos del campo popular desde hace años, sin embargo no es ese el nombre que se juega en esta nueva intersección. Pero el nombre propio a construir como marca común “hijas e hijos de genocidas”, sí requiere de una topología sostenida en una incógnita.
Por un lado, porque algunos de ellos, por obvias razones subjetivas, necesitan conocer más de la historia de lo ocurrido, o tomar contacto con la actuación de sus padres en los circuitos represivos. Es un proceso muy complejo y doloroso que llevará su tiempo, algunos lo vienen haciendo hace muchos años y han tomado decisiones individuales muy fuertes al respecto como quitarse el apellido (como los casos de Mariana Dopazo y Rita Vagliati) y enfrentarse a quedar “autodesheredados simbólicamente” del legado mortífero. Auto-deslegados sería la palabra más precisa, pero no existe.
Sin embargo, quienes comienzan ese recorrido ahora, necesitarán tiempos subjetivos y también sociales. Quienes ante la enorme culpa y vergüenza de tener que cargar con una identidad mortífera forzada y rechazada por los “nacidos culpables” tal como se llamó el libro que habla de la experiencia de los hijos de jerarcas nazis, la pregunta es si cabe atribuirles responsabilidad moral alguna. ¿Son culpables? Una pregunta que los propios hijos se han hecho durante muchos años y esto es muy doloroso para ellos. Pero también para quienes fueron víctimas de sus padres.
Mencionarlo implica tomar una dimensión de lo que se está tocando con este nuevo escenario. Un punto muy delicado donde los retornos pueden ser complejos y por eso creo que hacen falta tres cosas: tiempo, cautela y espacio para transitar la sacralización que implica tocar estos ámbitos del dolor social.
Quienes componemos este complejo campo que podemos llamar de “las consecuencias del terror de Estado”, tenemos un nuevo desafío para pensar sobre el nuevo significante emergente, considerando que nuestra sociedad ha tenido un lugar central en la construcción de políticas de memoria, de verdad y de justicia.
* Psicoanalista. Asistencia a víctimas de violaciones de DD.HH. Coordinadora de Territorios Clínicos de la Memoria (red latinoamericana de Profesionales en Derechos Humanos y Subjetividad).
  1. Cabe señalar que estas tareas de verdugos también fueron encarnadas por mujeres, en una muy menor cantidad de casos, pero me parece que vale la pena mencionarlo porque los efectos de una madre torturadora tendremos que analizarlos. Hubo al menos un caso del que tuve noticias en la ciudad de Córdoba –a través del relato de una sobreviviente– pero sé de algunas investigaciones que se realizaron en los años 2000, sobre este tema.
  2. Al respecto, Analía Kalinec expresa en una entrevista que “éramos como la familia Ingalls”. Fuente:Pagina12

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