14 de junio de 2023

OPINION.

 

La ruptura del pacto democrático

Desde las elecciones de octubre de 1983, la consigna del Nunca Más fue tomada como bandera por toda la sociedad. El atentado contra CFK marcó el termostato de la violencia política en la Argentina y dio cuenta de la fractura de ese contrato que
creíamos sellado para siempre.


Yo creía que era una etapa superada para siempre.” La frase se la dijo la vicepresidenta Cristina Fernández al periodista Pablo Duggan durante una entrevista en el canal C5N la noche del jueves 18 de mayo.

No es una creencia que tuviera solo CFK. El proceso político que se abrió en la Argentina con el final de la última dictadura militar tenía tres elementos que se habían desterrado como instrumentos contra el adversario: la cárcel, la proscripción y, por supuesto, el asesinato. Sobre Cristina han recaído todos ellos.

La nueva convivencia entre los partidos tradicionales, el peronismo y el radicalismo, no había nacido por generación espontánea. El 21 de julio de 1981 –todavía en dictadura–, estas fuerzas políticas convocaron a la Multipartidaria. La Junta Militar ya no era presidida por Jorge Rafael Videla, sino por Roberto Eduardo Viola. El plan de exterminio –los vuelos de la muerte, las torturas en los centros clandestinos de detención, el robo de los bebés nacidos en cautiverio– llevaba cinco años desplegándose. Y la dictadura, por diversos motivos, comenzaba su declive.

La Multipartidaria fue convocada por la UCR, el Partido Justicialista, el Partido Intransigente, el Movimiento de Integración y Desarrollo y la Democracia Cristiana. El objetivo común: oponerse al gobierno militar y lograr que se convocara a elecciones libres.

La convocatoria fue la semilla del nuevo pacto democrático. No podía ser de otro modo. El enemigo común, la dictadura, perseguía, encarcelaba, desaparecía, torturaba, proscribía, mataba. El acuerdo se fundaba sobre el destierro de esas prácticas.

En la campaña para las elecciones que se celebraron el 30 de octubre de 1983, hubo un hecho que marcó el destino. Dos días antes de la elección, el peronismo realizó una movilización apabullante en la avenida 9 de Julio. Cerca de un millón y medio de personas asistieron. El sindicalista Herminio Iglesias era candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires. Estaba en el escenario a pocos pasos del postulante a la presidencia, Ítalo Lúder. Sobre el final del acto, apareció en el escenario un cajón mortuorio hecho de cartón. Estaba pintado con los colores blanco y rojo de la UCR y tenía escrito “Alfonsín QEPD”. Herminio tomó un papel enrollado, le prendió fuego en un extremo y luego lo acercó al cajón para que se incendiara.

No era una época de encuestas minuto a minuto, como la actual. Pero todos los análisis coincidieron en que ese gesto de Herminio inclinó la balanza para que Alfonsín ganara con el 51 por ciento de los votos, contra el 40 que sacó el peronismo. Era la confirmación de que la mayoría de la sociedad no toleraba siquiera gestualidades que implicaran una insinuación de violencia política.

CAMBIA, TODO CAMBIA

Durante el gobierno de Alfonsín, ese pacto democrático se consolidó durante las jornadas de la Semana Santa de 1987, cuando un sector de los mandos medios del Ejército liderados por Aldo Rico se levantó contra el gobierno. El peronismo, bajo la conducción de Antonio Cafiero, se alineó detrás del presidente radical para defender la democracia.

¿Qué pasó desde entonces hasta ahora? ¿Por qué se resquebrajó el pacto que la propia Cristina creía consolidado? Lo que se puede intentar es determinar puntos de quiebre. El más nítido fue la asunción del gobierno de Mauricio Macri en diciembre de 2015.

Macri se montó sobre un operativo mediático que llevaba varios años funcionando, plagado de denuncias por supuesta corrupción contra el gobierno de Cristina y sus funcionarios. Eran denuncias mediáticas que luego algún juez o fiscal tomaba para retroalimentar los titulares, el famoso lawfare. Sin embargo, una cosa es que las corporaciones y ciertos políticos, como Elisa Carrió, utilicen la denuncia para desgastar al adversario, y otra, que el Gobierno nacional monte un aparato para llevar adelante la persecución, apostando a que los adversarios terminen en la cárcel. La mesa judicial de Macri era eso: un grupo de tareas que se reunía una vez por semana para marcar sus objetivos y accionar. Los medios del establishment y los jueces de Comodoro Py eran parte del dispositivo.

A diferencia de lo que ocurría con los dirigentes políticos de la Multipartidaria de 1981, el macrismo retomó las viejas prácticas de la Argentina conservadora y autoritaria: persecución, presos políticos. El objetivo era el de siempre: resolver con autoritarismo lo que no se puede lograr a través de la construcción de mayorías democráticas. Macri había ganado la elección prometiendo no cambiar nada de lo que la población valoraba de los doce años del ciclo kirchnerista y solo modificar “lo malo”.

Para justificar socialmente la proscripción y el encarcelamiento del adversario, la demonización tiene que aumentar. Cristina –y el kirchnerismo en general– se volvió portadora de todo lo malo que puede existir en el mundo y potencial responsable de cualquier tipo de crimen, del robo al asesinato.

Hay sectores de la población que aman con devoción a la ex presidenta por las cosas que hizo cuando gobernó. Otros miran el ataque político desmesurado como parte de la disputa. Pero en algunos segmentos de la sociedad, ese mensaje, difundido día y noche por los comunicadores del establishment, penetra. No se trata de que no estén de acuerdo con las ideas de Cristina. Ojalá ese fuera el nivel del debate político argentino. Es que la consideran el mismísimo demonio.

Sobre esta base aparecieron los grupos de extrema derecha financiados por empresarios cercanos al macrismo, cuyo objetivo era crear la sensación de descontento y caos social. De uno de esos grupos salió Fernando Sabag Montiel para ponerle el broche de oro a la ruptura del pacto democrático argentino. Fue la noche del 10 de septiembre de 2022, cuando gatilló una pistola Bersa a quince centímetros de la cabeza de CFK.

En octubre de 1991 hubo un intento de asesinato sobre el ex presidente Raúl Alfonsín. Ocurrió en San Nicolás, en un acto con unas cinco mil personas. El tirador, a quien de milagro tampoco le salió el tiro de la pistola calibre 32, era Ismael Darío Abdalá, de 29 años. Era un ex empleado de Somisa que estaba desocupado.

¿Por qué este intento de magnicidio no puede leerse como una ruptura del pacto democrático? Lo que lo diferencia de la acción de Sabag Montiel es el contexto. Ningún dirigente de envergadura que busque el contacto con la población está exento de que un desquiciado quiera asesinarlo. Pero Alfonsín no era demonizado día y noche por los medios, ni tenía un fiscal pidiendo que nunca más ocupe un cargo público, ni un tribunal oral aplicando esa sentencia. No había bandas de extremistas yendo a la puerta de su casa como si fueran un Ku Klux Klan que viene a purificar la patria.

El contexto en que se produjo el intento de magnicidio de CFK es lo que lo vuelve el tiro de gracia al pacto democrático que la política argentina había logrado construir desde mediados de 1981.

Fuente:CarasyCaretas

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