26/12/10
La historia de una construcción colectiva
Stella Hernández revive un testimonio histórico en la causa Díaz Bessone. (Foto: G. de los Ríos)
Dice que no sabe cantar, que lo hace de puro arriesgada. Pero también porque se lo piden. Es una historia que viene de lejos. De cuando estuvo detenida en el centro clandestino que funcionó en el Servicio de Informaciones de la policía de Rosario. “Alberto Gómez, el Correntino, estaba muy torturado, tenía las manos caídas, no las sentía —cuenta Stella Hernández—. Estábamos separados, pero podíamos charlar. Gabriel Omar, el hermano de Claudia Omar, que murió en calle Balcarce, estaba con él y lo afeitaba. Como yo cantaba, él me pidió «Para la libertad». Y yo la canté. Había otro preso, de apellido Gago, de la comisión interna de Estexa, que también me pedía canciones y me decía Cecilia, por la santa de la música”.
El 30 de noviembre, Stella Hernández declaró como testigo en la causa Díaz Bessone. Contó que fue secuestrada de su casa por la patota de Agustín Feced y José Lofiego el 11 de enero de 1977, cuando tenía 19 años, y que estuvo detenida-desaparecida hasta el 23 de junio del mismo año. Que sufrió torturas y la agresión sexual de Mario Marcote, el “violador serial del servicio”, uno de los acusados. Que otro de los acusados, Ricardo Chomicky, y Nilda Folch, prófuga, fueron cómplices al punto de identificarse como represores. Pidió que la violación sea reconocida como delito de lesa humanidad, porque era una práctica que los represores llevaban a cabo de modo consciente, como forma de doblegar a las presas.
Y habló también de canciones. “Me di el gusto de decir ante el Tribunal que cantábamos a Serrat y que gracias a esas cosas, en medio de la nada, pudimos sobrevivir”, recuerda.
En principio iba a declarar a fines de febrero, principios de marzo del año próximo. Pero el 23 de noviembre le avisaron que había un cambio de fechas, que unos testigos pasaban para más adelante y otros se adelantaban. “Entonces tuve como un shock. Se me vino todo junto. Nos habíamos reunido con las compañeras ex presas de casualidad, porque había venido María del Carmen Sillato de Canadá. Nos reímos bastante de nuestras anécdotas, pero además recordamos. Es que el testimonio es una construcción colectiva. Importa mucho encontrarse con los otros. La que dio el primer testimonio de nosotras fue Azucena Solana, Susy. Entonces queríamos saber cómo le había ido, qué le había pasado, estábamos expectantes. Uno lo ha pensado mucho y lo ha esperado muchísimo, pero declarar es un momento muy difícil. Hay cosas que uno va olvidando, va tapando. No podés vivir constantemente con esa historia en la cabeza. Yo había declarado en 1984 cuando se abre la causa Feced; incluso hice un reconocimiento de Marcote. Ahora, ante un tribunal oral, con los represores presentes, con las familias presentes, es todo muy movilizante, muy angustiante. Desde que me avisaron mi cabeza sólo estuvo puesta en eso”.
En la semana que transcurrió hasta el día de su declaración volvió al infierno. En el Sindicato de Prensa de Rosario, del que es secretaria adjunta, dejó de ser vista. “Trataba de reconstruir paso a paso, día a día, desde el momento en que me detuvieron hasta cuando salí en libertad. Era el compromiso con el testimonio. Como el resto de las compañeras, tenía miedo de no dar un buen testimonio. Tenía que recordar todos los nombres. No me quería olvidar de ninguno de los que vi y están desaparecidos. No me quería olvidar de cómo vi bajar a la Piki, de cómo vi bajar a Carmen, porque el valor del testimonio de uno refuerza el testimonio del otro”.
Entre las personas que escucharon su testimonio estaba Facundo, su hijo, de 25 años. “Yo no quería que estuviera, pero él sentía que iba a ser mejor para él y para mí. Cuando supe que iba a declarar lo llamé y le dije «quiero que lo escuches primero de mi boca». Entonces le relaté todo el testimonio, o sus partes más difíciles. Él decidió estar con su novia y un lienzo que decía «Para la libertad. Sangro, lucho, pervivo, Miguel Hernández». Pero sin saber que yo había cantado esa canción”.
