López Rega, la Triple A y sus delitos de lesa humanidad
Por Juan Gasparini.
López Rega e Isabel. El terrorismo de estado se inició mucho antes del golpe.
Miradas al Sur adelanta el epílogo de la nueva edición, ampliada, del libro de Juan Gasparini, de próxima aparición.
Con premeditación y alevosía, la “inexplicable pasividad” del juez Norberto Oyarbide, viene caracterizando su voluntad de archivar el sumario de la Triple A. Su actitud cercena las posibilidades de conocer toda la verdad para dictar sentencia definitiva en una causa penal por crímenes de lesa humanidad que contiene “681 casos de secuestro, homicidio, desaparición forzada y amenazas de muerte”, según identifica la Cámara Federal de Buenos Aires.
Durante los últimos seis años, desde la primera edición de este libro, Oyarbide hace una errónea interpretación histórica del fenómeno de las Tres A. Anclado en la “teoría de los dos demonios”, da por cierta una versión ficticia de lo sucedido. Descarga en la guerrilla peronista, nacida en la lucha contra la dictadura 1966-1973 pero dispuesta a abandonar las armas por la organización y movilización popular cuando el triunfo electoral del 11 de marzo de 1973, la responsabilidad del surgimiento de las Tres A.
Sin embargo, cabe recordar que el signo agorero de su irrupción fue la masacre de Ezeiza del 20 de junio de 1973. Allí no hubo enfrentamiento entre dos sectores, sino agresión de uno contra otro: de los que coparon militarmente el palco desde el que Juan Domingo Perón hablaría a la multitud que lo esperaba, contra los que condujeron prácticamente desarmados a esa multitud, que acudió casi con ingenuidad a recibir a su líder para festejar con él su retorno irreversible al suelo patrio, clausurando 18 años de exilio.
Oyarbide parece ignorar que fueron los dirigentes y militantes reaccionarios del justicialismo –en complicidad, inducidos o manipulados por las Fuerzas Armadas, dominantes en el aparato de seguridad del Estado– los que desataron en forma autónoma la violencia de la que hicieron gala las Tres A. No hay duda que para impedir la transformación pacífica de la guerrilla y frenar la transición a la democracia, el sindicalismo y la burocracia justicialistas fomentaron en ciertas provincias (Buenos Aires, Córdoba, Mendoza, Salta, Catamarca, San Luis y Santa Cruz) el acoso y derribo de gobernadores tenidos por cercanos a la llamada tendencia revolucionaria del peronismo, que en virtud de su capacidad movilizadora reivindicaba un legítimo espacio político en la recuperación democrática de la República.
En esa coyuntura de golpe de Estado permanente, desempeñándose con nombres diversos o refugiados en el anonimato, e integradas por miembros de las Fuerzas Armadas, matones gremiales y políticos, fachos universitarios, policías y delincuentes comunes, hizo eclosión la Triple A, cuyo retrato se trasluce nítido en la película de Juan José Campanella, El secreto de sus ojos, que mereciera de Hollywood el Oscar al mejor film extranjero 2010. Las Tres A fue una nominación genérica carente de una jefatura unificada, un movimiento clandestino que englobó la represión ilegal entre 1973 y 1976 al punto de instaurar “la antecámara del colapso total de las instituciones que tuvo lugar con la dictadura militar”, precisa la Cámara Federal de Buenos Aires.
Como el objeto del procedimiento manejado por Oyarbide no es el falso “demonio” de la guerrilla, sino el auténtico y único “demonio” de la asociación “cívico-militar” para socavar el gobierno constitucional y propiciar su derrocamiento el 24 de marzo de 1976, el juez escuda su inoperancia en la iniciativa de Julio Strassera, uno de los fiscales de la causa, quien en 1981 provocó su sobreseimiento provisional. Ambas conductas son denostadas por la Cámara Federal de Buenos Aires.
A Strassera se le reprocha que “torció llamativamente el sentido” de “elementos de convicción y de diversos actos llevados a cabo”, dando “una ligera e injustificada preeminencia a un informe médico-legal” de un testigo de cargo en 1971 (Horacio Paino), silenciando otro en sentido contrario en 1973, dejando “de lado graves comprobaciones relativas a la adquisición de armamento en Inglaterra” y en “Paraguay”, concediendo “un valor probatorio inusitado a la negativa” de las declaraciones de los acusados por las graves violaciones de los derechos humanos plasmadas en el expediente.