Fue un día de testimonios importantes en el juicio, porque por la mañana declararon María Inés Luchetti de Bettanin y Elida Deheza. La hija de Deheza, Lucía, presenció también la declaración de su madre. El año próximo vendrá con una gran reunión de los hijos de las ex presas.
“Después de declarar me sentí absolutamente liberada. Sentí que me había sacado un peso de encima. Sentí que no había tenido temor. Ver la sala tan chiquita, todos tan juntos, los represores tan cerca, te daba cierta cosa. Todavía perdura cierto vestigio del terror. Sin embargo cuando me senté a declarar mi único compromiso estaba puesto en recordar bien, en recordar los nombres de todos y en recordar los nombres y los apodos de los represores. Cuando terminé me di vuelta, los pude mirar, los insulté, hice la vé. Escuchaba los aplausos de la gente, esa cosa tan cariñosa. Este juicio nos hace muy bien, es muy reparador. Ojalá haya más testimonios, no sólo para condenar a los represores sino para que otros tengan la oportunidad de contar lo que padecieron, la oportunidad de sentir que hay un resarcimiento, que declarar es el comienzo de una reparación”.
¿Por dónde empezar, cómo terminar el relato de una experiencia en un centro clandestino de detención? “Por ahí es un caos de cosas y de nombres, todo se te viene a la cabeza. Lo que me preocupaba era cómo hilvanar el relato, y no bloquearme. Pero siempre tuve en claro dos cosas: que yo empezaba el día en que me secuestran y que el final iba a ser con una apelación a la vida y a la alegría, porque iban a estar presentes mi familia, mi hijo, mis amigos. Los presos y las presas hicimos cosas fantásticas para sobrevivir, y es bueno que también se las recuerde. Por eso las menciones a las canciones de Serrat. En la nada, cuando estábamos en el pabellón de la alcaidía, otro sótano, donde no teníamos recreo ni luz ni comida adecuada, fuimos solidarios y alegres. Es algo muy fuerte lo que te une a los que compartieron esas vivencias, esas situaciones de muerte y de infierno. Hay una unidad indestructible. Aunque políticamente pensemos distinto y tengamos discusiones, hay algo que supera todo eso y es ser hermanas, parte de un grupo indestructible, algo muy distinto a las otras relaciones que uno puede construir”.
En la nada, las palabras eran también un recurso. Las historias compartidas. “Cada noche teníamos que inventar algo. Con María del Carmen contábamos novelas en episodios. Yo con ella conté Cien años de soledad. Era difícil, supongo que habremos inventado bastante. Hacíamos un círculo y nos sentábamos en el centro a contar. Yo me había hecho un árbol genealógico de los personajes, y María del Carmen había estudiado la novela, así que más o menos lo íbamos armando, entre las dos nos ayudábamos a recrearla”.
Ahora está con dos libros. Uno es Horla city y otros, los poemas de Fabián Casas, que se leyó casi de un tirón. El otro es más viejo, Lenta biografía, de Sergio Chejfec, una recomendación de Graciela Kait, psicoanalista rosarina que trabaja con las Abuelas de la Plaza de Mayo. “Es sobre un hijo que tiene que armar la historia familiar a través de los gestos y de los silencios del padre, una forma de pensar en cómo, de última, las palabras ayudan”.
“Antes me costaba hablar, porque me angustiaba y lloraba mucho, lloraba mucho por Marisol Pérez. Con Marisol estuve muchos días. Era una persona de una integridad y de una entereza excepcionales. Me hablaba del hijo, de cuando se casó, que fue el día que nevó en Rosario, o me recitaba “Canto a mí mismo”, de Walt Whitman, que sabía porque el marido, Raúl Ameri, se lo leía en la cama.. Y habíamos encontrado un cuaderno viejo que tenía canciones y poesías escritas por presas y presos. Era un cuaderno escolar, que estaba escondido y andaba dando vueltas”.