A Oyarbide, la Cámara Federal lo critica por no asumir que entiende en un tema “de excepcional complejidad”, por la “cantidad y calidad de los hechos investigados y el número de víctimas”, que “contrasta” con los motivos invocados por el juez, quien ofrece una “excusa” considerada “inadmisible”, oponiéndose a revisar su posición, aplazando diligencias, e invalidando así su escasa labor por “arbitrariedad”.
Los fundamentos de una calificación tan severa de Oyarbide por la autoridad jerárquica judicial ahora vigente, radica en su tergiversación de una causa monumental en la que no se ahonda “en las más amplias proyecciones”. El juez no ha podido establecer todavía si las Tres A era una organización rígida, “en el sentido de si había una división de funciones entre los grupos, sea en razón de las víctimas, de criterios territoriales o de algún otro factor”.
El Máximo Tribunal Federal de Buenos Aires desaprueba al magistrado instructor, sobre todo, por olvidar que “la forma de organización podía variar de acuerdo con la provincia en la que actuara y nutrirse, eventualmente, de patotas sindicales, entre otras vertientes”. Desde luego, Oyarbide se desentiende del Ejército, omnipresente en las actuaciones judiciales y en este libro, a cuyos oficiales superiores el precoz dictador Videla les prohibió comparecer ante la Justicia civil en 1975, con el agravante de dos coroneles asesinados en las vísperas de ser ascendidos a generales en marzo de ese año, por haber descubierto que las Tres A se alimentaban, también, de las Fuerzas Armadas.
Para eludir la verdad y descartar los elementos constituyentes provistos por las Fuerzas Armadas, los sindicatos y las bandas extremistas universitarias y políticas, el juez simplifica, esconde y esquematiza. Divide el sumario en tres etapas. La primera, desde su inicio con la denuncia del abogado católico e independiente Miguel Radrizzani Goñi el 11 de julio de 1975, ocho días antes de la fuga del Brujo al extranjero, hasta el 7 de mayo de 1981, fecha del sobreseimiento provisional a petición del fiscal Strassera. La segunda va desde la reapertura en abril de 1983 mediante la restauración democrática hasta un segundo cierre ocasionado por el fallecimiento de López Rega en 1989. La tercera se inaugura con la reactivación de 2006, en torno a las capturas de algunos cabecillas de una de las filiales de las Tres A, ninguno apresado a raíz de la pesquisa judicial: dos fueron destapados por la prensa (Almirón y Morales) y otros dos se entregaron, ancianos, quizás cansados de huir, enfermos (Rovira y Romeo).
Circunscribiendo las Tres A a un artífice o cerebro muerto, a unos pocos parapoliciales subordinados detenidos al borde de la tumba y a un accionar de menos de veinte meses –entre el atentado contra Hipólito Solari Yrigoyen el 21 de noviembre de 1973 y la evasión de López Rega el 19 de julio de 1975–, al juez no le quedó otro camino que el de procesar y pedir a España la extradición de la ex presidenta, María Estela Martínez de Perón, quien protegió a Lopecito y su séquito que, dicho sea de paso, le oficiaba de guardia pretoriana. Tal solicitud fue rechazada en abril de 2008, un revés para la Justicia argentina del que no es ajeno la incapacidad de Oyarbide para redactar un exhorto internacional. Antepuso la enunciación de infracciones ordinarias prescriptas, insertando apenas indicios de sospechas de que Isabelita conoció lo ocurrido y no lo impidió, sin reprocharle participación directa o indirecta en las Tres A. El juez relegó a la mera enunciación el principio de los crímenes de lesa humanidad que hacen imprescriptible cualquier delito. Desechó poner en relieve que el gobierno constitucional 1973-1976 cometió esos crímenes, desde antes de la entronización de la viuda de Perón en julio de 1974, e incluyendo el tramo posterior al desbande de López Rega y un puñado de sus esbirros en julio de 1975, modelo exterminador que no fue preferencia única de la dictadura que lo suplantó.
Nada de todo esto es casual. Oyarbide no se compadece con el progreso de la jurisprudencia vernácula, de notoriedad mundial, después de la publicación de la primera edición de este libro en 2005. Es de subrayar que hasta la aprobación en 2006 de la Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas, que repudia su realización por agentes de la fuerza pública y por los que “sean obra de personas o grupos de personas que actúen sin la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado”, Naciones Unidas ha elaborado reglas vinculantes sólo para los Estados.
La génesis de este cambio abreva en el Estatuto de la Corte Penal Internacional (cpi), adoptado en 1998, que al definir las desapariciones forzadas reprueba “la aprehensión (captura o arresto), la detención o el secuestro de personas por un Estado o una organización política, (...), seguido de la negativa a admitir tal privación de libertad o dar información sobre la suerte o el paradero de esas personas, con la intención de dejarlas fuera del amparo de la ley por un período prolongado”.
La cpi observa que las desapariciones forzadas pueden ser crímenes de guerra y de lesa humanidad, vale decir imprescriptibles, en equivalencia con prácticas similares de asesinato, esclavitud, encarcelamiento, deportación, exterminio, tortura, apartheid, persecuciones a colectivos con entidad propia y violación sexual.
Cada una de esas atrocidades, agrupadas o individualmente, deben ser “parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil”. Tendrá por consiguiente que demostrarse “la comisión múltiple de actos” de esa naturaleza, en “conformidad con la política de un Estado o de una organización de cometer ese ataque o para promover esa política”.
Una vez anuladas las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, abolidas en 2003 por el gobierno de Néstor Kirchner, la Corte Suprema de Justicia de la Nación dispuso que la dictadura militar (1976-1983) había incurrido en esos delitos imprescriptibles, por lo que se reiniciaron los juicios en todo el país.
El 14 de marzo de 2008, la Cámara Federal de Buenos Aires valoró de manera análoga los ilícitos de las Tres A, perpetrados contra la población civil de forma masiva, sistemática y al abrigo del Estado. Por no reunir ninguno de esos tres elementos, el 21 de diciembre de 2007, la misma Cámara Federal de Buenos Aires ya había desestimado que la explosión de una bomba en un comedor policial, firmada por montoneros el 2 de julio de 1976 (23 muertos y 60 heridos), pudiese encuadrarse como crimen de lesa humanidad. El 22 de marzo de 2011, la Cámara Nacional de Casación Penal respaldó el fallo que exime a los montoneros de tales culpas.
Al margen de esta evolución que fija la existencia de un solo “demonio”, Oyarbide se mantiene en su plan de no indagar a militares, sindicalistas y políticos que figuran en autos. Ha investigado de manera somera el “grupo originario” de las Tres A, compuesto por López Rega, Almirón, Morales y Rovira. Y restringió las imputaciones, principalmente, al “marco temporal” de noviembre del ’73 a julio del ’75.
Más aún, Oyarbide redefine el “núcleo común de una investigación penal bastante heterogénea”, que tuvo “las más amplias proyecciones que se logran entrever, en especial, a partir de la última reapertura del sumario”, con una docena de libros periodísticos citados por la Cámara Federal de Buenos Aires, entre los que figura la primera edición de éste.
El juez no los ha estudiado. Declinó averiguar si aportan pistas concretas para remediar la crisis terminal de una instrucción en coma vegetativo, que pareciera diagnosticar una estafa judicial.
Con la actualización informativa para la reedición de esta investigación periodística, queda claro que Oyarbide permitió que la causa se apagara en los tres años de prisión preventiva de cuatro inculpados. Es probable que especulara con la extinción de la acción penal por muerte natural de aquellos, privados de condena. En sustancia, dejó correr el tiempo entre fines del 2006 y agosto de 2010 para que Morales, Almirón, Rovira y Romeo sucumbieran al devenir biológico por el efecto ineluctable de la vejez o por el deterioro irremediable de la salud, cerrando el ciclo judicial en la impunidad, un fraude de Estado.
Examinando los documentos de la Cámara Federal aquí desenterrados, resulta evidente que el juez Oyarbide no ha querido explorar “distintas hipótesis relativas a las vertientes y brazos” de las Tres A. Persiste en la superficialidad engañosa de limitarse al “grupo originario” de cuatro personas (López Rega, Almirón, Morales y Rovira), que aterrorizó al país por más de un año y medio. Esa deficiente versión remonta al juicio a las Juntas de 1985, donde las Tres A “no aparecen tan claras (en) su estructura, proyecciones y composición”, y no tenían “una estructura centralizada, lo cual se prueba si se tiene en cuenta que las siglas AAA adquieren distintos significados”.
Impermeable al desarrollo de 1985 a hoy de la reconstrucción de la historia 1973-1983, gracias a la literatura política, a dictámenes judiciales firmes de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y a las expectativas despertadas por los correctivos que impartiera la Cámara Federal de Buenos Aires, Oyarbide continúa indiferente. Sigue escribiendo su propia lápida, presto a recibir sepultura bajo el mármol de las presunciones de prevaricación, encubrimiento, abuso de confianza y denegación de justicia.
Fuente:MiradasalSur
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