Más tarde, en la alcaidía de mujeres, Tomasa Verdún hizo otro descubrimiento vital. Un embute que habían dejado viejas presas en el hueco de un inodoro. Una pequeña bolsa con biromes, lápices, clavos, pedacitos de vidrio, de los frascos de los remedios, para tallar huesos. “Y algo que sólo podían haber dejado militantes del ERP: «La madre», de Gorki, escrito en papel de cigarrillo. Eso fue el hallazgo del tesoro”.
El mismo día en que declaró en la causa, Joan Manuel Serrat presentaba un recital en Rosario. El 13 de diciembre, a través de una amiga, le escribió un correo electrónico al productor “para que le transmitas a Serrat que en la cárcel clandestina donde estuve, cuando se podía, porque los guardias estaban en sus deleznables ocupaciones, cantaba sus canciones. Canté muchas, muchas veces”. Al día siguiente, a las seis de la tarde, el productor la llamó a su casa y le dijo que esperara un momento, que le volverían a hablar. “Atiendo otra vez y escucho «Stella, habla Joan Manuel Serrat». No lo podía creer, qué emoción. El también me dijo que era una emoción, que estaba conmovido, que había leído lo que había escrito. En la cárcel yo no sólo cantaba «Para la libertad». También «De cartón piedra», «Lucía», todas las de Mediterráneo, «De parto», ya que había varias embarazadas. También cantaba a Violeta Parra. Las canciones han ayudado a mucha gente”.
En el cuaderno que guardaban las presas estaba la letra de la “Copla del yopo”. Stella Hernández la recuerda, y al fin de cuentas parece que hay modestia de su parte cuando dice que no sabe cantar:
Yo mantengo una riqueza
una prenda de belleza
con un brillo natural,
Yo valgo más que el coral,
que el diamante,
que el rubí,
yo no me cambio por tí
Pues yo valgo donde quiera
en regiones extranjeras
también me aprecian a mi
Dicen que hubo, no hubo nada
me voy pa’l yopo de madrugada
de madrugada me voy pa’l yopo...
Es una canción que viene de lejos, que habla de tres hermanos. Pero también habla de quienes la cantaban. “Porque así sobrevivimos”, dice Stella Hernández.
El lugar de las víctimas
—Uno de los núcleos de tu declaración fue el rol de los colaboradores civiles en la represión. ¿Cuál es tu visión de este aspecto particular de la causa?
—Sí, (Nilda) Folch, (Ricardo) Chomicky, el Pollo (José Baravalle) y la Corcho (Graciela Porta). Hay toda una discusión que se viene sosteniendo alrededor de los colaboradores. La Secretaría de Derechos Humanos de la Nación dice que el que entra como víctima a los centros clandestinos sale como víctima. Yo creo que sale como víctima si declara y da un testimonio como víctima. Con todo lo que cuesta sentarse ante el tribunal y contar, con lo que significa, en la vida de cada uno, volver a meterse en ese infierno, si Chomicky, por ejemplo, no lo hace sigue siendo un acusado más. Habrá sido compañero hasta que cayó detenido. Los testimonios que se están dando son coincidentes en que trabajó con los represores e integró la patota. Fue uno de ellos. Tiene que pagar por los delitos de los que se lo acusa. Hay testimonios de cuanto participaba en la tortura. Cuando Chomicky y Folch me hacen hablar con Guzmán Alfaro, el jefe del Servicio de Informaciones, para contarle lo que me habían hecho, yo podría haber terminado peor de lo que estaba. A Marisol Pérez la viene a buscar el Pollo el 25 de enero a las 3 de la tarde. Recuerdo que en ese momento ella se puso la venda y yo le digo “no te la pongas la venda, a lo mejor te vas en libertad o a Devoto”, y la abrazaba. A la noche vuelve el Pollo y nos pide la ropa de Marisol. Yo le preparo el bolso, con un vestido, los anteojos y los remedios que tomaba. Al otro día, cuando yo preguntaba qué había pasado, la veo bajar a Nilda Folch con el vestido de Marisol y a Chomicky con el bolsito de ella. Si no pueden decir qué pasó con Marisol, ¿de qué víctima estamos hablando? Si es una víctima que diga todo lo que sabe.
Fuente:LaCapital
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